El silencio de Dios

por | Jun 27, 2021 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 1 comentario

La familia, la sociedad son una barca navegando por el mar y la epidemia del coronavirus es una galerna que nos asunta, creyendo que en cualquier momento se puede hundir la nave y a Jesús le vemos dormido en popa. Abrirse hacia el futuro envueltos en esta epidemia supone audacia peligrosa. Sin embargo, Jesús invita a los discípulos a subir a la barca y pasar a la otra orilla. En medio de esta epidemia buscamos algún remedio para vencerla. Hemos encontrado una vacuna y la oración. Pero, si la oración es floja, nos parecerá que Jesús está dormido. Los discípulos solo ven a un hombre que duerme, porque su fe era débil. Sin oración nadie reconoce que el Espíritu de Jesús habita despierto en el interior humano. Los discípulos le despiertan, pero el miedo les impide confiar en él. Solo ven el peligro. Le reprochan su indiferencia: ¿ya no se preocupa de ellos? Es la pregunta que nos brota en momentos de confinamiento. Que suba Jesús a la barca no garantiza la tranquilidad de la navegación.

Jesús nunca está dormido, aunque no le sintamos, pero nosotros queremos que actúe de inmediato y destruya la pandemia, esperamos a un Dios que escuche siempre a quienes creen en él, y la fe se desazona ante el silencio de Dios. Acudimos a Dios pidiéndole que nos libre del coronavirus. ¿Es mucho pedir? Pero la lógica de Dios no se parece a la lógica humana. En el siglo XXI Dios quiere que le asumamos con la fe que da confianza y quita el miedo, obligándonos a responder a dos preguntas: ¿Por qué tenéis miedo? ¿No tenéis fe capaz de vencer el coronavirus?

Porque la solución al conflicto entre nuestras peticiones y el silencio de Dios está en la fe: confiar en Dios que nos ama y quiere lo mejor para nosotros. También Jesús experimentó que su divinidad dejaba sola a su humanidad en la cruz. Y él mismo, durante su ministerio, enseñaba que la vida debe vivirse en la fe, ocultando su divinidad para que la aceptaran solo por la fe. Quería enseñarnos a creer en el amor del Padre que nos ha creado para ser felices y hacer felices a los demás. Sumergidos en la vida y atenazados por el miedo, nos sentimos débiles. La historia de los discípulos en medio de una tempestad ilumina nuestra situación actual.

Jesús habla de la fe que puede apagar el miedo, nos dice que el miedo agiganta los problemas y despierta la añoranza de una situación del pasado más tranquila, cuando veíamos a Dios en todo; el miedo nos lleva a culpabilizar al mundo de todos los males, nos hace perder el control, ahoga la alegría y lleva a que cada uno resuelva sus problemas y busque salvarse él, olvidando que los demás también están en peligro. Tenemos que quitarnos el miedo unos a otros y a los pobres, convenciéndoles de que Jesús siempre está despierto. Contrastar sus dudas y sus miedos nos obliga a penetrar dentro de nosotros y a preguntarnos: ¿Tengo suficiente fe para creer que Dios está conmigo y es capaz de dominar el coronavirus? Y debemos responder.

Si la fe significa confianza, lo contrario es el miedo que nos lleva a olvidar que somos miembros de Jesús. El que tiene fe, no teme remar mar adentro, el que no tiene fe, empieza a gritar, privado de lo único que puede convencerle de que la barca de Jesús, no puede naufragar. El que tiene fe confía en el misterioso silencio de Dios que nos quita el miedo, y es entonces, cuando experimentamos que “hasta la pandemia nos obedece”.

El miedo se apodera de todos, pero Jesús “estaba en popa, durmiendo sobre un cabezal. Le despiertan y le dicen: ¿Maestro, no te importa que perezcamos?” El evangelio opone intencionadamente el sueño sereno y relajado de Jesús a la angustia y el temor de los discípulos. Su sueño es el de quien reposa en el seno de Dios; ese sueño del que santa Teresa dice: “nada te turbe, nada te espante”, al que está con Dios, nada le falta. Jesús confiando en el proyecto de su Padre, no tuvo miedo a morir. Lo cual no quiere decir que él no pasase por situaciones de miedo, pero el miedo no llegó a paralizarle para continuar la misión que su Padre le había encomendado.

Ante las voces de los discípulos Jesús “se levantó” e increpó al viento: “Calla”. La presencia de Jesús derrota las fuerzas del mal, que creían que podían engullirlo. Y a este imperativo le sigue otro: “¡Cálmate!”. En realidad, este imperativo hoy se dirige a los que estamos con él en la barca. Rodeados de contagiados hay que calmarse, aunque sea difícil. Y se “hizo una gran calma”. Se trata de una calma que pone el Señor, pero que la logramos nosotros con el esfuerzo cuando trabajamos sin miedo, confiando en él. Si los discípulos están confusos, atemorizados es porque aún no tenían claro quién era Jesús. Cuando olvidamos el poder divino, Jesús nos pregunta: ¿Por qué no tenéis fe?

P. Benito Martínez, CM

Etiquetas: coronavirus

1 comentario

  1. Luis Manteiga Pousa

    Dios está en silencio…o no lo sabemos escuchar.

    Responder

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