Reunidas por el Espíritu Santo
Para las Hijas de la Caridad la Compañía es el lugar donde se desarrolla su vida y desde donde sirven a los pobres. En ella se consagran a Dios. Al entrar en la Compañía se le asigna una comunidad, un grupo de amigas que se quieren. De aquí en adelante vivirá con ellas, y sus vidas quedarán íntimamente entrelazadas en solidaridad humana y vocacional para encontrar la felicidad. Con la esperanza de alcanzarla convertirán la comunidad en una aeronave que las transportará al mundo de los pobres.
Las Constituciones dan a la Renovación el sentido de pertenencia jurídica cuando pone como exigencia ineludible que “para seguir siendo miembros de la Compañía, las Hijas de la Caridad tienen que hacer los votos y renovarlos a su debido tiempo” (C. 5a, 40c). Es la fría pertenencia jurídica, pero en otro número la completa con la pertenencia mística del amor: “La renovación anual de los votos permite a las Hermanas afianzar su voluntad de responder a la vocación, a la vez que garantiza la estabilidad de su servicio a Cristo en la Compañía: supone un acto libremente realizado y siempre inspirado por el amor” (C 28d). Las Hermanas sólo tendrán el sentimiento de pertenencia a la Compañía si están enamoradas del carisma de su vocación y se revisten del espíritu de Jesucristo en una espiritualidad vicenciana.
La Compañía comenzó con cuatro jóvenes que se reunieron en casa de la señorita Le Gras que se encargó de dirigirlas y formarlas para servir a los pobres corporal y espiritualmente. El fruto del trabajo lo ponían en común y vivían célibes. Al de unos meses de amistad y de fe compartida, el número de jóvenes aumentó. Aunque entre ellas salten sentimientos humanos y pequeños choques, todas sueñan con el mismo ideal: entregarse a Jesucristo y servirle en los pobres. En ellas surge la conciencia de la nueva realidad de forman parte de un grupo peculiar de mujeres (SV. I, 412). Y en la actualidad, cuando una joven ingresa en el Seminario, es aceptada, valorada y reconocida por las demás Hermanas como miembro de la Compañía. La metáfora paulina del «Cuerpo de Cristo» (1 Co 12), refiriéndose a la Iglesia, vale también para la Compañía.
Tanto san Pablo como san Lucas en los Hechos, insisten que el cuerpo de la Iglesia lo forma y guía el Espíritu Santo. También santa Luisa de Marillac insiste en que el Espíritu Santo es el amor que dinamiza la Compañía, las comunidades y a cada Hija de la Caridad (E 87, 98). Cuando una mujer decide ser Hija de la Caridad, el Espíritu Santo asume su decisión como voluntad de Dios, y en la Renovación baja sobre ella, como lo hizo sobre María, y asume su entrega como afirmación de su vocación, le da las gracias necesarias para permanecer y actúa en ella para que viva según el espíritu vicenciano. Esa mujer debe responder a la acción divina, y si no responde, se anula el Espíritu, se debilita su espiritualidad y se deshace la unión comunitaria.
La pertenencia llena de esperanza
Todas las Hermanas de la Compañía sienten que forman un cuerpo y comparten los recursos humanos, materiales y espirituales. La pertenencia les da la solidaridad de sentirse miembros de la Compañía, con una historia común con todas las Hijas de la Caridad, que les da el derecho a participar en la amistad y la confianza de amar y sentir que son amadas, que todas forman un grupo, una comunidad sólida, solidaria.
La mística de la Pertenencia de acuerdo con san Vicente y santa Luisa (SV. VII, 389; IX, 33s, 326, 576; SL. c. 236, 512, 547, 636, 689, 702) es sentir el bien de cada Hermana como de todas y soportar los males de la comunidad como propios de cada Hermana con la obligación de atenderse mutuamente.
La renovación puede verse como un nacimiento continuo de la Compañía que cada año vuelve a nacer y en ella quedan integradas las Hermana para servir a los pobres con mayor eficacia y vivir contentas al experimentar que son apreciadas y aceptadas como miembros que comparten lo material y lo espiritual.
Pero la Compañía son las Hermanas que la integran, y pertenecer a la Compañía quiere decir que cada Hermana pertenece a las otras Hermanas que han decidido renovar con los mismos sentimientos y sueños de pertenecer a la misma Compañía y con la esperanza de equilibrar igualdad y diversidad, identidad y tolerancia, pertenencia y libertad. “¡Qué ventaja estar en una comunidad, puesto que cada miembro participa del bien que hace todo el cuerpo!”, dijo un día san Vicente (IX, 21).
La pertenencia a la Compañía da también la esperanza de satisfacer las necesidades materiales de cada Hermana, sin absolutizar los bienes materiales frente al amor. La felicidad que la Hermana quiere encontrar en comunidad no puede reducirse a gozar de los bienes materiales, pues violentaría el sentido de pertenencia a una comunidad fundada por Dios para hacer felices a los pobres y a las Hermanas (SV. IX, 541).
