La muerte del Hijo y la soledad
Con exquisito realismo describe Lope de Vega la soledad de la Virgen María:
“Sin esposo, porque estaba José
de la muerte preso;
sin Padre, porque se esconde;
sin Hijo, porque está muerto;
sin luz, porque llora el sol;
sin voz, porque muere el Verbo;
sin alma, ausente la suya;
sin cuerpo, enterrado el cuerpo;
sin tierra, que todo es sangre;
sin aire, que todo es fuego;
sin fuego, que todo es agua;
sin agua, que todo es hielo”.
Cuando desaparece de la vida alguien a quien hemos amado o que ocupaba un espacio agradable en nuestra vida, nos invade una sensación de soledad, un vacío que nos sume en la tristeza. Y, si ocupaba una parte importante de nuestra vida, nos vemos perdidos y sin las referencias en las que nos apoyábamos para afrontar las dificultades. Somos seres sociales que necesitamos de los demás para cubrir la necesidad de afecto.
También María era una mujer humana. Cuando perdió a su Hijo en Jerusalén sufrió el miedo y cuando su Hijo se despidió de ella sintió la soledad. Pero aquel sábado era distinto. Entonces sabía que lo encontraría. Ahora no, ahora sabe que ha muerto, que le han enterrado, que ya nunca más le verá sobre la tierra. San Juan le dará todo, no le faltará nada, pero no le devolverá a su Hijo. Aunque la fe le decía que su Hijo resucitaría, aquel sábado la fe era oscura y negra, se llamaba soledad. Por eso a la Virgen de la soledad se la pinta al pie de una cruz vacía, sin nada. ¡Qué día tan solitario aquel sábado antes de la resurrección! Es la soledad que deja la muerte del último ser querido que quedaba a nuestro lado. Pero la fe, la confianza y el amor de María se cobijaron en la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando supo esperar la mayor alegría de su vida, la de recuperar para siempre al Hijo resucitado.
Seguramente era necesario que María sufriera la soledad para que fuera modelo y Madre de tantos hombres de esta época que viven la soledad. La soledad que nos deja una persona que se aleja de nosotros a veces es irreemplazable pero nunca es irreparable. Ese hueco quedará ahí, pero, si, al sentir la tristeza, nos proponemos superarla a base de confianza en nosotros mismos y en María, podremos reunir fuerzas para establecer nuevas relaciones que cubran parcialmente ese déficit de amor que ha causado la ausencia o el alejamiento de un ser querido. Alejarse de nosotros personas que considerábamos amigas no debiera convertirse en una soledad dañina, porque confiamos en la fuerza del Espíritu de Jesús que nunca abandona y en María que nos da el coraje necesario para llenar el vacío con el amor, la fe y la esperanza en nuevos amigos. La Virgen superó la soledad con el amor a sus otros hijos.
El evangelio nada dice de haberse aparecido Jesús a su Madre después de resucitar. No necesitaba decirlo. A ella se le apareció la primera. Si estaban íntimamente unidos desde la encarnación hasta la cruz, tenían que estarlo en la resurrección. María nunca más sentirá la soledad. El Hijo ya nunca abandonará a la Madre. La soledad de María fue sólo aquel Sábado Santo, mientras el cuerpo del Hijo estaba en el sepulcro.
Mensaje actual
María enseña a curar nuestra soledad y a ayudar a vencer la soledad de otras personas que acuden a nosotros, pues, según muchos psicólogos, en los países de mayor nivel de vida la enfermedad más extendida es la soledad, hasta convertirse en una de las paradojas más sorprendentes del hombre moderno, la de estar continuamente comunicándose de palabra, por teléfono, internet y, sin embargo, tiene dificultades para las relaciones profundas. El hombre moderno se siente solo y a veces tiene miedo a la soledad. Hay niños que sufren de soledad y jóvenes incomprendidos, casados que viven en soledad y ancianos, que se sienten desatendidos y una carga para los hijos. Son personas que tal vez han hecho mucho en la vida y ahora lo tienen todo menos el cariño. La pena interior se manifiesta a veces en signos exteriores de depresión y nerviosismo, rodeados de millones de hombres que les son ajenos y viven sin conocerse. Hay pocos amigos íntimos. La mayor parte de las relaciones son superficiales y duran poco. Este mundo sofisticado y tecnificado, favorece poco las relaciones profundas entre las personas.
