93932720_oEn 1786 el matrimonio formado por Juan Antonio Rendú, labrador en la aldea de Confort, y María Ana Laracine ven nacer su primer hijo. Era el día siguiente de la fiesta de la Natividad de la Virgen. El hijo, una niña, bautizada el mismo día de su nacimiento, el 9 de septiembre, por el sacerdote Genolin. Recibió el nombre de Juana María. Un día recibirá el de sor Rosalía y hablará de ella todo París.

El registro del libro de bautizos indica que fue madrina Nicolasa Rendú y padrino Juan José Rendú; pero este último, el abuelo, no hacia más que representar a un amigo íntimo, al que Juana María consideró siempre como su verdadero padrino, un compatriota, sacerdote de gran renombre y de mucha autoridad, el señor Emery, a quien su cargo retenía en Paras. Superior general de los sacerdotes de san Sulpicio y superior del seminario, no podía dejar su puesto, pero el padrinazgo ejercido por aquel eminente sacerdote era una bendición.

Juana María tenía sólo dos años cuando le nació uná hermanita, una muñequita viva a la que podía admirar, acariciar, mecer. Entretanto los días sombríos de la revolución se vislumbraban en el horizonte y en torno a aquellos niños inocentes y risueños se ceñía de preocupación la frente de los mayores. Pero Juana María y María Claudina vivían días apacibles con la ingenuidad de sus pocos años.

Pronto una nueva hermanita vino a completar la fiesta. Le pusieron por nombre Antonieta. Era el año 1793. Juana María iba a cumplir siete años. Cuando se tiene siete años resulta fácil jugar ¡era además la mayor! a hacer el papel de reina en el trío de las hermanas.

En aquella familia nacería pronto una cuarta niña, una pequeña Juana Francisca. Hubiera sido completa la alegría si, pocos días antes, el 12 de mayo de 1796, no hubiera entrado el luto en el hogar con la muerte del padre de familia, que se había ido demasiado pronto para conocer a su última hija.

Poco tiempo después la pequeña Juana Francisca, apenas cumplidos los dos meses, fue a encontrarse con su padre en el cielo. Habría alegría entre los ángeles, pero en la casa de Confort volverá a haber lágrimas, una gran tristeza en el corazón de la madre y una gran pena en el de las hermanitas.

El derecho de primogenitura consistirá para Juana María en ayudar a su mamá en sus austeras obligaciones. Tendrá que seguir dirigiendo, pero para trasmitir a sus hermanas consignas más serias y para contribuir a su formación. Después de todo, aunque no tuviera más que siete años y no supiera todavía lo que era un pecado, sabía de todas formas, porque estaba bien educada, lo que era el orden, el recato, la educación y el espíritu de cordialidad

Por otra parte, si la muerte había pasado implacablemente por aquel hogar tan feliz, iban a ocurrir nuevos acontecimientos. ¿Por qué la mamá tan cristiana, tan resignada a la voluntad de Dios, no volvía a mostrar a sus hijas aquel rostro resplandeciente que siempre habían conocido? ¿Qué es lo que ocurría? Ocurría que la revolución, con sus ideas generosas pero que se habían vuelto locas, sembraba por toda Francia el trastorno y la persecución. Era el año IV de la República. ¡Ya no estaba permitido ser cristiano!

La señora Rendú gozaba de una fama de mujer prudente que hacía aceptar todas sus decisiones en los asuntos familiares, pero era también de una piedad ejemplar. Modelo en la parroquia, daba abundantes limosnas a los necesitados; cuando se presentaba la ocasión enseñaba el catecismo a los ignorantes; acudía espontáneamente al lado de los moribundos para consolarles, exhortarles y ayudarles a bien morir. Durante aquellos tremendos años de revolución, contribuiría a mantener la fe en el país. Y ella misma estaba a punto de verse comprometida peligrosamente por su fe y expuesta a las represalias de los perseguidores. En aquella casona tan hospitalaria se desarrollaba todo un drama.

Pero las tres hermanitas, Juana María, María Claudina y Antonieta, aquellas niñas queridas de todos, rodeadas de afecto, de atenciones delicadas, de cuidados vigilantes, conscientes de ser las joyas de aquella madre tan cristiana y los verdaderos tesoros de la familia, no podían en medio de su felicidad comprender las preocupaciones que pesaban sobre las almas. Iban creciendo risueñas y alegres; iban y venían, se divertían corriendo por el huerto. ¡Eran felices!

Pero era evidente que en Francia se estaba desarrollando un verdadero drama religioso. Y sobre todo -a pesar de que era la mayor y tenía ya siete años- la pequeña Juana María era demasiado frágil para llevar el peso de terrible secreto que ocultaba su casa. En efecto, durante aquellos años sangrientos, que fusilaban y decapitaban a tantos hombres, la casa paterna tenía una función en la batalla religiosa que todos los días producía nuevos mártires. Servía de refugio a los sacerdotes proscritos, a pesar de que los que acogían a estos sacerdotes estaban sujetos a las más graves sanciones, incluso la muerte.

