Todos estos días los medios de comunicación nos atiborran de noticias sobre el coronavirus. Y pienso que es un aguijón a la Familia Vicenciana para que dé una respuesta a esta epidemia, como la están dando muchas instituciones civiles y religiosas y muchos seglares, aún ateos.
Ignorar la velocidad con que se propaga este virus supondría vivir con los ojos vendados. Hay que tenerlo en cuenta, pero no para tomar una postura pesimista de que las distintas ramas de la Familia Vicentina no pueden hacer nada, que solo los gobiernos pueden solucionarlo. Antes de hacer tal afirmación debieran examinar para qué han sido fundadas las distintas ramas. No realizarlo es hacer unas instituciones teóricas, sin existencia apropiada para las necesidades de los pobres de cada momento ni significativa para las nuevas generaciones. Pero supuesta la obligación de acatar la cuarentena que impone el estado de alarma ¿es posible que algunos vicentinos se ofrezcan a las autoridades civiles como voluntarios con el peligro de morir sirviendo a esos pobres enfermos? Yo no lo sé; cada uno lo sabe mejor que yo, llevando como lleva una vida de entrega a Jesús en los pobres que a mí me admira. Pero los misioneros paúles, las Hijas de la Caridad, los miembros de la AIC y de la SSVP que no estén impedidos por enfermedad o vejez y no tengan a su cargo cónyuge, padres o hijos ¿en esta epidemia cómo pueden sacrificarse en favor de los pobres enfermos?
No se trata de hacer todos lo mismo, pues las personas, las epidemias y los lugares son diferentes. Se trata de asumir la misma inspiración para seguir a Cristo, continuar su vida y participar en su misión de servir a los pobres, como dice san Vicente: “Si se pregunta a nuestro Señor ¿qué has venido a hacer en la tierra? Asistir a los pobres… ¿otra cosa? Asistir a los pobres” (XI, 34). No hay que preguntarse ¿qué hicieron los fundadores?, que acaso no valga. Ni tampoco, ¿qué harían ahora?, que nunca lo sabremos, sino, el Espíritu que nos legaron ¿qué dice que hagamos nosotros ahora en esta epidemia?
Esa pregunta se la ha hecho un sacerdote italiano y dio su respuesta. La prensa italiana ha difundido la historia del sacerdote Giuseppe Berardelli de 72 años, párroco de Casnigo, en Lombardía, una de las regiones más castigadas por la pandemia. Había dado positivo en la prueba de Covid-19 y cuando ingresó en el hospital, sus feligreses que le veneraban le compraron un respirador. Pero el sacerdote vio que otro paciente más joven, al cual no conocía, también lo necesitaba y se lo donó.
Ante el coronavirus la Familia Vicentina necesita energías, pues se ha producido una situación que estremece, y a la que tienen que hacer frente la AIC, la Congregación de la Misión, las Hijas de la Caridad y la SSVP que no estén impedidos.
La Iglesia estaba en profunda crisis de identidad, hundida en escándalos y sin horizontes para las jóvenes generaciones, pero ha conseguido encontrar un líder mundial. El papa Francisco se ha convertido en el personaje más admirado del planeta. Con un puñado de gestos simbólicos, ha logrado una auténtica revolución religiosa y política que empieza a resonar más allá de la misma Iglesia.
Recuperar el espíritu de entrega a Jesucristo en esos enfermos
Si los vicencianos quieren realizar su misión de ayudar a los enfermos tienen que emplear las técnicas, las medicinas y las vacunas que se descubran, pero es esencial ir revestidos del Espíritu de Jesucristo. Revestirse del Espíritu de Jesús es sentir como él, compadecerse de los que sufren como él, y preguntar al Hijo de Dios, lo que san Vicente aconsejaba preguntarse al joven P. Durand: “Señor, si tú estuvieras en mi lugar, ¿qué harías en esta ocasión?” Sin revestirse del espíritu de Cristo, no se puede mirar a los contagiados con humildad, tolerando su amargura, con sencillez, tratándolos sin engaño, con mansedumbre, hablándoles con dulzura y sacrificados de corazón, como les hablaba Jesús.