Los famosos, los héroes de las películas, de la televisión, de la política, del deporte visitan las ciudades en olor de multitud. Los fans gritan y quizá regresan a casa con la alegría de haber visto a su estrella. En los hospitales se alinean habitaciones donde los enfermos esperan que los médicos los entiendan, pero es imposible que los médicos conozcan los sucesos interesantes en la vida de cada enfermo. María, la Madre de Jesús y Madre nuestra nos conoce personalmente, antes de que hayamos acudido a ella.
En las comunidades también hay vidas solitarias, porque no han encontrado la amistad que desean. La respuesta está en la fe, en sentir que María, Madre nuestra, conoce nuestras debilidades antes de que se las expongamos, y Jesús quiere ser un amigo con quien podamos establecer relaciones de amistad y luchar contra la soledad interior. Y nos pide que también nosotros tendamos puentes con quienes nos necesitan en su soledad. Es la condición que nos exige para a nuestro lado.
Venid y descansad un poco
Unas veces buscamos unos minutos de soledad en medio de tanto trabajo, pero otras veces nos duele estar solos. Como Lope de Vega cuando canta A mis soledades voy, de mis soledades vengo, el hombre necesita resolver su soledad y no puede resolverla sin Dios. La Pascua fue la terapia de la soledad de María y puede serlo para nosotros, quitándonos el miedo y la mediocridad espiritual de quien ni siquiera se hace a sí mismo suficiente compañía. Si la soledad es algo del corazón, el antídoto más eficaz para anularla es avivar la conciencia de que Dios está conmigo.
No obstante, hay momentos en los que buscamos la soledad. No la soledad de quien se aísla por falta de relaciones, sino alejarse del tumulto y volver a penetrar dentro de cada uno por medio de un desprendimiento de las personas, situaciones y ambientes que producen «alboroto interior», y por medio de un recogimiento que ayuda a conocer el corazón de donde manan los sentimientos. Sin esta actividad interior, el simple retiro se convierte en un desierto insoportable. El desprendimiento y el recogimiento dan una apertura que permite contemplar a los demás como personas humanas.
No hay soledad más peligrosa que la del hombre perdido en la multitud, y es la soledad que puede llevar a una Hija de la Caridad a sentirse sola dentro de una comunidad. Pues el hecho de vivir en medio de otras Hermanas no garantiza que sea fluida su comunicación. Quien mejor lo puede decir es la Hermana que sabe vivir la soledad interior para poder meditar la vida; no usa muchas palabras, pero cuanto dice es nuevo, empapado de solidaridad y amor. No hay soledad verdadera a no ser la soledad interior. Y la soledad interior no es posible para una Hija de la Caridad que no acepte el lugar que le corresponde en relación con las demás hermanas y con los pobres. La soledad no separa, sino que facilita reconocer el papel que cada una desempeña en la vida con relación a las Hermanas y a los pobres.
Es el papel de quien desea construir un entorno para ser creativo y reparar los desgastes de la convivencia, es la soledad que nos devuelve al equilibrio de la solidaridad humilde, es la soledad sonora, que diría san Juan de la Cruz y que Jesús resucitado nos da, al darnos el Espíritu Santo: mira el vacío del hombre si tú le faltas por dentro (Secuencia del Pentecostés). Porque cada hombre es único ante los ojos de Dios que nos conoce por nuestro nombre y nos ama individualmente. Es la soledad buscada por medio del desprendimiento de lo terreno para incorporarnos a la humanidad de Jesús, decía santa Luisa (E. 87). No os dejaré huérfanos, dice Jesús en la última Cena (Jn 14, 18), si tenemos la suficiente paciencia y esperanza para saber que todas nuestras soledades y orfandades han servido para algo.
La soledad de verse sin presente y lleva a la frustración, de verse sin futuro y va acompañada del desaliento, de verse sin pasado, sin recuerdos que sean fundamento de una vida nueva, es una soledad falsa, “refugio del individualista, mientras que la verdadera soledad es la morada del hombre. Hay que ir al desierto, no para huir de los demás hombres, sino para hallarlos en Dios”. Un día le preguntaron al teólogo K. Rahner cuando ya era viejo: ¿Espera todavía alguna oportunidad grande en su vida? Y respondió: La de ver a Dios.
P. Benito Martínez, CM
muy hermosas reflexiones sobre las distintas soledades que experimentamos en estos tiempos modernos. Que El Espiritu Santo continue derramando el Don de la Inteligencia sobre sus corazones. Gracias Hermanos.