La epidemia del coronavirus grita que los pobres viven en una sociedad con unas estructuras que san Juan Pablo II catalogaba estructuras de pecado, porque quienes las siguen ven normal que haya contagiados. Los científicos denuncian que la expansión de la epidemia no es fruto del azar, sino del sistema implantado por las ganancias económicas que sostenemos entre todos. El precio de este modelo, llamado «sociedad de bienestar», es la explotación de un veinte por ciento de hombres, amén de cientos de millones de pobres de los países del “malestar”, devastados ahora por el coronavirus.
Pero culpar a las estructuras puede llevar a lavarnos las manos, venía a decir san Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Reconciliación y Penitencia, n. 16: «Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo para evitar, eliminar o, al menos, limitar determinados males sociales, omite hacerlo por pereza, miedo o indiferencia; de quien busca refugio en una presunta imposibilidad de cambiar el mundo, y de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de orden superior». De manera que, por desidia ante esta epidemia, todos estamos metidos en el pecado del mundo.
Para desenmascarar nuestros pecados, hay que recorrer, además de las tablas de la Ley, la Declaración de los Derechos Humanos. En la cumbre europea para crear un fondo que palie el devastador impacto económico del covid-19, los socios frugales Países Bajos, Austria, Dinamarca y Suecia han rechazado conceder al Sur transferencias a fondo perdido para recuperarse de la epidemia, si no cumplen ciertas condiciones que pueden ahogar más a los pobres. En esa cumbre las instituciones han decidido por todos sobre la impronta que causan en los países que acogen a los inmigrantes que han vencido morir ahogados y están infectados del virus asesino. En esa cumbre han examinado que la crisis del covid-19 está teniendo un elevado impacto económico y emocional en los hogares más vulnerables. Más de la mitad de las familias que pedían ayuda a las instituciones han empeorado su situación laboral y casi todas las familias registran estrés y problemas de convivencia. Más de la mitad de los niños y niñas sienten nerviosismo por no poder salir de casa y miedo por el bienestar de sus familias. Casi la mitad tienen dificultades de acceso a los materiales que les facilitan los centros escolares, por no tener conexión a internet, ordenador o teléfono, o por tener equipos obsoletos que no permiten el adecuado funcionamiento. Se añade que el escaso ejercicio físico que los niños y niñas realizan influye negativamente en el desarrollo de su aparato locomotor, en el sistema cardiovascular y en un peso corporal saludable.
Ya en el siglo XVII san Vicente de Paúl exclamaba, transido de dolor por la plaga del hambre que el mal tiempo ocasionaba a los pobres: «La Compañía no me preocupa tanto como los pobres. Nosotros nos libraremos yendo a pedir pan a las otras casas nuestras, si ellas tienen, o a servir de Vicarios en las parroquias. Pero, en cuanto a los pobres, ¿qué harán? Y ¿podrán irse? Confieso que ellos son mi peso y mi dolor» (BELLY, L. III, c. XI, p. 631.). Los pobres eran niños, mujeres, ancianos, campesinos, inmigrantes y enfermos de tantas epidemias como había entonces. San Vicente, santa Luisa y el beato Ozanam, fueron a buscarlos y los encontraron. También hoy las redes sociales indican dónde están los contagiados de coronavirus. Necesitamos audacia para trasladarnos a las periferias más afectadas por el virus, teniendo en cuenta las distancias recomendadas por las autoridades, distancias que unen en el esfuerzo. Y, aunque sea difícil, también los partidos deben unirse en esta lucha, ha declarado el Congreso de los diputados español.
Los que buscan no contagiarse o tener dinero para comprar los remedios, estén donde estén, y descuidan a los demás, corren el peligro de deshumanizarse. De este peligro ponía en guardia santa Luisa de Marillac a san Vicente de Paúl, pues creía que llevaría a la ruina de la Compañía (E 81). No es que los contagiados sean mejores o peores que los inmunizados, pues todos son hijos de Dios, advertía san Vicente, y no hay que considerarlos «según su aspecto exterior ni según la impresión de su espíritu, pues con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues son vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son ellos los que representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre… ¡Qué hermoso sería ver a los contagiados, considerándolos en Dios y en el aprecio en que los tuvo Jesucristo! Pero, si los miramos con los sentimientos de la carne y del espíritu mundano, nos parecerán despreciables» (XI, 725). Sor Évelyne, que fue Superiora General de las Hijas de la Caridad, citaba los pobres a los que deben ir los vicencianos: Los hambrientos, parados, enfermos crónicos, las víctimas del sida y de adicciones diversas, los marginados, los presos, los sin techo, los niños de la calle, los jóvenes desorientados y las mujeres humilladas; los inmigrantes sin papeles, los oprimidos, los sin derecho a nada. Hoy hay que añadir a los infestados de covid-19.
Santa Luisa le decía a una superiora cisterciense, que quiso llevar a su convento como lega a una Hija de la Caridad, que eso era privar «de socorro a los pobres abandonados, sumidos en toda suerte de necesidades que sólo son atendidos por los servicios de estas buenas jóvenes que, desprendiéndose de todo interés, se dan a Dios para el servicio espiritual y temporal de esas pobres criaturas a las que su bondad quiere considerar miembros suyos» (c. 14). En medio de esta epidemia ¿nosotros podemos decir lo mismo? Como Vicente de Paúl, Luisa de Marillac y Federico Ozanam ¿los miembros de la Familia Vicenciana somos conciencias estimulantes para que también los demás atiendan a los infectados?
P. Benito Martínez, CM
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