La casa destacaba entre las demás; tenía un aspecto de limpieza y sencillez que inspiraba confianza. Pero por otra parte gozaba de buena fama entre las gentes del país; todos encaminaban hacia ella a los pobres viajeros fatigados. Era grande: podía acoger a los recién llegados…, con tal que perteneciesen a una familia decidida que no tuviera miedo a la delación. Es más, el abate Colliex, que hacía entonces las funciones de cura, tenía allí una habitación provisional, y desde allí iba disfrazado a atender a los feligreses que reclamaban su presencia. El señor obispo de Annecy, más conocido y fácilmente reconocible, obligado a mayor vigilancia, se ocultaba habitualmente en la casa y por la noche, furtivamente, delante de algunos fieles conocedores del secreto, celebraba la santa misa; el Dios de la eucaristía bajaba a aquella casa de bendición. Por todo esto la casa iba tomando aires de santuario; la gente acudía allá con aspecto de seriedad y devoción. Las tres niñas, sin saberlo, estaban también respirando una atmósfera de recogimiento. En esta atmósfera de piedad heroica respiraban un aire vivificador de puro cristianismo que las convertiría más tarde en almas vigorosas, templadas para las grandes tareas de la vida.

Primeros proyectos: La primera comunión de Juana María

Aquella niña que tenía un alma tan grande estaba dispuesta para hacer la primera comunión.

Nuestro Señor se complace en las almas rectas. Era tiempo de prepararla para la visita de Dios.

El señor párroco, aprovechando las horas de descanso que pasaba en la casa, había ido instruyendo a Juana María sobre el misterio de la presencia real de Cristo en la eucaristía. Estas grandes verdades reciben buena acogida en las almas cándidas y se convierten para ellas en fuente esplendorosa de luz. Fue grande la alegría de Juana María al enterarse del día en que iba a hacer la primera comunión. Sería, sin embargo, una ceremonia clandestina, lejos de las miradas indiscretas, en la sombra; ni siquiera la haría en el salón grande, sino en una cueva… Era menester aumentar las precauciones para una ceremonia que iba a agrupar más gente que de ordinario.

En la víspera se hicieron todos los preparativos. Juana Maria ayudó en ello a su madre. Todas las ropas más finas y mejor bordadas se sacaron de los antiguos armarios para adornar el altar. Se bajaron los hermosos candelabros del salón, aunque no pudieron encenderlos, ya que su luz podía resultar comprometedora.

Por otra parte, la belleza debería estar sobre todo en el interior de las almas, en la fe y en la santa audacia de los viejos criados y de los modestos aldeanos que habían acudido, despreciando el peligro, para escoltar al Dios de la eucaristía perseguido en otros lugares, para honrar a la dueña de la casa que tanto se lo merecía, y para complacer a aquella niña tan buena, tan amable, tan viva, tan bien dispuesta, de carácter tan jovial; deseaban suplir con su simpatía todo lo que por otra parte pudiera faltar a aquella fiesta.

Gex: El pensionado de las Ursulinas

Casi por todas partes, aprovechando la calma que había seguido a la tempestad revolucionaria, las religiosas habían ido regresando a sus puestos consagrándose de nuevo a la educación de la juventud. En Gex las ursulinas acababan de abrir su pensionado. La señora Rendú resolvió confiarles la educación de su hija. Tendrán que separarse. Gex estaba a unos treinta o cuarenta kilómetros. Y se trataba de uno o dos años de pensión en perspectiva. Juana María, tan apegada al hogar paterno que nunca había abandonado y donde tanto la querían, debió sufrir mucho con la separación.

En Gex la esperaba una cordial acogida, que acabaría disipando toda melancolía. A una niña de diez años no le costaría acomodarse pronto a las exigencias de la vida del pensionado. Las necesarias imposiciones de la vida común, si se aceptan con valentía, se convierten para las almas robustas en un saludable ejercicio de voluntad, en el placer del esfuerzo, en el gozo de la dificultad vencida. Juana María, con su viva inteligencia y la viveza que ponía en todas las cosas se hizo pronto simpática a sus compañeras y a las religiosas.

Emprendió con coraje el trabajo escolar, que resultaba bastante nuevo para ella. Los dos años que pasó allí la prepararon sólidamente para la vida. Podrá juzgarse de ello más tarde por los frutos de su trabajo, por la ductilidad y la agilidad de su talento, por el libre curso de su pluma en su correspondencia.

Gracias a la gran piedad de Juana María totalmente impregnada del espíritu de fe y que con toda sinceridad ponía ya los intereses de Dios y su gloria por encima de sus intereses personales, pronto dio la impresión a cuantos la rodeaban de que Dios se había hecho un santuario en su alma y que la reservaba para sí, habiéndola adornado de dones tan brillantes, dotado de virtudes tan sólidas, rodeado de los encantos de su gracia. Decían de ella que se haría ciertamente ursulina. Y las religiosas sin duda alguna darían buena acogida a una novicia tan bien dotada y de tan buenas intenciones.

Pero la vocación es un don de Dios. Y Dios, que distribuye sus dones con sabiduría y con una infinita variedad, tiene sus designios sobre cada una de las almas. Los caminos de la gracia en las almas son muy diversos. Dios obra a veces directamente por sí mismo. Otras veces les confía a otros el mandato de dar a conocer su voluntad. Los pobres tenían muchas veces el privilegio de ser esos intermediarios de las gracias divinas.

