La increencia en la sociedad moderna

Los comienzos de este siglo se presentan teñidos de increencia. Dios ya no significa nada para la mayoría del mundo occidental que lo considera algo indiferente o su antagonista. Con todo, hay muchos que le ven como un amigo necesario. Parece que da miedo ponerse delante de este misterio tan tremendo que es Dios. Pero ¿existe Dios?

Es importante dar una respuesta acertada a esta pregunta, porque, según la respuesta que demos, nuestra vida tendrá sentido o no, ya que tenemos que justificar la opción trascendente que muchos vicentinos hemos hecho de entregarnos a Dios para evangelizar a los pobres. A través de la historia vemos cómo los adinerados han negado a Dios o le han reconocido según interesaba a sus negocios. Cuando interesó mantener sumisas a las masas, se acudía a la bienaventuranza eterna que Dios daría a quienes aceptaban su pobreza. Dios era el consuelo de los explotados y hacía soportable su miseria. Dios era un negocio para los que ostentaban las riquezas y el poder, con la anuencia de la Iglesia, acusaba mucha gente. Pero, cuando interesa vender y consumir, se niega la otra vida. Sólo existe la vida presente, y hay que gozarla comprando y gozando de todos los bienes sin necesitar a Dios. Hay que propagar la “muerte de Dios”.

En la sociedad actual ya no es el hombre el que se presenta delante de Dios buscando la misericordia divina y la felicidad, es Dios, quien tiene que demostrar su existencia. Ya no vale la fe, sólo los argumentos que ese Dios hipotético expone para legitimarse delante de la razón humana. Y a muchos no les convencen. La increencia se ha generalizado tanto (LG, 4), que se considera signo de modernidad. Creer en Dios y practicar una religión parece algo inculto, producto de la ignorancia o del miedo. Sin embargo, se ve que el mundo vive mejor la justicia si se admite la existencia de Dios y lo consideran una prueba razonable de que existe. Se necesita cimentar la fe. Ya no vale la “fe del carbonero”. La educación religiosa urge hoy día para vivirla y enseñarla.

Más que un ateísmo que ataque la creencia en Dios, lo que se encuentra en la sociedad es la indiferencia ante Dios y la religión. Es algo no tanto del pensamiento cuanto del corazón. Se deja de lado o se niegan verdades dogmáticas y se aceptan otras religiones que tocan lo maravilloso y esotérico, según convenga al sistema sincretista que una persona se va construyendo a su medida. A veces la adhesión a la doctrina revelada es tan débil que se convierte en indiferencia o en escepticismo.

Crecen las críticas a la Iglesia católica, acusándola de estar aliada con los poderosos y los ricos o de haberse estancado y ser anticuada y opuesta a todo progreso, incapaz de dar una respuesta adecuada a los problemas materiales y espirituales de hoy. Se critica a la jerarquía y se cuestionan muchas intervenciones del magisterio. Sus orientaciones, especialmente en cuestiones sociales y sexuales, son tenidas sin valor, y mucha gente abandona las prácticas religiosas, en especial la Eucaristía -único lazo que la ataba a la religión-, pierden la fe y se desvinculan de la Iglesia.

Formas de increencia

La increencia es frecuente en personas que nunca se han planteado creer, porque nadie les ha hablado de Dios ni les ha enseñado qué es la religión. Dios no es una cuestión para ellos. La única cuestión es vivir satisfechos y asegurar la felicidad de cada día. Se instalan en una vida humana intelectual o reducida a la función social de vivir sin problemas y aparentar una imagen ponderada. La vida de los que creen ni les interroga ni les impresiona. Y los creyentes tienen que interrogarse ¿por qué su vida nada dice a quienes viven a su lado? ¿Por qué la entrega de Paúles e Hijas de la Caridad al Dios de los pobres pasa desapercibida, cuando es una renuncia de las apetencias más radicales de la existencia?

