No es nada raro encontrarnos con ellos con los que no tienen casa, los vemos en los parques, en las salidas de las autopistas, en el centro de la ciudad; pero nosotros caminaremos con las prisas que tenemos. Los distinguimos por su porte y la manifestación que hacen, andando sin rumbo. Sin una dirección determinada.
La mendicidad callejera se instala y multiplica de muchas maneras y para conocerla y prestarle ayuda hay que saber y conocer sus verdades.
Ramón es un hombre si casa. Excluido y marginado. El suelo, una piedra cualquiera su asiento. Solitario. Su mirada muy triste. Contemplativa como Jesús el Señor, Como EL. Vestido de pobre, de muy pobre.
Lo que me llamo la atención de Ramón, es la virtud que posee de no pedirle a nadie de los que pasan por su lado. Su largo saco haraposo que viste, con su calzado viejo. Un sobrero calado con fuerza en su cabeza hasta sus cejas. Hacen de el un mendigante autista. Sin ninguna comunicación.
Ramón no es un borracho, por lo menos nunca le vi tomar, ni su aliento mostraba el olor característico a alcohol, el sustento no lo sé, algún pan que recoge y come a secas. Otra ayuda es un enigma. Quizás visite algún albergue.
Se rodea de tres grandes bolsas de papel. Su contenido no es otro que los muchos papeles que el recoge en su caminar y con su bastón sobre su hombro, las entrelaza y le acompañan en su camino diario. Ellas son su almohada y su cama donde duerme y reclina su cabeza.
Su reloj la puesta del sol. El tiempo con su mirada sobre el asfalto y las aceras con su ruidosa circulación. Nadie se para a conversar con Ramón. Ni siquiera los que pertenecen a grupos que ayudan, con comida a los que no tienen casa.
Algún día pase junto a Ramón, no sé porque, quise hablar con él. Nuestra charla fue un reguero de dulzura. Cuando lo mire me surgió pensar en la parábola del samaritano. Aquel caminante despojado de todo que fue maltrecho en Jericó. Subido en la cabalgadura de compasión. Se hizo un verdadero exponente de la Misericordia del amor.
Ramón esta en distinta situación de la de aquel samaritano, porque Ramón rechaza la esplendida ayuda en especie y metálico que se le ofrece.
En las veces que pude dialogar con Ramón, fui ganando terreno de cercanía cada día. Poco a poco. El me iba descubriendo su intimidad personal. Yo quería ayudarle. Quería mitigar el duro trance de su vida. El no tenía a nadie que consolara sus penas. El azote de la enfermedad en la pirámide de su edad que podía llamar al equipaje de sus bolsas. De los papeles que el almacena. Se iba con todo y solo.
Con Ramón logre un montón de felicidad espiritual, conocí un mundo que era para mí muy complejo y al que yo mismo le había etiquetado de diferentes maneras yo creía que todos eran unos drogadictos, unos salvajes, unos que odiaban a la sociedad. Qué lejos estaba de la verdad.
Yo les recomiendo que sin miedo se acerquen a otros Ramones que están en todos lados, inclusive cerca de tu casa en la esquina, los van a poder ver y reconocer, cuando lo hagan conversen con ellos, van aprender mucho. No les tengan miedo, no le den asco. Ellos son tus hermanos y embajadores que van a enriquecer tu oración contemplativa. Tienes la suerte de estar al lado de Jesús.
Eso si no te acerques para recriminarlos, ni para querer en una día cambiar su ser y mucho menos para que vuelvas tu cabeza y le des gracias a Dios porque tú no estás entado allí, quizás en un momento de tu vida, te encuentres en igual circunstancia, acércate a él y trata de ayudarlo, a lo mejor, con unas frases de comprensión de amor, quizás con esto puedes llegar a cambiar su vida; pero recuerda la última palabra la tiene Dios.
Cuando me despedía de Ramón y el se retiraba rumbo a cualquier portal que lo esperaba. Nos estrechábamos la mano en emotiva despedida. Yo no sabía si lo volvería a ver, la calle es peligrosa y son muchos los enemigos de esta pobre gente. Sus bolsas que el tanto cuida, me hacen pensar que son su precioso y único patrimonio de compañía.
Por Víctor Martell
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