Situación personal de santa Luisa y el miedo
La vida metió el miedo en el cuerpo de Luisa de Marillac. Tenía miedo al futuro, a lo desconocido que llegaba cada día. El miedo fue otra de las marcas que le grabó la vida; una vida con ascensos y descensos, adelantos y retrocesos, éxitos y fracasos, ilusiones y desengaños.
Cuando todavía era una niña y desconocía la trascendencia de su nacimiento, se educó y vivió como noble en Poissy. Pero cuando comenzó a comprender el sentido de la vida y el valor de la escala social de aquel siglo, tuvo que abandonar esa categoría de vida y refugiarse en una pensión. Aquí supo lo que era la marginación de unos estamentos sociales y cuál era el peso de ser una noble.
Cuando era una joven, tuvo deseos de consagrarse a Dios en las capuchinas y la emoción invadió su ser. Iba a tener una oportunidad de dar una dirección personal a su vida; y cuando creía que el futuro se convertía en presente limpio, la negativa del provincial de los capuchinos derrumbó toda la ilusión.
Cuando se casó, llegó la esperanza y el futuro se abría claro. Le pareció conocer su camino y se sintió feliz. Durante cuatro años ascendió en la escala social con su marido y su hijo. De nuevo llegaría a ser noble. Pero con la caída de María de Médicis y la enfermedad de su esposo, todo se tambaleó durante cinco años y, a la muerte de Antonio Le Gras, su ideal se desvaneció como un sueño, y una niebla espesa cubrió su casa. Ni en la escala social ni en la fortuna ni en la vida había logrado estabilidad. Después de tantos años de lucha, tenía que volver a empezar. Ya no se podía fiar del porvenir y le tenía miedo. De una manera continua, el miedo la morderá cuando se trate de su hijo, de la conservación de la Compañía de las Hijas de la Caridad y cuando penetre en la profundidad de su alma para revisar su vida espiritual.
San Vicente de Paúl intentó quitarle el miedo y prender la confianza en Dios, porque Dios es más padre de su hijo que ella su madre, y si ha velado por la Iglesia, cuánto más cuidará de un puñado de de mujeres; en cuanto a su alma, sepa que es la hija querida de nuestro Señor que, por su misericordia, reinará en su corazón[1]. No es extraño que 73 veces comience la frase con las palabras tengo miedo de…
Nuestros miedos y el cansancio
El miedo es una de las emociones humanas que más frecuentemente estropean nuestra vida. Es una emoción originada por un peligro concreto, real o imaginario, que vemos cercano. El peligro puede ser físico, como la enfermedad y la pobreza, o moral, como el ridículo y el fracaso o la indiferencia en la vida comunitaria. El miedo puede llevar a confiar plenamente en los remedios humanos y a olvidarse de Dios. Se necesita valentía, pero hay casos en los que el esfuerzo no es suficiente y se necesita acudir a Dios y a otras personas, como santa Luisa le escribía a san Vicente, cuando se enteró del matrimonio clandestino de su hijo con una provinciana: “Señor, me he enterado de lo que el señor Compaing me había prometido averiguar, y por tal motivo me hallo tan afligida como nunca lo podré estar. Le suplico por amor de Dios poder hablarle hoy, si fuera posible aquí, o si no yo iría a buscarle. Ya es tiempo de poner remedio a este mal, que es extremo y peor de lo que podría usted pensar. Tengo motivos para temer y desear que Dios me lleve, e inspire a su caridad cómo sacar su gloria de tan gran mal. Me parece que estoy dispuesta a someterme a todo, pero me da miedo la Eternidad” (c. 98).
La sociedad occidental está viviendo una crisis religiosa. El cristianismo ya no es su referencia. Van cayendo los apoyos que tenían hasta ahora los cristianos. De aquí en adelante quien lo sea lo será por convicción. Más grave que la crisis de la Iglesia o de la Compañía es la “crisis de Dios”. Dios no sólo desaparece de las instituciones y de la sociedad, sino también de las conciencias. A mucha gente Dios no le dice nada. Ante esta crisis de Dios los cristianos condenan, acusan e intentan la reconquista. La postura de una Hija de la Caridad es sentirse hija de Dios Padre y hermana de los hombres a los que anuncia a un Padre que ama a creyentes, indiferentes, agnósticos y ateos con amor infinito y gratuito. En la fraternidad ejercida es posible la nueva evangelización.
Sentirse hijos de Dios Padre incita a ser testigos responsables de este amor ante los pobres. Ser testigos del amor implica enseñarles a amar como hijos. Es un deber amar y enseñar a amar a nuestro Padre y a los hermanos pobres sin miedo ni cansancio, porque son hombres y porque sufren. No se puede vivir la filiación divina ignorando la situación de pobreza y sufrimiento de muchos hermanos sin dignidad y excluidos de la sociedad. La falta de fraternidad impide ver a Dios como a Padre y luchar para que todos sus hijos puedan vivir como hombres. No se puede sentir fatiga ante el hecho doloroso de la pobreza y ante la indiferencia que soportan los pobres.
No sólo los pobres, la gente en general vive preocupada y con miedo ante el paro, la ruptura de las familias, la rapiña, la democracia ficticia de partidos que emplea los votos para imponer sus decisiones. Se refleja el miedo de no saber a dónde vamos ni qué hacer. También las Hijas de la Caridad, cuando ven que los seglares reemplazan su servicio, que la sociedad y las familias rechazan la fe, la falta de vocaciones y la edad avanzada de muchas Hermanas, pero no pueden tener miedo, si están convencidas de tener por Padre al mismo Dios. Acaso no puedan hacer de esta tierra un cielo, pero sí pueden trabajar por hacerlo de la comunidad y su entorno.