La indiferencia es otra forma de increencia de muchos que se han planteado el problema de Dios, pero Dios nada les dice. Son indiferentes a Dios y a toda búsqueda o interrogante religioso. Ya no vale el testimonio de nuestra vida, porque ni les interesa. Ante nuestra vida exclaman: ¡Allá tú! A estos hay que presentarles abiertamente el interrogante. Ya no vale que miren, porque no quieren ver. Hay que hablarles.

Hay personas agnósticas que se han planteado la cuestión y han concluido que Dios es una hipótesis y que nadie puede probar que exista o que no exista. Y, si no hay argumentos para probar que exista, lo mejor es acostumbrarse a vivir sin él. Es difícil encontrar salida al agnosticismo. Acaso solo valga su evangelización, demostrando tu fe con la entrega que has hecho en defensa de los pobres, no sólo ayudándoles, sino defendiendo sus derechos contra los opresores; que vean que estás a favor de los pobres y no de los ricos y poderosos; que vean que es la fe la que te empuja a trabajar en favor de los débiles, de los que nada pueden y a los que nadie quiere.

La increencia religiosa

Sin embargo la gente necesita de Dios y busca utilizar poderes divinos a través de la magia que pretende activar las fuerzas divinas o demoníacas por medio de determinados actos materiales. También nosotros podemos caer en otra magia, cuando nuestro culto se reduce a prácticas minuciosas que cuidamos en los mínimos detalles. Más que abrirnos al amor y a la esperanza, nos encerramos en las circunstancias del número y modo de dar culto, hasta el punto de que la gente que nos ve considera nuestra práctica religiosa como superstición, ciertamente peculiar, pero superstición. No creemos en la magia, pero a veces la realizamos en la participación de los sacramentos, como si obtuviéramos la gracia y la salvación solo por realizarlos con ciertos detalles sin ningún requisito por parte nuestra. Quien nos ve se convence de que eso es magia.

Para alejar esta tentación se procura implicar la actividad humana, pero a veces se le exige tanto al hombre para salvarse que más que gratuita parece una salvación pelagiana, lograda por el hombre sin necesitar a Dios. Y puede ser la faceta de los hijos de san Vicente, absorbidos por la preocupación de ayudar a los pobres materialmente.

Las sectas, especialmente orientales, presentan gran atractivo a muchas personas ansiosas de encontrar la seguridad en su salvación o experimentar un contacto con Dios.

La idolatría es la tentación eterna del hombre: poner el dinero, los placeres, sexo, poder, patria, en lugar de Dios. Esos son sus dioses. También nosotros podemos adorar a ídolos parecidos, con escándalo de la gente.

La sociedad de migrantes es terreno fértil para la increencia por el pluralismo de que todo es relativo. La gente ya no sabe lo que es verdad o mentira y se llena de un escepticismo en la fe. Nuestra fe a veces es más ambigua de lo que sospechamos y nuestro corazón guarda más ídolos de los que creemos, llevando una vida tan superficial que no impacta en las gentes.

Posturas ante la increencia

Ante este panorama ¿cómo reaccionamos los hijos de san Vicente, santa Luisa y del beato Ozanam? Unas veces a la defensiva, acomplejados ante el acoso hostil del mundo, ante el número cada vez más pequeño de creyentes, ante las insinuaciones de que Dios, la fe y la religión son cosa de personas sin formación. Acogemos una falsa inculturación y acomodamos nuestra fe a los criterios del mundo, valgan o no valgan, con la disculpa de hay que respetar la libertad de los demás, pues todos tienen derecho a que se respete su forma de creer, de pensar y de vivir. Hay que dialogar con la cultura moderna, pero con criterios de fe sobre lo que se puede aceptar o se debe rechazar.

Ante estas posturas se busca refugio en grupos vicencianos o de creyentes donde es fácil encontrar a Dios, vivir la fe y sentirse a gusto, evangelizándolos a nuestro modo y amortiguando nuestra conciencia que siente la obligación de evangelizar. Pero ¿dónde hemos dejado la evangelización de los increyentes? Acosados por la cobardía o la vergüenza, es tentador cobijarse en esos grupos o en la comunidad practicando el culto, pero olvidando que el claustro de las Hijas de la Caridad es la calle. ¿Dónde quedan las palabras de Jesús “sois la sal de la tierra y la luz del mundo”? (Mt 5, 13s).