Si pierden la esperanza de satisfacer las cinco necesidades vitales de las que habla el filósofo Erich Fromm: sentirse querida, sentirse útil y valorada, sentirse segura en la vida emprendida, lograr la identidad de ser una misma y encontrar sentido a la vocación, viven con un sentimiento apagado de pertenecer a la Compañía, sin interés por lo vicenciano, disminuye el amor a las compañeras y se traicionan los derechos y obligaciones que asumieron cuando entraron en la Compañía y renuevan cada año en la fiesta de la Encarnación. Si viven con el sentimiento apagado de pertenencia, apagan el carisma de la vocación, apagan la misión divina que Dios las ha encomendado y apagan la seguridad de estar en el camino que Dios quería y daba sentido a su vida.
Revestirse del Espíritu de Jesucristo
La tercera idea necesaria para sentir la pertenencia es la obligación de formarse acompañadas por la Hermana Sirviente a través de los escritos de los Fundadores, en especial el punto que frecuentemente dirigen a las Hermanas tanto san Vicente como santa Luisa de Revestirse del Espíritu de Jesucristo.
Aunque los fundadores algunas veces hablen de seguir a Jesucristo y algunas más de imitarle, lo que aconsejaban era vaciarse de uno mismo y revestirse del Espíritu de Jesucristo. Imitar es tener el modelo fuera de uno mismo, seguir es tenerlo al lado, revestirse es tenerlo en el interior, es asumir sus sentimientos, virtudes y oración. Imitar y seguir es ser como Cristo, revestirse es ser Cristo mismo. Incorporarse a la Humanidad de Cristo es lo que se les pide hoy a las Hijas de la Caridad, enraizarse en Jesucristo, manantial y modelo de caridad, siguiendo a san Pablo cuando aconseja a los colosenses: “Vivid, según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido; enraizados y edificados en él; apoyados en la fe” (2, 6-7).
La Hija de la Caridad Luisa de Marillac, siendo todavía una Voluntaria, se revistió de Jesucristo de tal manera que, en algunos de los viajes que hizo para visitar las Caridades, experimentó que no era ella la que obraba, sino Jesucristo que se había apoderado de ella (E 16). No es de extrañar que un día, en una oración contemplativa, aconsejase a las Hermanas que más importante que ver a Dios en los pobres, era que los pobres viesen a Cristo en ellas (E 98).
El sentido jurídico es renovar los votos, el sentido carismático es comprometerse a pertenecer a la Compañía sirviendo a los pobres en humildad, sencillez y caridad, pero, también es convivir con las compañeras con humildad, sencillez y caridad. Pues renuevan todas las Hermanas de la comunidad en igualdad, aunque todas sean distintas. Por ello, ninguna puede considerarse superior a las demás, tratándose con franqueza sin doblez, amándose y reconociendo que las demás también tienen necesidades, valores y opiniones. Es la corresponsabilidad de todas, pues la cohesión del grupo depende de la conciencia de saber que las compañeras te aportan a ti y tú aportas a la comunidad.
Aunque la Renovación de los votos se haga cada 25 de marzo, la pertenencia es algo continuo que se vive día a día. Y esto supone que hay tensiones entre mujeres consagradas, pero mujeres, que “tienen por monasterio las casas de los enfermos y por claustro las calles de la ciudad” (SV. IX, 1178). Tensión entre la persona y el grupo; entre la creatividad de cada una y la tentación de otras a no cambiar estructuras y observancias que han podido quedar anticuadas; tensión entre la pertenencia fundamental y las que surgen en el caminar por la vida. Conviene recordar lo que decía Sor Juana Elizondo en la circular del 2 de febrero de 1999: «amar a la Compañía es aceptarla con todo lo positivo que hay en ella y sin asustarnos ni desencantarnos de lo negativo. No conviene idealizarla tanto que perdamos de vista que está constituida por seres humanos y nos escandalicemos de sus fallos».
Compañía, vocaciones y Familia vicenciana
El último grupo de ideas se dirige a dar impulso misionero a la pastoral juvenil y vocacional, reforzar “el trabajo en red en la Compañía, con la familia vicenciana y la Iglesia”, abrir las comunidades y colaborar con los laicos, pero teniendo presente un aspecto en el que tanto insistió san Vicente a los misioneros en una conferencia, que es menester que los misioneros no sólo acepten las humillaciones que en particular les sobrevengan, sino también las que Dios permite que caigan sobre la compañía en general (XI, 219).
La mayoría de los grupos sociales tiende a mantener una cierta potencia corporativa con el fin de protegerse de influencias de otros grupos y preservar su identidad, también las instituciones religiosas que proclaman su identidad y pertenencia, para no quedar diluidos dentro de unas características generalizadas. Cuando santa Luisa y san Vicente redactan los reglamentos y reglas de las Hijas de la Caridad, indirectamente defienden la identidad y la peculiaridad de la Compañía, aunque sea “legañosa”, a la que hay que preferir y amar más que a otras (SV. IX, 948). Se explica porque, si la fundaron fue porque la consideraron más apropiada que las ya existentes para servir a los pobres.
Benito Martínez, CM
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