Digerir nuestros defectos

por | Nov 2, 2017 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Desde que el Papa Francisco, con la Bula La cara de la Misericordia, promulgó un Jubileo Extraordinario de la Misericordia, los católicos hemos intensificado ayudar al prójimo. Sin embargo, ¿tenemos misericordia con nosotros mismos, con nuestros pecados y defectos? Satisfacer los propios deseos, no está bien integrado en la espiritualidad católica. Se nos ha inculcado atender a las necesidades de los otros, pero pocas veces a cuidar de nosotros mismos como el inicio del mandamiento de Jesús: “ama al prójimo como a ti mismo”. Durante siglos “como a ti mismo” quedó olvidado, incluso denigrado. Sin embargo, pensar siempre en los demás sin poder gozar de tantos bienes como Dios nos ha dado es hacernos la vida imposible. Puede haber personas que vivan de manera tan rígida que sean incapaces de gozar de la vida, siempre angustiadas pensando que Dios espera que renuncien a todo, como muestra de su amor. Esto no es voluntad de Dios, es rigorismo. Esta represión personal no se puede aguantar y en cualquier momento explota. Olvidamos que, si hay que ayudar a la persona que más sufre, esa persona puedo ser yo.

Amarse a sí mismo es aceptarnos tal como somos, con virtudes y defectos; es alegrarnos de nuestros triunfos y conquistas, mirando con misericordia nuestros fallos, sin deprimirnos cuando vemos en nosotros aspectos que no gustan. Cuanto más sinceros seamos con nosotros, más cercanos sentiremos a los demás. Si aceptamos nuestras rarezas, también seremos capaces de aceptar las de otros.

Digerir los defectos

Santa Luisa va más lejos; después de hacer oración sobre la ofrenda de oro, incienso y mirra que los tres Reyes hicieron a Jesús, nos incita no solo a reconocer nuestros defectos sino a tener la voluntad caldeada para digerirlos (E 40). No se trata de tragar a la fuerza nuestros defectos, se trata de digerirlos con una voluntad caldeada por la ilusión, la oración y el esfuerzo, como digiere un ciego su ceguera o un niño la muerte de su madre. Digerir los defectos es aceptar que los tenemos, sobreponerse a ellos y amarnos.

Y es que todo en la vida y en la creación es limitado y tiene defectos. A pesar de ello, Jesús se encarnó en un hombre limitado y el Espíritu Santo habita en nuestra imperfección. Una flor puede florecer en un muladar. No importa que seamos un muladar, Dios puede germinar y florecer en nosotros. Santa Luisa sabía que era orgullosa, pero supo digerirlo y asimilarlo con ilusión y no tragarlo a la fuerza. Nos hemos formado pa­ra el perfeccionismo en lugar de formarnos para aceptar nuestras limitaciones como algo natural al ser humano. No estamos solos, el Espíritu Santo nos guía.

Muchos apoyan una vida espiritual sin defectos en la frase de Jesús «sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfec­to» (Mt 5, 48), aunque choque con la cruda realidad de que nadie es per­fecto. Una contradicción que requiere explicación, pues Dios no puede exigir perfección a quien no puede lograrla. A juicio de los exegetas, la frase de Jesús «sed perfectos» es una equívoca traducción helenizada de los términos hebreos «misericordioso» y «santo» en el sentido de compasivo. Por eso san Lucas escribe “ser compasivos como vuestro Padre celestial es compasivo”.

Todo hombre tiene defectos

Una fuente de muchos sufrimientos se encuentra en no saber digerir nuestros defectos. Vemos nuestra vida espiritual llena de cizaña y queremos arrancarla de inmediato. Nuestra oración podría ser mejor, nuestras relaciones, más amigables, y nuestra entrega, más radical. Pero estar siempre revisándonos para ser mejores e incapaces de convivir con nuestros defectos es la soberbia del Paraíso, es querer igualarnos a Dios y lograr por nosotros la perfección exclusiva de Dios. Faltos de humildad, olvidamos que Dios es compasivo y, para alcanzar la felicitad a la que nos llama, quiere que confiemos más en su misericordia que en nuestro esfuerzo. Y si no escuchas la voz del Espíritu Santo indicándote que debes amarte a ti mismo, quiere decir que estás sordo a su voz.

