Sin esperanza, la vida es un infierno

por | Jun 11, 2022 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

A pesar del miedo a una guerra o a ser contagiados por el coronavirus, todos, niños, adolescentes, jóvenes, hombres y ancianos pasan sus días esperando cumplir sus anhelos. Vivir con la esperanza de lograr algo llena de ilusión, vivir sin esperanza da miedo. Y concluimos que la esperanza es el motor para vivir, y si falla, la vida muere.

La segunda Persona de la Trinidad, el Hijo, creó el universo y se lo entregó al hombre para que hiciera de él un Paraíso, el hombre no lo hizo y el Hijo de Dios se hizo hombre y nos enseñó a hacer de la tierra un Reino de los Cielos por medio de la justicia, el amor y la paz. El Catecismo de la Iglesia Católica define la esperanza como la virtud que “corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de los hombres; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; dilata el corazón a la espera de la bienaventuranza eterna” (n. 1818).

Cuando esperamos la llegada de una persona importante, preparamos su venida y salimos a su encuentro. Así preparamos el nacimiento de Jesucristo en Navidad, pero la venida a nuestro interior del Espíritu Santo en todo momento no solemos prepararla con la misma ilusión. Sin embargo, Jesús insiste en que la preparemos: “Velad”, y san Pablo, en el premio: «El atleta se priva de todo por una corona que se marchita; nosotros, por una incorruptible » (1Co 9, 25).

El premio, la felicidad la gana el hombre con sus acciones buenas. Si la felicidad eterna del ser humano no dependiera del trabajo en este mundo, habría que confesar que el cristianismo es “el opio del pueblo” (Karl Marx). Sin embargo, la sociedad cree cada vez más que un Paraíso, una vida en el más allá es una quimera y hay que disfrutar de la vida en esta tierra. Para ganar unos años de vida se ha disfrazado de penitente y nos invita a controlar la comida y la bebida. La salud desempe­ña en nuestra sociedad el papel que entre los creyentes desempeña la virtud; sólo que, mientras el hombre virtuoso espera la eternidad, otros se conforman con la calderilla de unos años más de vida.

La felicidad está en nuestro corazón, en esa sensación de paz y contento que nos embarga, cuando sentimos que nada nos falta y sabemos que nunca nos faltará. Aunque el dinero sea necesario para un mínimo de bienestar, no siempre da la felicidad. Lo atestigua la gente adinerada que no es feliz. Tampoco la da el prestigio, aunque sentir que los demás no nos valoran y nos consideran inútiles, nos haga infelices. ¡Cuántos famosos y famosas han desaparecido trágicamente, porque ya no esperaban nada de esta vida! Tampoco da la felicidad tener amigos fieles, porque sentimos con qué facilidad se pierden las amistades. Jesús sí es el amigo que nunca engaña ni traiciona.

Es falsa la acusación de que los cristianos menosprecian los asuntos terrenos. El Concilio Vaticano II dio una respuesta adecuada al desafío de buscar el bienestar también en la tierra. “Los cristianos, en marcha hacia la ciudad celestial, tienen que buscar y saborear las cosas de allí arriba; esto sin embargo no disminuye, sino que aumenta la importancia de su deber de colaborar con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano” (GS 57).  El Concilio dirigió un Mensaje al mundo, aclarando que la tarea de evangelizar no exime de trabajar por el progreso material en esta vida.

San Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac confirmaron con sus fundaciones que no hay cielo, si no se busca en la tierra una solución a los problemas de los pobres. Y para hacerlos felices fundaron las Caridades (AIC), a los Misioneros Paúles y a las Hijas de la Caridad. Y el beato Federico Ozanam con seis compañeros organizó en la SSVP a los hombres que quisieran ser cristianos activos en favor de los pobres.

Porque también nosotros podemos dar la felicidad al que se siente despreciado o solo, si ve que le valoramos y somos un amigo. San Vicente de Paúl decía que vivimos entre el temor y la esperanza, y animaba a quitar el temor por medio de la esperanza que produce la confianza, y así esperanza y confianza son casi lo mismo. Porque tenían esperanza activa, san Vicente, santa Luisa y el beato Ozanam se embarcaron en empresas que parecían irrealizables. Cuando somos pasivos no hay esperanza, sino espera, convirtiéndonos en unos viajeros sentados en un apeadero, por si para algún tren. Un vicenciano no espera que Dios omnipotente remedie los problemas por sí solo o que los solucionen otros; él es el responsable de remediarlos. La esperanza es realista. Jesús actúa en el mundo de los pobres con el esfuerzo de nuestros brazos y el sudor de nuestro rostro, decía san Vicente, y añadía, “solamente esa esperanza me da un enorme consuelo. Esto es lo que Dios hace de ordinario: primero divide y luego junta, separa y luego acerca, quita y después devuelve; en fin, destruye y restablece” (VI, 509). Y advertía a las Hermanas: “Una hija de la Caridad que no tenga esta confianza no sé para qué puede servir. Apenas sienta algo que le cueste, le parecerá todo perdido… ¿Por qué? Porque no confía en la Providencia” (IX, 1052s).

La desilusión amenaza a las Hijas de la Caridad, si no quedan satisfechas las cinco necesidades vitales que continuamente buscamos, según Erich Fromm: sentirse querida y segura, sentirse valorada y útil, lograr la identidad de ser una misma y encontrar sentido a la vida. Cuando una Hermana no se siente amada o valorada, cuando no encuentra sentido a su vocación, cuando ve la escasez y la edad de las Hermanas y que no recibe refuerzos ante la oleada de inmigrantes, necesita asirse a la esperanza que le da la presencia del Espíritu de Jesús: Si alguno me ama, el Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él. Cuando una mujer se ofrece a Dios para servirle en los pobres, él la acepta y la convierte en esperanza de los necesitados para que no desesperen si se dan cuenta que han perdido el tren del bienestar y están en un apeadero donde no para ningún tren. Y acuden a las Hijas de la Caridad con la esperanza de que detengan el tren y les ayuden a subir.

Benito Martínez., C.M.

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