Una presencia constante (Sal 128; Romanos 8,35-39)

por | Nov 21, 2020 | Formación, Reflexiones, Thomas McKenna | 0 comentarios

Hace muchos años, como cadete del Cuerpo de Capacitación de Oficiales de la Reserva, en la universidad, fui instruido sobre una cierta cualidad considerada muy deseable en un oficial militar. Se llamaba «presencia de mando» y se refería no a las barras de tu hombro sino a tu porte completo, tu forma de estar presente. Una persona así provoca respeto, te hace prestar atención (estar de pie en atención), reacciona como si hubiera alguien importante en la habitación.

Traigo acá este término porque me ha ayudado a entender cierta frase desconcertante de las Escrituras: «Temor al Señor». Entre muchos otros lugares, la escuchamos en el Salmo 128, «Bienaventurado el que teme al Señor». A primera vista, puede connotar terror, encogiéndose ante la presencia de un tirano, asustado y queriendo retroceder. Pero el sentido bíblico es mucho más positivo con su connotación de «reverencia», dándose cuenta de que estoy en presencia de la grandeza, la solidez, la bondad indecible. «Dios» no es una palabra más, sino la designación de la realidad desbordante que está en el corazón de todo. Es una palabra que nos hace inclinarnos ante algo insondable: no importa cuánto profundices, siempre hay más y más profundidad. Es una presencia que no sólo ordena respeto, sino también alabanza y adoración —y, en la persona de Jesús, gratitud eterna por la vida que derrama en amor por nosotros.

Dada esta postura reverencial, sería esperable que la mayoría de las realidades que relacionamos con Dios reciban un respeto y una credibilidad análogos. Cosas como el tabernáculo en el altar, que contiene el cuerpo y la sangre de Nuestro Señor… no sólo una presencia de mando, sino lo que conocemos como «la presencia real». Y se presume que lo mismo es cierto para la Iglesia mundial en sí, dándole el beneficio de la duda como sólida, confiable y fidedigna.

Pero como la historia de la Iglesia nos dice triste y trágicamente, esa presunción a menudo no se ha mantenido. Ha habido momentos en los que el pecado, más que la gracia, ha salido a la superficie y ha puesto a prueba la confianza de los fieles.

Desgraciadamente, vivimos en uno de esos tiempos. El escándalo del abuso por parte del clero ha sido un golpe a esta presunción de respeto por la Iglesia, particularmente con el reciente informe sobre el ex cardenal, Theodore McCarrick, y los altos cargos de la Iglesia que no actuaron con la información sobre su comportamiento censurable. Detrás de la palabra «escándalo» se encuentra la imagen de una piedra medio oculta en el camino que hace tropezar a un viajero. Esos tropiezos y caídas son lo que muchos, hoy día, especialmente las víctimas del abuso, están sintiendo. ¿Cómo pueden los creyentes comenzar a levantarse de nuevo y reconstruir el respeto por la Iglesia?

Ciertamente, poner excusas no ayuda, cosas como citar el mismo tipo de cosas que ocurren en otras organizaciones. Tampoco se quita el dolor con las muchas nuevas salvaguardias adoptadas, por ejemplo, poner a hombres y mujeres laicos en las juntas de revisión del clero y hacer que los obispos sean más responsables. Esta ha sido una traición de grandes proporciones y sus efectos durarán por lo menos una generación. ¿A dónde acudir para recuperar parte de esa confianza perdida?

Un lugar para empezar es en la misma fundación de la Iglesia. Una parte de eso es nuestra membresía de la Iglesia, no un solo creyente sino la totalidad de sus miembros, santos y pecadores. Esto incluiría no sólo a su liderazgo sino a los millones de personas que adoran de forma fiable y que, junto con los de nuestra Familia Vicenciana, llegan a los más pequeños de las hermanas y hermanos. Nuestro Cuerpo de la Iglesia, tomado como un todo y unido místicamente al Cuerpo de Cristo, es un pilar para ese edificio.

Una roca aún más firme sobre la cual mantenerse sabemos que es el mismo Señor Jesús, presente entre nosotros ahora mismo en su Espíritu. Muy pocos han tocado esta roca más expresivamente que san Pablo, quien en un tiempo de crisis envía esta carta a la Iglesia en, de todos los lugares, Roma: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.» Rom 8,35,38-39

Pablo siente y se apoya en esta presencia, esta Presencia «Real». Depende de esta cercanía fortalecedora y envolvente que conocemos como el amor de Dios por nosotros y por la Iglesia de Dios. Y con su conciencia personal de tantas de estas fuerzas amenazantes, Pablo no obstante nos llama a todos a «seguir adelante» con nuestra confianza en la cercanía divina, nuestra confianza en la presencia amorosa y sanadora de Dios para nosotros, nuestra Madre y Padre, la Iglesia.

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