Los pobres -dice Bossuet- son los primeros hijos de la Iglesia, sus verdaderos hijos, a quienes les corresponde en derecho las gracias de nuestro Señor y quienes son ante los ricos los intermediarios de su gracia.

El contacto con el pobre está lleno de bendiciones. Juana María había sentido pronto el beneficio de este trato. En su entrega cordial a los pobres que se presentaban en su casa de Confort había recibido muchos favores divinos, que tienen como portadores al pobre.

El hospital de las Hijas de la Caridad

Pero había en Gex otra casa en donde Juana María había dejado un trozo de su corazón. La señora Rendú, en una de sus visitas a Gex, tuvo que dirigirse allí y fue acompañada de Juana. Era el hospital. Juana María se encontró allí con la miseria humana, aquella miseria de la que siempre había sentido compasión su tierno corazón. El mal revestía allí una forma distinta, la de la enfermedad. Se trataba de algo nuevo, de algo que tenía por ello más interés para la muchacha, llena de compasión por todas las formas de sufrimiento que iba encontrando.

Y allí encontró también, atentas a aliviar todos aquellos sufrimientos, a las generosas Hijas de la Caridad, cuya abnegación y sencillez ponían un aire de belleza y elevación sobre aquel reino de sufrimiento e iluminaban los rostros sombríos de los pobres enfermos.

Aquel espectáculo la impresionó. Y se despertaron entonces todos los instintos de su generosa naturaleza, atenta siempre a todas las miserias de los hombres. Ella había visto ante el desamparo de los refugiados, su rostro inquieto y temeroso, su cuerpo fatigado, sus pies sangrando, sus ojos agotados.

El hospital estaba muy cerca del pensionado. Muchas veces durante el día la campana del hospital recordaba a todos los vecinos que allí, muy cerca, estaba el dolor, la caridad, la oración. Además, el haber visto en el hospital al lado del sufrimiento a unas almas compasivas, que habían consagrado su vida entera al servicio de los pobres enfermos, era algo que inundaba su corazón de santa alegría, como si aquello fuera la realización de un sueño, casi inconsciente, pero que tomaba cuerpo allí, delante de ella, en toda su belleza y que le parecía ser el ideal más hermoso, capaz de dar todo su valor a una vida.

¿Cuál era, pues, aquella noble y santa voz que le hablaba desde el fondo de su alma? Una voz espontánea de una bondad natural, pero empapada de la gracia divina y reforzada por el Espíritu Santo, que le inspiraba en el corazón la llamada de la vocación. Así es como actúa la gracia de Dios, abriéndose lenta y discretamente el camino hacia el alma.

Cuando Juana María deje a las ursulinas de Gex se llevará consigo junto con los conocimientos escolares que le faltaban, la revelación de su porvenir. Su vida tenía ya un sentido. Se había manifestado por completo al señor párroco de Gex, que había aprobado plenamente su proyecto. Se marcharía a saborear durante algún tiempo las alegrías del hogar familiar, ya que era todavía demasiado joven. Pero cuando llegara la hora, le ofrecería generosamente a Dios el sacrificio de todo lo que amaba en su país natal y en el hogar familiar y responderá a la llamada del Espíritu Santo que había depositado en su corazón su inmenso amor.

Últimas alegrías en el país natal

Su estancia en Gex, interrumpida por algunos días de vacaciones, había durado dos años. Volvió a Confort. En el pensionado la vieron marchar con un poco de melancolía… Pero Juana María, feliz de poder volver a ver a su familia, conservaba en su corazón un grato recuerdo de aquel pensionado en donde había recibido tan buena acogida, donde había hecho tan buenas amistades y donde había escuchado la voz de Dios en la paz y en el recogimiento.

Volvió a Confort con alegría. Veía de nuevo los lugares familiares que le eran tan queridos, la casona, las hermanitas que corrieron a su encuentro y que habían crecido mucho: María Claudina tenía once o doce años, Antonieta seis o siete… ¡Querido hogar de Confort! El porvenir se presentaba lleno de felicidad. La guerra civil había cesado. La religión, lo mismo que el estado, se iban levantando de las ruinas. Juana María iba con frecuencia a la Iglesia de la aldea. Saboreaba la paz, la alegría de ser cristiana.

¡La sangre de los mártires hacía esperar un siglo maravilloso!

La vida transcurría con tranquilidad. Pero Juana María seguía con sus sueños. En Gex, en su visita al hospital, había visto de cerca a los enfermos y a las hermanas abnegadas que les atendían. Deseaba volver a ver todo aquello, enfrentar nuevamente su corazón con las grandes decisiones. Por otra parte, podría ver de nuevo al señor de Varicourt, el párroco de Gex que había sido su director. Y un buen día indicó a su madre su deseo: iría a pasar en Gex unos días en el hospital, para aprender a curar a los enfermos, una cosa que siempre es útil en la vida. ¿No era además una buena ocasión para visitar a las buenas religiosas ursulinas y agradecerles sus atenciones?

La señora Rendú no se engañó; no se hacía muchos proyectos sobre el porvenir de su hija, pues sabía que no podía oponerse a sus deseos. Pero sobre todo no quería contrariar a los designios de Dios, que ella comenzaba a vislumbrar.