La oscuridad más negra que la noche en la vida de los indigentes les provoca miedo. Sucumbir a este miedo es desconfiar de la bondad y del poder de Dios Padre que envió a la tierra a su Hijo. El Padre apostó por su Hijo y, en medio del miedo de sus seguidores, lo resucitó. El Padre ha apostado por los hombres, hijos suyos también, y los resucitará, creando un hombre nuevo y una nueva creación convertida en un cielo.
Santa Luisa había luchado, y en el verano de 1655, cuando tenía 64 años, se sentía cansada, agotada, como si le hubiera llegado una segunda Noche mística, la del espíritu de la que hablan san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús con tanto detalle. San Vicente vino en su ayuda para que la fatiga no la derrumbara.
La fatiga es una sensación desagradable que pide descansar. Está originada por la duración del esfuerzo más que por su intensidad. No es sinónimo de rutina. En la rutina fallan la mente y el corazón; en el cansancio la mente y el amor están vivos, pero sin fuerzas, desganados. En la rutina no se quiere luchar, en el cansancio no hay fuerzas para luchar. No querer esforzarse, más que fatiga o decaimiento muscular por el exceso de trabajo, es un cansancio síquico que pide cambiar de ocupación más que abandonarlas, pide la presencia de amigos, en especial la de un Padre, como escribía santa Luisa a unas Hermanas: “¡Con cuánto consuelo me parece veros en medio de tanto cansancio! ¡Ánimo! Trabajad en vuestra perfección con tantas ocasiones como tenéis de sufrir, de ejercitar la mansedumbre, la paciencia, los rechazos y superar todas las contradicciones que encuentren” (c. 140).
Intervención de Dios
Dios no abandona a nadie, siempre se hace presente, interviene siempre, y más cuando el miedo y el cansancio nos agarrotan por causa de una vida entregada a Dios para servirle en los pobres. La Palabra del Padre está fija en la Sagrada Escritura y viva en cada acontecimiento de la vida. A nosotros nos toca responder, como lo escribió santa Luisa durante unos Ejercicios en unas disposiciones de la Providencia (E 53).
El Hijo encarnado en Jesús interviene en los sacramentos, sobre todo en los sacramentos de la penitencia y de la Eucaristía. Por la Penitencia el ser humano confiesa su debilidad, su necesidad de la fuerza divina, confiesa que es pecador y pide perdón, fuerza y dirección. Es un acto de humildad en la fatiga. Santa Luisa se los escribe a las Hermanas, cuando quiere hablarles de la necesidad de la Eucaristía y de la comunión, como testimonio de fe ante el pueblo, como lazo de unión de las Hermanas y como banquete de felicidad.
El Espíritu Santo interviene con su fuerza y su energía. Es la acción directa de la Tercera Persona en el hombre, porque la misión que le encomiendan el Padre y el Hijo es quitar el miedo y el cansancio. Al hombre tan sólo le toca aceptar su energía. Sabe que el Espíritu Santo actúa en él pero con él. Tiene que dejarle actuar en su interior y colaborar con él, indicaba santa Luisa (E 87 y 98).
Al encuentro con Dios
Santa Luisa se prepara para el encuentro. Sin abandonar el exterior, penetra en la cueva de su interior, como el profeta Elías. Estaba convencida de encontrar a Dios en los pobres, pero también de que Dios a veces quiere estar a solas con ella, sin intermediarios, en su interior, donde se realiza la experiencia divina más intensa. La experiencia divina no se realiza con el estrépito del huracán; no es un fenómeno extraordinario; tampoco con la violencia del terremoto. La experiencia de Dios no se adquiere con esfuerzo humano, aunque se necesite, pues la experiencia es un regalo gratuito que da Dios a quien lo busca en la oración. Tampoco con la destrucción del fuego. No por destruir la naturaleza y el cuerpo y las pasiones sentiremos a Dios. Es una experiencia natural que viene de la vida de oración, es una consecuencia de la vida espiritual de cada día. Quien hace oración consigue la experiencia del Espíritu Santo que llega como una brisa desde el interior del hombre, donde mora para que lo experimente. Pero, cuando lo ha experimentado, abandona la soledad y se mezcla entre los pobres sin miedo ni fatiga. Nunca en el cristianismo o en la espiritualidad vicenciana, la experiencia de Dios es para uno solo. Siempre es para el servicio. Más que una gracia es un carisma. Ir a la soledad interior para luego salir a su encuentro en las calles entre los pobres.
Santa Luisa vuelve a la misión. También nosotros. Las circunstancias sociales y personales no han cambiado. Siguen vivos los peligros en la Comunidad y en el servicio. La experiencia de Dios no los suprime y el marco de la vida en que se desenvuelven son los mismos, pero la presencia de Dios quita el miedo y olvida la fatiga. La Palabra de Dios anima a andar sin temor el mismo camino, el camino del desierto.
Es nuestro interior el que ha cambiado. El Espíritu Santo ha iluminado nuestra mente. Conocemos el camino que nos ha trazado Jesucristo. Todo consiste en caminar a su lado, conforme a su enseñanza. El mismo Espíritu Santo ha fortalecido nuestra voluntad. Los peligros ya no causan ni miedo ni cansancio. Tenemos energía y ayuda divina para superarlos. El desierto seguirá siendo desierto para nuestro caminar, pero está poblado de personas que esperan nuestro mensaje y nuestro servicio.
P. Benito Martínez, CM
Notas:
[1]I, 152, 175, 205… II, 130, 225s… III, 177s, 465… Benito MARTINEZ, C. M. Empeñada en un paraíso para los pobres, CEME, Salamanca 1995, p. 35s.
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