Si durante esta pandemia los miembros de las distintas ramas de la Familia Vicenciana no nos revestimos del Espíritu vicenciano capaz de afrontar con valentía las exigencias radicales que grita la gente, corremos el riesgo de alejarnos del carisma que el Espíritu Santo nos ha dado. Hay que volver a lo esencial, a lo que vivieron y contagiaron san Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y el beato Federico Ozanam con sus seis compañeros: enraizarse en Jesucristo para afrontar con audacia una epidemia que puede matar la esperanza de los enfermos pobres. Esta epidemia pide odres nuevos. Lo primero que se aprende de Jesús no es doctrina, sino la manera de amar, de confiar en el Padre, de preocuparse por los enfermos.
No sabemos cuándo ni cómo ni por qué caminos actuará Dios para liberarnos de esta pandemia; lo que no podemos hacer es mirar al futuro sólo desde nuestros cálculos y previsiones. La esperanza está sólo en Dios y en escuchar al Espíritu de Jesucristo que se expresa también a través de las circunstancias ocasionales. Hay que preguntarse cómo vemos la epidemia y qué podemos hacer, y preguntar a la gente qué espera de nosotros, aunque exija respuestas duras. Y si vemos que hemos escogido un camino confundido, es posible volver al verdadero, y si no escuchamos la voz del Espíritu Santo en las respuestas, la gente no creerá el anuncio que hacemos del evangelio.
Es maravilloso recibir el premio Príncipe de Asturias por una labor que hicieron las Hijas de la Caridad, pero es peligroso no preguntarse qué pide el Espíritu de Jesús en esta plaga y cómo quiere que se actuemos. Es peligroso creer que Dios tiene que actuar en esta epidemia ajustándose a los caminos que le trace la Familia Vicenciana sin revisar si están viciados por la rutina. Dios ha fundado las diversas ramas de la Familia, sabiendo que muchos vicentinos se quemarían en la labor, pero Jesús dijo que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no será fecundo. El Papa Francisco nos envía a manchar los pies con el barro “de las periferias del mundo”. La periferia hoy día se encuentra donde están los contagiados de coronavirus.
La bondad de Dios Padre y el mal de los hombres
Nadie encuentra explicación a esta epidemia, sólo la fe da luz para vislumbrar una solución. Dios ni envía ni quiere esta epidemia. Jesús no se cansó de repetir que Dios es un Padre repleto de bondad. No sólo aconseja llamarle Padre en la oración del Padrenuestro, sino que él mismo se dirige a Dios como a su Padre. Hay un momento crucial, tremendo en su vida que nos interroga sobre la bondad de este Padre. Es al final de su vida, cuando en el Huerto de los Olivos acude al Padre para que lo libre de la Pasión y aparentemente el Padre no lo escucha.
Hoy como entonces, muchos hombres atacados por el coronavirus piden a Dios su Padre que los libre de esa enfermedad. Pero, humanamente hablando, todo sigue igual y parece que el Padre no viene en su ayuda. ¿Qué Padre es entonces ese Dios? O no es Dios o no es Padre, porque Dios es todopoderoso y los padres son todo amor.
Ante el mal aparece la debilidad de Dios, es impotente para destruir el mal y la pobreza. Dios ha creado el mejor mundo posible, pero si es creado encierra finitud. Ha creado el mejor hombre posible, libre para usar su libertad para el bien y el mal. El llamado pecado original expone la realidad de que el hombre encierra en su misma naturaleza la inclinación al pecado. Dios envió a su Hijo a anunciar y dar las directrices para que los hombres pongan en la tierra un Reinado de paz, por medio de la justicia y del amor. Es la misión a la que nos comprometemos con la fuerza del Espíritu Santo.