Juana María partió para Gex. Una de sus amigas la acompañó en el viaje. Las dos tenían el mismo deseo secreto de consagrar a Dios su porvenir. En Gex se hicieron mutuamente confidencias. Y sus esperanzas compartidas no hicieron más que reavivar sus deseos y aumentar su felicidad.

Juana María volvió a Confort plenamente decidida a seguir la llamada divina. Y reanudó la vida familiar, aguardando la llegada de la hora oportuna. Y he aquí que un buen día -un gran día- la señorita Jacquinot, su amiga, vino a anunciarle su marcha: dentro de poco se irá a París, con las Hijas de la Caridad. Juana María no tenía costumbre de vacilar. ¡La vida caminaba a prisa en su alma! ¿Te marchas tú? ¡Me voy contigo! Le dijeron que era demasiado joven; pero ella no se atenía a razones – ¿Pero, qué dirá tu madre? -De eso me encargo yo. Y acudió a los pies de su madre. -Madre, la señorita Jaquinot se va a París. Me voy con ella -¿A qué va? -Va a entrar en el noviciado de las Hijas de la Caridad. Y yo quiero entrar con ella. Pero las cosas hay que pensarlas un poco; una madre no puede dejar marcharse así a su hija tan joven. Es verdad que ella sabía muy bien que nada sería capaz de estorbar la decisión de su hija. Sabía que era piadosa, reflexiva, tenaz, que conocía muy bien lo que quería y lo quería firmemente. Por otra parte sabía que aquella vocación tenía todas las garantías que eran de desear. Pero a pesar de todo puso algunas reservas y señaló todas las objeciones que exige la prudencia humana: había que esperar. Había que pedir consejo al abuelo; y éste se lo pidió al señor Emery, su padrino. Se atendrían a lo que él dijera. Era lo más prudente. Y esperaron. El señor Emery escribió desde París que él velaría por su ahijada, que las Hijas de la Caridad acababan de reconstruir su casa madre cerca de su residencia y que le sería fácil seguir a la novicia y velar por su salud. El abuelo dio también su consentimiento.

A finales de mayo del año 1082 la diligencia de París se detuvo ante el portal de la casa familiar para recoger a Juana María y a su compañera, la señorita Jacquinot. El conductor restallo el látigo. La diligencia partió al trote de los caballos. La mirada de Juana María y la de su madre se cruzaron por última vez, los ojos se llenaron de lágrimas, ya no volverían a verse la madre y la hija más que una sola vez en la tierra. Pero la Providencia preparaba para Juana María un destino maravilloso del que su madre podía sentirse ciertamente orgullosa. Y la mamá, por su parte, que había conservado para Dios el alma de su hija, se quedaría en su puesto para proseguir en el hogar su hermosa misión maternal.

Al día siguiente de la revolución

Las dos viajeras llegaron a París el 25 de mayo de 1802. Se dirigieron a la casa madre, en la calle de Vieux-Colombier, a la sombra de san Sulpicio, en donde se estaba reconstruyendo la Compañía después de la tormenta revolucionaria.

Por casi toda Francia las hermanas se había ingeniado en la medida de lo posible por permanecer en sus puestos sirviendo a los pobres, conservando su espíritu de Hijas de la Caridad sin el hábito religioso que les estaba prohibido llevar; lo mismo que en Gex, habían seguido entregadas a su misión. Pero la casa madre del barrio saint-Laurent había sido evacuada en tiempos de la revolución. Al principio, en 1789, había recibido la visita de una banda dispuesta a todo, pero que se había visto subyugada por el espectáculo grandioso que se había ofrecido a sus ojos al entrar en la capilla: allí había un centenar de hermanas y novicias, inmóviles, en oración, preocupadas como es lógico por lo que podía pasarles pero dispuestas al sacrificio de su vida.

Más tarde llegó una orden oficial de evacuación y fue necesario dispersarse: las novicias habían vuelto a su casa familiar y las hermanas se distribuyeron por distintos sitios para seguir realizando en la clandestinidad sus oficios de caridad. A finales del 1797, después que pasaron los años más crudos y la muerte de Robespierre, la madre Deleau había regresado a París, procedente de Bray, en Picardía. Encontró en la calle de Macons­Sorbonne, una a una, centenares de hermanas que volvían felices del destierro. Con ellas y con algunas postulantes se empezaron a reorganizar las casi doscientas casas de Francia. Finalmente, en diciembre de 1802, un decreto de Bonaparte restablecía oficialmente la Compañía y le asignaba como casa madre un inmueble de la calle del Vieux­Colombiere, el número 15, dedicado anteriormente a hospicio de niños huérfanos. Recibieron la orden de formar enfermeras para los hospitales, pero se les seguía prohibiendo usar la corneta.

En efecto, todas las casas habían ido pasando sus pruebas y algunas de ellas tuvieron también sus mártires: en Dax, Angers, Arras y Cambrai, varias Hijas de la Caridad había dado su vida en el cadalso o frente a los fusiles alineados frente a ellas. Volvían las supervivientes, ricas en piadosos y heroicos recuerdos, dichosas de encontrar de nuevo en aquella casa de Vieux-Colombier, bajo la magistral dirección de la reverenda madre Deleau, las piadosas costumbres y los ejercicios de la comunidad. Tenían además la ventaja de vivir a la sombra de la parroquia de san Sulpicio. Aquello era una bendición.