Llamada a la conversión

Hay que tomar conciencia del profundo divorcio entre la cultura moderna y la fe cristiana tradicional. La interpelación de la increencia es a planteamientos pastorales y a la conversión. No se puede seguir actuando como si nada hubiera pasado. El cristiano está expuesto hoy a examen. Ya no sirve una fe rutinaria. Lo que la sociedad está pidiendo son signos, no razones, de credibilidad. “Mostrad los frutos de una sincera conversión”, decía Juan Bautista (Lc 3, 8). De una conversión personal y comunitaria.

Las comunidades deben vivir una experiencia religiosa donde se acojan las leyes y las normas como voluntad de Dios que libera y no como carga que hay que soportar. “Los hombres de nuestro tiempo y de manera especial los jóvenes tienen necesidad de ver en la comunidad cristiana el signo de una vida reconciliada, justa, alegre, algo nuevo y diferente que les ayude a creer en Dios y buscar en él la autenticidad y la plenitud de sus vidas” (Conf. Epis. Esp. Testigos de Dios Vivo, n. 58).

La sociedad moderna no ha logrado construir un paraíso en la tierra, al contrario, ha originado un edificio con una fachada esbelta, pero incómodo para ser habitado. El mundo actual parece un lugar perdido que no se asemeja a un paraíso. Y muchos dicen que nos queda pendiente resolver cuál es el significado de la vida, pues, a pesar de tantas promesas de progreso, la inseguridad y la angustia dominan la existencia humana.

Para la Familia Vicenciana Dios es el libertador de los pobres. A pesar de haber creado a los hombres para que todos sean felices, los pobres no son felices. Y es algo escandaloso que puede llevar a rebelarse contra Dios o a negar su existencia. La pobre-za, como todos los males y sufrimientos, es injustificable y ni la filosofía ni la ciencia encuentran una explicación, sólo la fe nos da luz para vislumbrar una solución. A pesar de ser Dios todopoderoso y absolutamente bueno existe el mal, la pobreza. De parte de Dios solo encontramos un silencio. Pero Dios no envía ni quiere el sufrimiento. El dolor es un misterio insondable. El dolor no es nada que se desea sino algo que a veces es inevitable y contra el que siempre hay que luchar.

Ante el mal aparece la debilidad de Dios, es impotente para destruir el mal y la pobreza. Va contra su misma esencia divina. Dios ha creado el mejor mundo posible, pero si es creado es finito, perecedero y limitado. Ha creado al hombre libre, y puede usar su libertad para el bien y el mal. Pero Dios es solidario con los pobres. El llamado pecado original expone una realidad, no la explica: la naturaleza y el hombre encierran en su misma naturaleza la inclinación al pecado, la labilidad.

Él es solidario con el pobre; tan solidario que asumió el sufrimiento en la cruz para abolirlo y asocia al hombre a este empeño (Neusch). Envió a su Hijo a anunciar y dar las directrices para que los hombres a pongan en la tierra la felicidad, un Reinado de paz, por medio de la justicia y del amor. Implica a los hombres a erradicar el mal y luchar por la felicidad. Esta es la misión a la que se compromete la Familia vicenciana.

La Familia Vicenciana está completamente de acuerdo en que la pobreza es siempre mala y en que hay que combatirla. No aportará una explicación estéril del mal ni la solución al problema porque el sufrimiento es un misterio, pero toma una actitud concreta y práctica: lucha contra él, porque el hombre ha sido creado para ser feliz y Dios la envía a luchar por ese fin. Dios ha entregado la tierra a los hombres. Si Dios quiere que los hombres sean felices, la búsqueda de la felicidad es el aguijón que nos lleva a luchar contra la pobreza y todos los males. Para lograr esta misión, envía al Espíritu Santo a los hombres. Es a través del Espíritu como Dios actúa en el mundo.

P. Benito Martínez, C.M.

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