Dios Padre no puede evitar que el coronavirus invada el mundo, porque a este mundo le ha dado leyes inmutables para que exista un mínimo de progreso. O no hay mundo o ese mundo tiene que ser imperfecto y caduco. Sería un absurdo hablar de creación y admitir, al mismo tiempo, que esa creación sea perfecta, pues sería otro Dios. Dios no puede cambiar, sin más, las leyes de la creación para que la pandemia no se extienda. Si el mundo sigue su curso natural y las leyes físicas son inamovibles, pueden venir epidemias y extenderse según esas leyes. Dios Padre “no puede evitarlo”, pues, en cuanto creador, sostiene las leyes que rigen la creación, y sostenerlas y anularlas encierra un contrasentido. Ya “no podrá interrumpir la dinámica que ha introducido en la creación ni interferir en los procesos que en ella ha desencadenado, so pena de abdicar de su condición de creador” (Armendariz).
Si el hombre no puede librarse de los males de este mundo ni con la oración ¿vale la pena haber creado este mundo? A pesar de infinidad de humanos que han contraído la enfermedad, la respuesta es que, si Dios lo ha creado, sí vale la pena, y puesto que Dios no necesita nada, ni el mundo le añade beneficios, se sigue que lo ha creado por amor a los hombres, porque la existencia tiene valores incuestionables en sí misma y la vida del hombre encierra ya en esta tierra la semilla de la felicidad eterna. Esa felicidad imperecedera bien vale la existencia del hombre en este mundo, aunque existan los sufrimientos.
Quitar la aflicción del mundo, es imposible aún para Dios, pero sí puede quitar un sufrimiento concreto a una persona determinada, a no ser que neguemos los milagros de Jesús y suprimamos las oraciones de intercesión. ¿Por qué Dios no escucha cuando le pedimos que quite la epidemia o, más concreto, cuando un enfermo le pide que le cure? Dios es todopoderoso, de lo contrario no sería Dios, y es también Padre lleno de amor, y escandaliza que en este caso concreto no venga en ayuda de un hijo enfermo de coronavirus que invoca al Padre que tiene poder para curarlo. Eso no sucede ni entre los padres humanos. ¿Qué Padre Dios es ese?
Hay que responder que Dios siempre escucha y responde. Unas veces es el consuelo, otras el Espíritu de Dios ilumina para no desesperar y encontrar caminos de solución, y anima la voluntad para superar o sobrellevar el mal. El Espíritu Santo actúa, sin romper la libertad, en la mente y en la voluntad, en bien de los hombres. Dios no es un mecanismo que responde forzosamente al botón que presione cada hombre según las circunstancias. No se puede hacer del hombre un dios y a Dios un criado o un instrumento eficaz del hombre dios.
La Sagrada Escritura cuenta las desgracias, derrotas, cautiverio, catástrofes del pueblo elegido por Dios y que éste no atajó. También Jesús habla de gente inocente aplastada por el derrumbamiento de la Torre de Siloé y de unos galileos mandados matar por Pilatos y su sangre mezclada con la de las víctimas del sacrificio. Más tarde anunciará el cerco de Jerusalén y la destrucción del Templo. Pero también habla de intervenciones divinas, signos o milagros en favor de toda clase de personas. En un momento en que presenta a los discípulos el programa de vida cristiana, afirma: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!” (Mt 7, 7-11). San Lucas dice: ¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!” (Lc 11, 13). Y en otro momento trascendental, la víspera de morir, Jesús dice a los apóstoles: “lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis” (Jn 16, 24).
La fe de cada persona
Dios concede todo lo que se le pide, pero Jesús pone una condición, exige la fe. Sin fe nada, con fe todo: al centurión: “Anda que te suceda como has creído” (Mt 8, 13), en la tempestad calmada: “Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe” (8, 26); a la hemorroisa: “Animo, hija, tu fe te ha salvado” (9, 22); a los dos ciegos: “¿Creéis que puedo hacer esto?” (9, 28); en Nazaret: “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe” (13, 58); a Pedro hundiéndose en el lago: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (14, 31); a la cananea: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas” (15, 28). Mientras sucedía la Transfiguración, los discípulos no pudieron curar al epiléptico y Jesús les señala la causa: “Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí a allá’, y se desplazará, y nada os será imposible” (16, 21).