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En el seminario y su programa de formación

La señorita Juana María Rendú solicitaba la admisión entre las Hijas de la Caridad. Habiendo hecho en Gex un tiempo de prueba que era una especie de postulantado, podían entrar ya directamente en el noviciado, que las Hijas de la Caridad llaman más modestamente el seminario. Le darían luego el hábito de la Hijas de la Caridad -al menos el que entonces llevaban, ya que el traje tradicional, especialmente la corneta, habían sido prohibidos por la ley revolucionaria-. Más tarde tomará allí el impulso necesario para ir a ejercer sus funciones en el campo de acción que le hubiera preparado la Providencia.

Juana María tendrá que adaptarse a un nuevo género de vida, tendrá que entrar dentro del marco de usos y costumbres tradicionales de la Compañía, tendrá que forjar su alma en el espíritu de las Hijas de la Caridad y practicar sus virtudes características. ¿Tendría esta joven generosa la humildad necesaria para doblegar e inclinar sus sentimientos personales ante el sentimiento de otro? ¡Sí que la tenía! ¿Podría costarle mucho la obediencia a aquella muchacha que en las órdenes que se daban admiraba la autoridad prudente, recta y afectuosa de su madre tan querida? Juana María traía para el servicio de los pobres un alma ardiente, caritativa, compasiva, un carácter enérgico pero dúctil, un corazón generoso, una piedad simple y sencilla, notablemente deseosa de hacer algo grande y hermoso en la vida con los dones recibidos de Dios.

A pesar del desgarrón de las separaciones familiares, muy cruel para un espíritu tan sensible como el de Juana María, se entregó con alegría y entusiasmo a sus nuevas obligaciones. Su educación había sido excelente; la formación del seminario sería fácil. El trabajo se llevaría a cabo con toda normalidad.

Caridad, humildad, sencillez: Juana María lograría pronto aprender el programa. Caridad ardiente, incansable, siempre dispuesta a servir, pero practicada con normalidad.

Por esta gran causa de Dios, el señor Emery había tenido que enfrentarse con los mayores peligros basándose para ello en una caridad modesta, pero ardiente. Al mismo tiempo el alma del señor Emery era también un reflejo vivo y brillante del alma de san Vicente de Paúl. Al contemplar este retrato de un gran sulpiciano se comprende fácilmente el íntimo parentesco espiritual que había entre los hijos del señor Olier y los hijos del señor Vicente. Realmente, las lecciones del señor Emery no se apartaban en lo más mínimo a Juana María del surco trazado por san Vicente de Paúl. Con el más vivo deseo de aprovecharse en su formación, Juana María se acomodaba de buena gana a todas las exigencias de su nueva vida. Iba creciendo en virtud. La frágil salud de Juana María se sentía debilitar. Consultaron al médico y éste ordenó un cambio de aires. Tendría que dejar entonces la casa madre. La enviaron no muy lejos de allí, dentro del mismo París a la calle de Francs­Bourgeois-Marcel.

En el barrio de Mouffetard

Era aquel ciertamente un extraño cambio de aires. Es verdad que cambiaba de ambiente, pero seguía siendo el mismo aire de París el que tenía que respirar. Y el aire de uno de los barrios más poblados y menos aireados. Se dice que fue el mismo señor Emery quien recomendó e inspiró aquel extraño movimiento. Su influencia era decisiva a la hora de tomar decisiones, ya que sus consejos se habían comprobado que eran siempre acertados. Sea lo que fuere, la verdad es que el señor Emery demostró que estaba muy satisfecho de aquella determinación. Y le dijo a su ahijada: Eso es precisamente lo que usted necesita. Allí podrá ser la sirvienta de todos aquellos pobres. El consejo no era tan malo como pudiera pensarse a primera vista. Y el porvenir se encargaría de demostrarlo.

El barrio Mouffetard ofrecía buenas ocasiones para calmar la ambición de aquel gran corazón; la enorme actividad que allí le esperaba reducía en gran medida la tensión espiritual de aquel alma conquistada ya totalmente por Dios.

Por otra parte, el señor Emery le había prometido al abuelo Rendú tener cuidado de su nieta y hasta devolvérsela si la Compañía de las Hijas de la Caridad no lograba volver a constituirse debidamente. La prueba de su salud creaba un problema nuevo, pero que seguía comprometiendo igualmente las promesas del padrino. El señor Emery pensó sin duda en el barrio Mouffetard por el hecho de no estar lejos de san Sulpicio, ni de la calle Saint-Jacques, ni de la calle de d’Enfer, con lo que podía velar por la salud de su ahijada.

Así pues, Juana María partió para el barrio de Mouffetard con su pequeño ajuar, pero con toda la riqueza de su carácter y todo el fervor de su fe. Su estancia en el seminario había sido muy corta, pero en su nueva casa, bajo la dirección de una excelente superiora, podía muy bien continuar su formación de Hija de la Caridad.