No digerir nuestros defectos puede impedirnos comprometernos en los combates de la vida interior, viviendo con la conciencia de ser incapaces de vencer nuestras pasiones y querer producir el cien por cien, sin estar nunca contentos de lo que hacemos. Querer cumplir a la letra cualquier normativa, es confundir la voluntad de Dios con el cumplimiento nimio de las normas más insignificantes. Y esto es insoportable.

Reconocer los propios fallos

Para digerir los defectos, hay que empezar por reconocerlos. Cuesta reconocer los defectos propios, y más digerirlos; las personas creen que, si les descubren un defecto, serán consideradas inferiores. Sin embargo, si aceptamos nuestros defectos, podemos convertirlos en una fuerza positiva en el camino espiritual.

Al reconocer los defectos propios, uno se da cuenta de que ha cogido un camino equivocado, pero también se convence de que es posible volver al camino verdadero. Ello exige hacer una revisión sincera de la vida y atreverse a discernir qué tiene de verdad y de mentira. No se puede andar por la vida sin aclarar lo que es uno y sin digerir sus defectos. No basta con poner orden en la vida o introducir algunas reformas para embellecer la fachada. Si no aceptas tu forma de ser, aunque tengas defectos, y no te sientes a gusto contigo, ¿cómo te vas a relacionar con Dios?, ¿cómo puedes vivir con los demás?, ¿cómo te vas a compadecer de los pobres?

Partir de la teoría y descender a la práctica, puede llevar a un vicentino a estar pendiente de la imagen que da. No es libre, sino pendiente de los otros y preguntándose constantemente cómo le ven, sin poder desprenderse de la manía de tener que hacerlo todo bien para no ensombrecer la buena imagen. Hay miedo de desengañar y dejar de ser valorado. Está continuamente adaptándose a los criterios de los demás para satisfacer la visión verdadera o falsa que tienen de él. Y olvida lo más importante: cómo le ve Dios y lo que espera de él. La oración nos descubre que el encuentro con Cristo lleva a tomar conciencia de nuestros defectos y nos anima a digerirlos.

Por eso, para los vicencianos que vivimos entre los pobres reales acaso sea mejor una vida espiritual partiendo de nosotros y de nues­tras heridas. Es la espiritualidad que inculcó Jesús y nos presentaron los fundadores. San Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y el beato Federico Ozanam nos piden que nos examinemos y en la oración reconozcamos cómo somos. El camino hacia Dios tiene muchos cruces, curvas e imperfecciones, pasa por fraca­sos y desengaños, pasa por mis flaquezas, mi incapacidad e incluso mis pecados. “Jesús no puso una escala de perfección por la que se sube peldaño a peldaño hasta llegar a Dios. Jesús enseñó un camino de descenso al fon­do de la humildad. Debemos, por tanto, elegir para ir a Dios entre el camino que sube y el que baja… Si para ir a Dios eliges el camino del heroísmo en la práctica de las virtudes, eso es cosa tuya, tienes todo el derecho de hacerlo. Pero quisiera prevenirte del peligro de darte contra la pared. Si, por el con­trario, prefieres el camino de la humildad, debes ser sincero en tu deseo y no tienes por qué tener miedo de las profundidades de tus miserias”[1].

El camino de la humildad es un camino vicenciano tomado del evangelio, tal como lo describe san Vicente en la conferencia Sobre las virtudes de las verdaderas aldeanas (25-01-1643). La Hija de la Caridad humilde es la que se conoce a sí misma, la que reconoce los valores que posee, pero también los que le faltan. Sabe lo que es y lo que no es. Humildad es reconocer que no eres Dios, decía san Agustín.

Cada persona es única e irrepetible con un cuerpo, un temperamento y un carácter que guardan muchas virtudes y bastantes defectos. Digerir los defectos con la ayuda del Espíritu Santo es lo más urgente. A ello están llamados los vicencianos, sea cual sea la edad, puesto y servicio. Si no lo logra, se podrá decir que ha fracasado, porque fracasada es la persona que no logra sus objetivos y se conforma con la rutina de cada día.

Digerir los defectos, sabiendo que tenemos derecho a ser como somos, y estar dispuestos a mejorar, nos da la libertad de ser auténticos y tomar decisiones acertadas que nos conceden el permiso para realizar actividades con seguridad y confianza en humildad-tolerancia, sencillez-sin engaño, caridad-compasión, como Jesús, para implantar el Reino de Dios y hacer un mundo más humano. Acaso, por tu edad, pienses que ya es tarde, pero en el evangelio sólo está la parábola del sembrador, no la del cosechador. Y santa Luisa te dice que siembres como los tres Reyes el oro de la ilusión, el incienso de la oración y la mirra del esfuerzo (E 40).