Dios Padre ha entregado a los hombres la tierra, como una herencia, para que la cultiven, la conserven y la engrandezcan. El hombre sí está capacitado para enderezar, corregir o controlar las leyes naturales en bien de la humanidad. Al hombre no sólo se le permite luchar contra el coronavirus, sino que tiene obligación de buscar remedios.
El cristianismo no es una religión únicamente para alcanzar la felicidad en la gloria, también lo es para vivir dichosos en la tierra. Jesús ha indicado el camino y el modo de lograrlo por el Espíritu Santo que mora en el hombre y actúa a través de los hombres. Los brazos del Espíritu son los brazos de los hombres en los que reside. Infinidad de veces el hombre no puede destruir una situación dolorosa y tiene que acudir al poder de Dios. Es el hombre de fe el que puede salvar a sus hermanos de esta pandemia. “Tanto pudo la fe de las hermanas [de Lázaro] que sacó al muerto de las fauces del sepulcro” (S. Cirilo de Jerusalén).
La fe no podrá destruir el mal general ni el sufrimiento universal y es impotente para cambiar el curso intrínseco de las leyes por las que se rige la naturaleza. No se trata de pedir lo imposible, se trata del poder de la fe en un caso individual, como esta epidemia que estamos sufriendo, pues el Espíritu Santo puede iluminar las mentes de los científicos para que encuentren la vacuna o los remedios.
Lo difícil es tener esa fe capaz de mover las montañas. Una fe que no sólo convence de la posibilidad, sino que siente la certeza de suprimir el virus en esta ocasión. Estos dos aspectos de la fe fueron examinados por san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV: “Aunque la fe por el nombre es una sola, en realidad es de dos clases. Un género de fe es aquel que pertenece creer los dogmas… Otro género de fe es aquella que Cristo concede en lugar de algunas gracias… Mas esta fe que se da en lugar de algunas gracias, no sólo es una fe dogmática sino también una fe capaz de hacer cosas que exceden las fuerzas humanas. Pues el que tuviese una fe semejante podría decir a este monte: “vete de aquí al otro lado, y se iría”. Y el que guiado por esta fe dijese eso mismo, confiado en que se hará y sin dudar, entonces recibe, como una gracia, esta clase de fe… El alma, en la medida de lo posible, iluminada por la fe, mira a Dios cara a cara… Adquiere, pues, la fe que depende de ti y te lleva hasta el Señor para que él te dé esta otra que tiene poder sobre todas las fuerzas humanas” (Catequesis 5ª, n. 10-11)
Santa Luisa de Marillac cuenta cómo vivió esta fe, acaso sin comprenderla. Tenía 39 años. Era el día en que Dios quería desposarse con ella. Escogida para los pobres, Dios quería celebrar el desposorio entre los pobres, y la mandó viajar hasta ellos. Pero ella se sentía enferma y débil, y anota en un diario: “En la santa comunión de ese día me sentí presionada para hacer un acto de fe, y este sentimiento me duró mucho tiempo, pareciéndome que Dios me daría la salud, con tal de que yo creyese que él podía, contra toda apariencia, darme fuerza, y que él lo haría, acordándome a menudo de la fe que hizo caminar a san Pedro sobre las aguas” (E 16).
La fe llega a su plenitud cuando está animada por la caridad. Es el mensaje que dejó Jesús con su muerte. El amor a la humanidad le impedía librarse de la muerte. Podía haberse librado y hasta manifestó su deseo, pero sometido a la voluntad del Padre. Su muerte estaba unida a la resurrección suya y de la humanidad. El coronavirus parece ser la pasión y muerte, vencerlo es resucitar.
P. Benito Martínez, CM
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