Al llegar allí fue cuando tomó el nombre de sor Rosalía y que llevaría en adelante. No tuvo la dicha de recibir el tradicional hábito azul y la corneta blanca. No había acabado todavía su noviciado y además todavía seguía prohibido llevar el hábito religioso. En aquel período de indecisión las Hijas de la Caridad llevaban un hábito de circunstancias; una capa negra, de la que se quejó un día el Papa Pío VII ante el emperador, manifestándole su desagrado de ver cómo un traje de luto, unos vestidos de viudas -le dijo el Papa- seguían todavía sustituyendo el hábito y la corneta de las Hijas de la Caridad. Y el sumo pontífice obtuvo de Napoleón que se retirase aquella prohibición tan odiosa. Bajo aquel pobre hábito de circunstancias latía un corazón vigoroso y enérgico de Hija de la Caridad, que estaba muy por encima de todas las elegancias de este mundo y que se sentía llena hasta desbordar de un maravilloso ideal de esperanza y de amor a Dios y a los pobres de aquel nuevo lugar de encuentro con el crucificado. La calle Mouffetard, antes de llegar a la iglesia de Saint­Médar y de desembocar en la gran avenida de los Franc-Bourgeois, ofrecía un laberinto de callejuelas con nombres muy curiosos, que probablemente hicieron sonreir a su joven espíritu: calle de I’Epée­de-Bois (espada de madera), calle de Fer-a-Moulin (hierro en el molino), etc. Todo aquello poblado por un extraordinario amasijo de tenderetes y barracas, que desembocaban en un mercado de oropeles, trapos, cachivaches, con el pomposo nombre de Marché des Patriarches (mercado de los patriarcas). Juana María, con su alma cándida de niña grande, debió sonreir una vez más ante aquel nombre glorioso, que servía para decorar cosas tan vulgares.

¡Que trabajo tan hermoso y tan duro se le ofrecía allí a un alma generosa, acostumbrada a amar a los pobres y trabajar por ellos! Llena de alegría ante el pensamiento de todo el bien que podía hacer con la ayuda de Dios en aquel barrio, Juana María llegó a la casa donde las estaban esperando.

La oficina de la Caridad

La casa a donde iba destinada sor Rosalía era una oficina de la Caridad o casa de Socorro. Se llamaban de esta manera los establecimientos caritativos creados por el gobierno del Consulado para la distribución de socorros entre los necesitados del barrio. La dirección de las oficinas de la Caridad estaba encomendada a administradores civiles, que actuaban en nombre del estado o en nombre de la comunidad. Pero toda su vida estaba confiada a las religiosas: eran ellas las que atendían a los enfermos, las que distribuían las limosnas y las medicinas y las que dirigían las escuelas. Tenían en ellas plena confianza en aquellos tiempos tan turbulentos.

Sor Tardy, que presidía la vida de aquella comunidad, era digna de gobernar aquel grupo tan fervoroso. Tenían mucha confianza en ella al enviarle a la nueva hermana, todavía novicia, frágil de salud, y que llegaba más bien para que la cuidaran más que para trabajar, mientras ultimaba su formación de novicia.

Sor Tardy acogió con cariño a la recién llegada. Si sentía cierta inquietud al verse bajo el peso de la tarea tan delicada que le habían encomendado, pronto pudo tranquilizarse; poco después, una vez acabado el tiempo del noviciado de Juana María, sor Tardy pudo escribir a la superiora general: Madre, concédale el hábito y déjemela a mí.

En efecto, sor Rosalía había caído muy bien a la pequeña comunidad; era la felicidad de todas, de su superiora y de las demás. A pesar de su fragilidad y de la prueba de su salud que la había llevado a esta casa, había traído también, junto con sus dieciséis anos y el encanto de su juventud, el atractivo de su buen carácter. Por lo que se refiere a ella misma, sor Rosalía se acostumbró enseguida a su nuevo ambiente; con su carácter decidido se adaptaba fácilmente a las nuevas situaciones.

Le encargaron, en primer lugar, de la clase. Se trataba de una escuela para niños del barrio. Sus alumnos eran muy numerosos. Pero ella había aprendido a mandar. Aquella tarea le gustaba. Se entregó a ella de todo corazón, poniendo toda su abnegación y capacidad. El encanto que por otra parte se desprendía de su persona, su espíritu generoso y firme, su mirada tierna y penetrante, su serenidad que engendraba paz lograron conquistar enseguida a todo aquel mundillo escolar. Todos los niños la querían y la escuchaban con atención.

Puso todo el empeño en la enseñanza del catecismo, ya que tenía que vérselas con unos pequeños que ignoraban las verdades elementales de la religión: Pero no eran solamente los niños los que tenían necesidad de saber las nociones elementales del catecismo. Entre las familias del barrio, privadas durante casi diez años de toda ayuda religiosa, había gran número de personas que no habían hecho todavía su primera comunión. Sor Rosalía se convirtió en su catequista. Por la tarde, después de las faenas cotidianas, reunía en casa a las mujeres y a las muchachas del barrio y en aquellas clases vespertinas, que se parecían mucho a nuestros círculos de estudio, con su intercambio de ideas y su atmósfera de confianza, se convertía en apóstol de aquellas mujeres.

