Exigencias por ser hijos de Dios

por | Jul 23, 2022 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

El Padre Dios está presente en cada momento de la vida, aunque frecuentemente no lo experimentemos, porque suele estar en silencio, y este silencio nos desconcierta. Quisiéramos que Dios viniera visiblemente en auxilio de quien lo invoca y que interviniera espectacularmente, si fuera necesario. Pero entonces habría desaparecido la fe, cuyo fundamento es este silencio aparente de Dios.

Confiar en un Padre divino que vela y cuida de los hombres no garantiza la justicia, la solidaridad ni el amor en el caminar del mundo que tiene sufrimientos inherentes a su ser imperfecto que nadie puede suprimir, hasta que no sea transformado en un cuerpo espiritual. A esto se añade que el hombre es libre para obrar el bien o hacer daño. Lo que garantiza el Padre es la ayuda del Espíritu Santo y esto da esperanza.

A través de la historia de la salvación, Dios, la divinidad, ha actuado en silencio hasta con el Hijo predilecto que se había encarnado en un hombre y que, cuando moría en la cruz, sintió que su divinidad dejaba sola a su humanidad hasta exclamar: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Los creyentes aceptan la prueba del silencio de Dios, porque la fe los convence de que el Padre de los cielos los ama y vela por todos, en especial por los pobres que enumeraba Sor Évelyne, que fue Superiora General de las Hijas de la Caridad: Los hambrientos, parados, enfermos crónicos, las víctimas del sida y de adicciones diversas, los marginados, presos, los sin techo, los niños de la calle, jóvenes desorientados y mujeres humilladas; los inmigrantes forzados y sin papeles, los oprimidos, los sin derecho a nada. Durante una hambruna causada por una sequía san Vicente se lamentaba: “La Compañía no me preocupa tanto como los pobres. Nosotros nos libraremos yendo a pedir pan a otras casas nuestras, si ellas tienen, o a servir de Vicarios en las parroquias. Pero, en cuanto a los pobres, ¿qué harán? Y ¿podrán irse? Confieso que ellos son mi peso y mi dolor”[1]. Escena que puede repetirse hoy día en muchos lugares de nuestro planeta, aún del mundo occidental.

La paternidad de Dios supone que está en medio de los hombres, que es un Padre que ama por igual a buenos y a malos, a ricos y a pobres, porque Dios solo puede amar de manera divina, y con todos ellos ejerce la compasión y el perdón. Cuando el pobre note la presencia de un Padre divino en aquel que le está ayudando, se llenará de esperanza. Acaso su vida siga en la pobreza, pero sabe que el Padre del cielo está de su lado, y que hay cristianos, entre ellos la Familia Vicenciana, que trabajan para sacarlos de la pobreza. Confiar en Dios Padre es trascendental para la fortaleza interna y la propagación de la Familia Vicenciana ante las enfermedades y la edad avanzada de muchos de sus miembros. A veces, es lo único que puede ofrecer a los jóvenes. Los grupos sociales tienden a mantener cierta potencia corporativa con el fin de protegerse de influencias de otros grupos y preservar su identidad. El grito general en la pandemia del coronavirus ha sido “todos juntos venceremos”. Y algo parecido debe introducirse en las instituciones religiosas para proclamar su identidad. Cuando santa Luisa y san Vicente redactan los reglamentos y reglas de las Hijas de la Caridad, defienden la identidad y la peculiaridad de la Compañía, a la que hay que preferir y amar más que a otras (IX, 948), pues la fundaron porque la consideraron más apropiada que las ya existentes para servir a los pobres. Es la exigencia primera de la pastoral vocacional.

Confiar en un Dios Padre que está en silencio era heroico para las primeras Hijas de la Caridad, tan heroico como abandonar su casa y el pueblo con destino a Paris. Eran chicas que pocas veces habían salido del pueblo, a no ser los días de feria o en las fiestas patronales de los pueblos vecinos. Y de golpe, inspiradas por el Espíritu Santo, se lanzan a lo desconocido; van en diligencia a integrarse en el grupo de chicas que siguen a la señorita Le Gras.

A la señorita Le Gras su director Vicente de Paúl tan sólo le presentó los pobres, y ella escuchó al Espíritu Santo que le decía ayúdalos. Fue una invitación a reconsiderar su vida y a situarse ante un nuevo cometido en el que ya no valían infinidad de valores personales, sino el proyecto de Dios de establecer en la tierra «el Reino de los Cielos». Para este nuevo cometido necesitaba que el Espíritu Santo llevase a las Hijas de la Caridad a identificarse con Jesús de tal manera que los pobres, cuando las viesen, no vieran a unas mujeres, sino a Cristo (E 98).

Desde Paris Vicente de Paúl envía a Luisa de Marillac a las Caridades para que traduzca a las Voluntarias (AIC) lo que Dios pide en favor de los pobres. Nos han quedado las reseñas que hizo por escrito y que envió a san Vicente (E 16, 17, 25, 26). Desde entonces el heroísmo de las Hijas de la Caridad es andar por las calles de las ciudades y los caminos de los pueblos para traducir lo que les dice un Dios que está en silencio o habla un idioma ininteligible para el hombre moderno. Muchas veces, al interpretar el lenguaje divino, irán contra los intereses de hombres poderosos que están encantados con el sistema establecido y no soportan escuchar que todos los hombres son hijos de Dios y que sólo el amor a los demás los justifica; que el hombre no es un islote de coral para sí, sino una persona social con la obligación de hacer felices a los demás; que las iglesias son para encontrar a Dios en ellas, pero que se quedarán vacías si anunciamos que Dios mora solo en las Iglesias y no también en los hombres, incluidos los pobres. Esta interpretación del idioma divino ofende al sistema establecido que la tacha de revolucionaria.

P. Benito Martínez, C.M.

Notas:

[1] ABELLY, L. III, cap. XI, p. 631.

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