Si la espiritualidad es trinitaria debemos empezar por ver la relación que existe entre el hombre espiritual y el Padre, primera Persona de la Trinidad. Para dar a la Trinidad el culto infinito que merece, la Segunda Persona se hace hombre y crea el universo con el planeta tierra donde pueda vivir como hombre una Persona divina en dos naturalezas, la divina y la humana. Los seres creados son una participación del Ser divino y permanecen en la existencia porque el Ser de Dios se conserva en ellos, y si un día el hombre se aparta de Dios, se convierte en nada, como la llama separada del fuego. Entusiasma la frase sencilla y profunda que escribió Luisa de Marillac: “Que en el único ser verdadero de Dios está la esencia de todos los demás seres que ha creado por su bondad” (E 86). Y en unos Ejercicios la hace parte de su vida: “Considerándome que soy de Dios por su ser y por la creación, que son los dos fundamentos de mi pertenen-cia, me he visto pertenecerle también por la conservación que es el sostén de mi ser y como una creación continua. Y me he interrogado ¿qué pretendía entonces hacer con el pensamiento de entregarme a él?” (E 98).
Dios mantiene en la existencia al ser humano, y, si el que da el ser a otro es su padre, Dios en nuestro Padre; y si es Padre de todos los hombres, todos los hombres somos hermanos; entonces ¿quién se atreve a marginar a un hombre por desarrapado que se presente o pobre que sea o cometa maldades si en él está Dios? La terrible y mayor indignidad del pecador, meditaba santa Luisa, es que obliga a Dios a actuar con él en su maldad, “en cierto modo hace contribuir a Dios en sus iniquidades” (E 10). Más que un Padre, debiéramos decir que Dios es una Madre y el universo es su seno; fuera del seno de la Madre-Dios está la nada, por eso sus hijos nunca salen del seno divino.
El deseo ardiente de permanecer en la vida, es una característica del hombre. Luisa de Marillac piensa que el pecado de Adán consistió en “querer eternizarse en la tierra contra los designios de Dios” (E 58). No es que Dios desee que el hombre sea aniquilado, ni aún el pecador. Eso no va con un Padre Dios que le ha dado la existencia para “ser poseído enteramente por él”, y ser “su único poseedor” (E 10).
Cristo, por él y para él deposita la vida del hombre en la tierra. Cuando creó el universo lo creó programado para que brotara la vida humana de la que él participaría. La Hija de la Caridad experimenta la vida como un regalo del Creador. Su vida no ha sido fruto del capricho o del azar, sino un milagro irrepetible, pues antes que ella nacie-ra no existió otra “ella” ni existirá en el futuro. Realizará su vida, o mejor, colaborará. Quien la realiza es el Espíritu Santo como ejecutor principal y ella colabora como actor secundario. Pero ser actor, aunque sea secundario, compromete a conocer el plan del Padre sobre la vida que le ha dado y el papel que ella debe desempeñar. Asumir su papel en el plan de su Padre Dios y ejecutarlo constituye su vocación. La vida del pobre es la vida que Dios Padre les ha encomendado proteger a las Hijas de la Caridad.
Ante esta situación es muy conveniente hacerse varias preguntas, como se las hicieron los obispos de Euskal Herria en la carta de cuaresma de 1992: “¿tiene sentido entregar tu vida por la vida despreciada de los pobres? La entrega de tu vida ¿qué puede aportar hoy a la vida maltratada de los pobres? ¿Puede orientar su vida? Preguntas que llevan a otra más comprometedora: ¿cómo promover desde la comunidad un estilo de vida entendido como experiencia liberadora de la vida de los pobres?”