En sus horas de ocio, especialmente durante las vacaciones escolares, las otras hermanas invitaban a sor Rosalía a visitar a los pobres. En aquellas visitas llevaba bonos de pan, bonos de carne, ropa y tela para hacer vestidos, ayudas de todas clases, pero sobre todo llevaba un alma benévola y compasiva, un rostro sonriente. Hacía todo el bien que le era posible y confiaba a Dios lo demás. Volvía a casa fatigada, pero no cansada, bendiciendo a Dios por el bien que hubiera podido hacer y dándole gracias por la confianza que en ella había puesto la Providencia. Por todo esto: el cariño de sus compañeras, de los niños y pobres del barrio, siguieron estimulando su esfuerzo y abnegación. Hizo los votos en el año 1807. Unos años más tarde, en 1815, tuvieron necesidad de una superiora para la obra importante de Ménages o de las petites maison. Y escogieron a sor Tardy. Había que buscarle sustituta para la casa de la calle de Franc-Bourgeois. La elección recayó sobre sor Rosalía. Seguramente inspiró aquella elección la misma sor Tardy, que conocía bien a sus compañeras. Todos se felicitaron por tan acertado nombramiento. Realmente la popularidad de que gozaba sor Rosalía era el reconocimiento de sus méritos y de las virtudes que adornaban aquella humilde obrera de Dios.

En el cargo de superiora: comienzos felices

Sor Rosalía tenía solamente veintiocho años. Pero no era persona capaz de acobardarse ante las responsabilidades. Se ofreció a Dios para su servicio en aquel nuevo trabajo. Preocupada por asegurar en su casa una sólida unión entre todas las hermanas y de entusiasmarlas a todas por las obras de la casa, se entregó a su misión con la misma sencillez y el mismo ardor de siempre. Y obtuvo el mayor de los éxitos. Su impulso daba confianza a cuantos la rodeaban. A su alrededor las cosas marchaban estupendamente.

La prueba

Y entonces tuvo que enfrentar sor Rosalía una prueba difícil, de esas que siempre les toca atravesar a todas las personas que se entregan a Dios. Fue tin día de verano. La hermana asistenta la mandó llamar a la casa central. En el consejo habían decidido hacer algunos cambios. El suyo estaba casi decidido. Sor Rosalía partió sin decir nada a sus compañeras. Cuando llegó a la casa madre, la hermana asistenta le dijo sin preámbulos: Sor Rendú haga el favor de quedarse aquí. Aquello fue todo. Así pues, de momento, sin transición alguna, sor Rosalía tuvo que quedarse en la casa central en espera de un nuevo destino. Según la costumbre, se dirigió al salón de la comunidad de los trabajos de costura. Al día siguiente pidieron algunas voluntarias para que fueran a trabajar al huerto; sor Rosalía se presentó y estuvo trabajando allí ocho o nueve días, desplegando su actividad y una animación que dejaba encantada a todas las de la casa.

Entre tanto los administradores de la casa de Franc-Boougeois, los pobres, los mayores y los pequeños, todos acudían a la casa madre para solicitar su regreso. La hermana asistenta acabó preguntándose si no estaría sor Rosalía con ganas de pedir una explicación a la hermana Superiora. Ella le contestó sencillamente: La veré cuando me llame para darme un destino. No tengo nada que decirle. De momento, lo único que tengo que hacer es ser obediente.

Finalmente se decidió que volviera a la parroquia de Saint-Médard. La superiora general mandó llamarla y sin volver siquiera la cabeza hacia donde ella estaba, continuando con lo que estaba escribiendo, le dijo estas simples palabras: Sor Rendú, haga el favor de volver a su casa. Y añadió estas otras palabras, capaces de mortificar a un alma menos robusta y serena: hermana vuelva a casa. Aquí no tiene nada que hacer. Dicen que, inspirada por Dios, la superiora de santa Bernardita Soubirous se sentía inclinada de tratar con severidad a su compañera. Sor Rosalía tuvo que pasar aquel día por la misma prueba. Y tuvo que apelar a todas las reservas de mansedumbre y buen carácter que había en ella, a todo el respeto religioso que siempre había profesado por su superiores, representantes de Dios.

Y sonriendo regresó a su querido barrio de Mouffetard.

En busca de Dios

Su regreso llenó a todos de alegría. Y volvió a poner manos a la obra. Sor Rosalía como superiora, tenía ante todo que infundir vida a toda la casa, dar vida a todas las obras y para ello mantener en sus compañeras el celo y las virtudes de su estado, asegurándoles las bendiciones de Dios como premio a su fidelidad. Aquella era su primera obligación y garantía de su éxito.

Un buen día le dijo con gran bondad sor Rosalía a una joven compañera que le habían enviado del noviciado: la llamaremos Angélica en recuerdo a una pobre muchacha que estaba muy aficionada a nosotras y que, después de haber estado cuidando a su madre enferma, ha ido a morir a la Salpétriére. Era un ejemplo del humilde agradecimiento que sentía por todos aquellos buenos servidores que merecían perpetuar su recuerdo en la casa. Y a continuación le dio un consejo de mucha enjundia: Se dedicará usted a atender a los niños en la escuela… Y como no podrá entonces tener la dicha de ir a ver a los pobres, procuraremos complacerle haciendo que limpie los zapatos de aquellas que vayan a visitarles y que no tienen tiempo para ello. Por otra parte, podrá usted sentirse muy honrada de hacer este servicio a las esposas de nuestro Señor Jesucristo.