Para digerir nuestros defectos, el oro de la ilusión

El peor enemigo para digerir nuestros defectos es perder la ilusión. Nos acostumbramos a levantarnos cada día e ir al trabajo, a las tareas de la casa, a servir a los pobres, a la oración y a participar en la Eucaristía, como si tuviera que ser así. Y más doloroso aún, nos acostumbramos a ver como lo más natural a pobres a las puertas de las iglesias y de los comercios pidiendo limosna, o a parados y pensionistas sufriendo porque lo que cobran no les llega a final de mes. Nos hemos acostumbrado a ver natural que la gente y parientes nuestros dejen de creer, y peor aún, nos hemos acostumbrado a llevar una vida espiritual mediocre y sin ilusión por la santidad. Nos acostumbramos tanto a la vida y a lo que sucede en ella que ya nada nos asombra ni nos estimula; ni lo bueno para animarnos, ni lo malo para corregirnos. Causa perplejidad preguntar a una Hermana o a un misionero que han sido destinados, cómo está en su nuevo destino y que responda: ya me voy acostumbrando. Y hay que digerir estos defectos con ilusión y transformarlos. Si no se transforman no se digiere, nos adormece como la anestesia y nos hace insensibles a la ilusión. Es la tibieza espiritual. Pero a los tibios Dios los vomitará de su boca (Ap 3, 16).

El incienso de la vida espiritual ayuda a digerir

Si santa Luisa dice que no basta conocer los defectos sin digerirlos, el momento para digerirlos es la oración, cuando hablamos y escuchamos al Espíritu de Jesucristo en un diálogo intenso. “En una sociedad de cultura mediática y ante el agotamiento que nos traen los múltiples problemas de pobreza, somos conscientes de necesitar interioridad. ¿Cómo alimentarla? ¿Cómo conservar un ritmo de vida espiritual para favorecer la calidad de nuestro ser de Hija de la Caridad?  (C. 21, E. 12)”, preguntaba a las Hijas de la Caridad la Asamblea General de 2009. La respuesta es sencilla: dedicar más tiempo a la oración y escuchar al Espíritu Santo que nos indica cómo digerir nuestros defectos.

Hay que encontrar momentos y ocasiones para examinar si nuestra oración es apática y desganada o con ilusión y fervor, si hemos participado en la Eucaristía de forma mecánica o con anhelo de recibir a Jesús, si estamos dispuestos a cambiar de actitudes, si sabemos digerir los fallos y transformarlos en virtudes. Libremente nos hemos ofrecido a Dios, y Dios nos ha aceptado con nuestros defectos. Esto vale un esfuerzo para digerirlos de una vez por todas sin distinción de edad.

La mirra del esfuerzo, la ascesis para digerir nuestros defectos

El Concilio Vaticano II señala que nos ha tocado vivir en una época de cambios profundos, acelerados, universales y desequilibrados, invitándonos a instalarnos cómodamente en un estilo de vida incoherente y a caer en una atonía espiritual. Esta época de increencia, permisividad, hedonismo, activismo, hay que asumirla y digerirla para transformarla, aunque tengamos que bogar contra corriente.

Empeñarnos en digerir nuestros defectos es un acicate a una honda experiencia de Dios en la oración y en la eucaristía que llevan a una vida austera, a una ascesis liberadora de falsas compensaciones, a cargar con la Cruz y a caminar hasta el Calvario. Siendo conscientes de que la lucha exige esfuerzo y el esfuerzo produce cansancio. Después de unos años viene el peligro de acostumbrarse e instalarse en la rutina, perdiendo la ilusión por digerir los fallos y corregirlos. A veces nos cuesta digerir nuestros fallos como continuadores o continuadoras de san Vicente, de santa Luisa y del beato Ozanam. Es el desánimo espiritual. ¿Por qué nuestra forma de vivir y de servir no suscita respuestas vocacionales a las Instituciones vicencianas?

Autor: Benito Martínez Betanzos, C.M.

[1] Jean LAFRANCE, El poder de la oración. Narcea, Madrid 20006, p. 17

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