La sociedad presenta una postura malsana ante la vida humana que el Padre Dios ha puesto en la tierra, la de minusvalorarla o equipararla ante la de los animales. En muchos lugares la vida humana no vale mucho más que la vida de un animal. Las gue-rras, atentados y asesinatos no impresionan ya como noticia estremecedora. La realidad sobrepasa a la imaginación, cuando se conocen genocidios, no sólo en países del tercer mundo, sino también del mundo occidental y lleva a interrogarnos ¿qué Padre es Dios que trae hijos a la tierra sabiendo que serán martirizados y sacrificados? Hoy se ama las comodidades que acompañan a la vida, el bienestar y la abundancia, y se desprecia la vida que no alcanza un nivel de calidad. Por lo contrario, las Hijas de la Caridad sacrifican todas sus comodidades y hasta su felicidad material para que los pobres tengan vida, pues el mero hecho de vivir tiene la calidad divina de ser hijo de Dios Padre que les dará el cielo como morada permanente.
Hay hombres que se sienten vacíos, destruidos, sin motivos para vivir y sin creer que Dios sea Padre suyo. Son huérfanos que sienten el rechazo de la vida y el mundo se ha acostumbrado tenerlos sin compadecerse. Hay también cristianos que disocian la vida de fe que viene del Padre de las exigencias diarias que acompañan a la vida material. Parece que llevan dos vidas como dos trajes de vestir, el que les da el Padre para los domingos y el vestido diario que les da la sociedad. Las Hijas de la Caridad con su vida enseñan que la vida es única y que disociarla es no comprender que los dos aspectos no son sino dos caras de la misma persona, que una completa a la otra como las dos manos, los dos pies o los dos ojos, y dan a la vida el doble servicio corporal y espiritual.
Dios Padre y también Madre han dado la vida a los hombres para que vivan eternamente felices a su lado. Viene a ser como una exigencia de la naturaleza divina el reclamar la vuelta de los seres a la matriz divina. Es un requerimiento para después de la muerte, pero también es una invitación a vivir la vida del Padre, mientras permanecen en la tierra. Dios podría haber convertido en instinto humano esta tendencia a la unión divina, pero ha preferido que fuera voluntaria, y si como Padre quiere atraerlos a él, pide que ellos, como hijos, voluntariamente acudan a su amor. Es la vida espiritual. Luisa de Marillac se hizo santa llevándola a la oración. Unas veces lo medita de una manera sencilla: “La santa Trinidad en la unidad de su esencia me ha creado solo para ella y, amándome desde toda la eternidad, ha visto que yo no podía ser ni subsistir fuera de Dios, el cual, siendo mi principio y único origen, también quiere y debe ser mi fin”, y concluye que Dios ha creado todas las cosas para que ayuden a buscarle a él (E 11). Otras veces lo medita para sacar “un motivo mayor para amarle y conocer el amor que él nos tiene” o para ser “voluntariamente suya y evitar todas las circunstancias que se lo pudieran impedir” (E 10). Y así llegó a la unión más entrañable con Dios su Padre.
Si Dios es Padre del hombre, no puede dejar de amarlo, esté donde esté y aunque sea pecador. Santa Luisa lo meditaba: “El amor que Dios tiene a nuestras almas procede del conocimiento que tiene de la excelencia del ser que les ha dado y que participa del suyo; conocimiento que nos puede hacer conocer su grandeza, al ser un acto fuera de Dios igual, en cierto modo, al que produjo en sí mismo engendrando a la segunda persona de su divinidad” (E 88). Desde san Agustín a Rahner, ha estado presente en los teólogos que Dios es más interior al hombre que el mismo hombre. Pero santa Luisa va más lejos y concluye que también Jesucristo es nuestro Padre. El argumento es indiscutible. “Siendo el bautismo un nacimiento espiritual, se desprende que aquel en quien hemos sido bautizados es nuestro Padre y que como buenos hijos debemos parecernos a él, ya que bautizados en la muerte de Jesucristo, toda nuestra vida debe ser una muerte continua. Por consiguiente, sería muy perjudicial al alma vivir rodeada de delicias, teniendo en cuenta además que esa muerte en la que hemos sido bautizados ha sido causada por el amor que Nuestro Señor tiene por nosotros desde toda la eternidad, y una muerte anticipada por tener un cuerpo vigoroso y en plena salud” (E 69).
P. Benito Martínez CM
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