Hoy me vino a la memoria que hace muchos años atrás, trabajaba en New York y como católico ayudaba en la iglesia, a muchos jóvenes, preparándolos para recibir uno de los Sacramentos, quizás el más importante: La Confirmación; pero antes de seguir con esta historia que envuelve a una niña, a la cual llamaremos Marisol quiero aclararles a ustedes el significado de dos palabras que usaremos en esta historia y comparto con ustedes:
Yo les explicaba aquellos jóvenes que La Confirmación era el Sacramento que después del Bautismo, este servía para el que elige libremente, por una vida como hijo de Dios, pide el don del Espíritu Santo que da la fuerza, para ser testigo del amor y el poder de Dios con palabras y obras. El que se confirma se transforma en un miembro pleno y responsable de la Iglesia Católica.
También quiero aclarar acá lo que se conoce como Sapo: “Algo malo que uno ha hecho, que se te queda dentro y da supervergúenza contar y te pones de todos los colores, cuando alguien hace referencia a ese escondijo interior qué llevamos”
Cuando Marisol llego a la Escuela que radicaba en los terrenos de la iglesia hace no recuerdo cuantos años, acababa de cumplir los trece y padecía un Sapo en fase aguda. Larguirucha, con cinco o seis arandelas en cada oreja y cara de pasota, pronto descubrió que, en ese cole, las profesoras y el capellán le hacían caso, así como a todos los que ayudábamos en la iglesia. La adolescencia es imprevisible y variada. Hay adolecentes eufóricos y depresivos, melancólicos y cínicos, tímidos y bocazas…A veces en un mismo chico o chica se dan características contradictorias; pero coinciden siempre en su inmensa desmesura. El Sapo de Marisol, fue lánguido, pegajoso, de brazos caídos y pies de plomo, de largos silencios y mirada triste de cachorro desamparado.
En las vacaciones se fue a su país y cuando se reanudaron las clases siguieron mis charlas de preparación a los jóvenes, me extrañó que no me saludara y entonces yo le pregunte:
—Cuéntame ¿Cómo fueron tus vacaciones en tu país?
—Normal
El tono, el gesto y la mirada eran secos y provocadores.
—¿Te ocurre algo?
—Es que la visita a tantos familiares y todos los domingos a la iglesia, con mi abuela y a saludar a los curas, con lo mal que me caen. Y perdone, no pienso recibir La Confirmación…..
Demasiados mensajes para una sola frase. Este tipo de afirmaciones, a los 14 años, deben traducirse por “hoy tengo mal día. Mañana hablaremos”; preservaba su actitud y no regreso a mis charlas semanales por lo que yo acudí a una de sus amigas y me dijo:
—A Marisol lo que le pasa es que es tonta. Yo creo que tiene un Sapo…… Ya lo soltará.
Dicen los expertos que, a los 14 años, la sinceridad cuesta más que en otras edades; pero los expertos, como casi siempre, se equivocan. La sinceridad es tan difícil a los 14 como a los 60. Lo que ocurre es que en cada etapa de la vida las razones que uno se da para tragarse el Sapo son diferentes. A los 14 años, por regla general, se miente peor que a los 60, ya que la hipocresía requiere mucha practica. De ahí que el Sapo de un adolecente sea sencillo de diagnosticar.
Pasaron algunos días y me la encontré en la calle cerca de la Escuela acompañada por un joven de unos 15 años, alto y flaco, con ese aspecto de recién desenrollados qué tienen algunos adolecentes. No me vio hasta que nos encontramos de frente en un semáforo.
—¡Hola!.. Marisol.
Ella reaccionó con insólita cortesía:
—Le presento a Fabián….., un amigo.
El joven me miro confuso. Le estreche la mano y me dirigí a Marisol:
—Oye, ¿sabes que tienes muy buen gusto?
Se puso roja, se le escapo una carcajada, y, oh, sorpresa, exhibió en los dientes un aparato metálico más espectacular que las arandelas de sus orejas. Trato de taparse la boca; pero ya era tarde….
En la próxima charla, me explico lo que ya yo sabía: que ese era su Sapo. Que le daba cosa que la vieran así; pero que seguiría siendo mi alumna y, por supuesto estaba dispuesta a recibir La Confirmación. Yo le conté entonces lo que ahora me sirve como moraleja de este articulo.
Abrir el alma en la dirección espiritual se hace duro cuando hemos cometido uno de esos errores que humillan, no por su importancia, sino porque afectan al centro de nuestra intimidad, al concepto que uno tiene de sí mismo o la imagen que le gustaría proyectar al exterior. Así se forma el famoso Sapo, que al enquistarse, produce un atasco en la conciencia y afecta a toda la vida moral. Por último, jóvenes que me leen no dejen de recibir esta Sacramento porque nuestra Iglesia Católica necesita de ustedes.
Víctor Martell
0 comentarios