Y sor Angélica fue enviada a dar clases. Lo estuvo haciendo durante seis años. Pero sor Rosalía, en un nuevo impulso genial, logró elevar muy alto el espíritu de la nueva maestra de escuela: Su misión es tan hermosa que no debe usted perder ni un minuto; piense que solamente usted es la que puede enseñar a esos niños a conocer y a amar a Dios. Sus madres no lo harán.

Un día la marcha de una hermana, enviada a otra casa para tomar la dirección de la misma, dejó vacantes dos cargos de importancia, especialmente el cuidado de los enfermos en una calle bastante lejana del barrio. Sor Angélica, sana y robusta, fue escogida para sustituir en aquellas correrías un poco largas. Sor Rosalía, al asignarle aquel rincón lejano y bastante poblado, le dirigió un pequeño discurso. Y un nuevo impulso de águila hacia las alturas de lo sobrenatural: Tendrá Usted el mejor sitio -le dijo-: la Ciudad Dorada.

La Ciudad Dorada ¿Qué significaba aquello? Un triste amontonamiento de barracas de todo tipo, de las construcciones más absurdas y arregladas de cualquier manera, en donde vivían una doscientas personas. Se encontraron allí chozas de un franco semanal de alquiler, hechas con cuatro tablas y un montón de trapos. Había gente allí que estaba sin casar, personas sin trabajo, sin ropa con que vestirse, durmiendo sobre un montón de paja. ¡Revoltijo de todas las miserias! Un barrio de pordioseros, de revendedores, de estañadores, de comerciantes de cueros de conejo y vinateros, de mendigos… En el barrio Saint-Marceau —se decía- la gente bebe, pero no siempre come.

La verdad es que sor Rosalía sin exagerar en lo más mínimo, podía añadir en sus consejos a la compañera que enviaba a aquel rincón miserable: En esa Ciudad Dorada se refugia lo más mediocre que hay en París. Se encontrará usted con muchos borrachos. Vaya modestamente, con diligencia. Pregunte a todos los niños que vea si van a la escuela. Hay mucho bien que hacer allí. Es un buen sitio para una Hija de la Caridad. Era entonces imposible andar con regateos en espíritus de abnegación. Lo único que podía hacerse era declararse uno feliz y procurar serlo de verdad a base de entregarse por completo.

El año 1830

Era grande la efervescencia de los espíritus que reinaba después de la revolución. El mundo se sentía agitado por todo un bullir de nuevas ideas. La revolución, a pesar de haber atacado a la Iglesia, de haber diezmado las filas del clero, de haber abierto grandes brechas en la masa de los fieles, había sin embargo lanzado a través de todo el mundo algunas ideas generosas. Pero sus vuelos entusiastas, rodeados de tantas y tantas esperanzas, se habían visto acompañados de tan grandes excesos que la alegre y triunfal canción de la libertad acabó tomando tonos falsos y sombríos que la desfiguraron y desacreditaron ante un gran número de espíritus.

Pero en el terreno de las ideas todavía quedaba mucho por hacer. Pues bien, en la Sorbona se daba cita todo un mundo juvenil, estudioso y lleno de generosidad, abierto a las nuevas ideas; una juventud muy heterogénea, ciertamente, pero que compartían un mismo ideal, el de colocar definitivamente en un buen camino a una sociedad que andaba desorientada, el de proyectar un poco de luz, el de fijar un objetivo, el de inyectar en aquella sociedad enferma una savia de vida nueva que le devolviera la salud y el vigor necesario para emprender de nuevo el camino.

Esta diversidad de opiniones había hecho surgir en el seno de la juventud universitaria diversos partidos, muy distintos unos de los otros pero entre los que la camaradería tradicional de los estudiantes mantenían cierto contacto. Y la buena voluntad, el deseo sincero de encontrar en las ideas un terreno de concordia había asociado a algunos de ellos en lo que se llamaba la «conferencia de la historia», una especie de círculo de estudio en donde se hablaba de historia, pero sobre todo de historia religiosa. Las reuniones se celebraban en casa del distinguido señor Bailly, profesor de filosofía, hombre de corazón generoso, que había tomado algunas iniciativas muy afortunadas a favor de los estudiantes. Era natural que la hermosa historia de la Iglesia católica gozara de especial atención y simpatía entre sus defensores. Defendida por Federico Ozanam, por Lamache, Letaillandier y otras nobles figuras de temple y de erudición, la Iglesia encontró en muchos de ellos, sabios y elocuentes apologistas.

Ozanam desplegaba por aquella época sus mejores cualidades de genio y de talento. Empezaba ya a distinguirse por aquella brillante y cálida elocuencia que, sostenida por robustas convicciones, resonaría pronto en las aulas de la Sorbona de París, haciendo entrar en ellas después de una larga ausencia el genio cristiano, ilustrado por un arte consumado y una ciencia que era el fruto de un pujante esfuerzo de erudición.

Pero sucedió un día que, después de aquellos sublimes discursos en la conferencia de la historia, un camarada le dirigió este duro apóstrofe: ¡ Vuestra Iglesia! ¡Muéstranos qué es lo que hace vuestra Iglesia! Es verdad que en el pasado el cristianismo ha realizado cosas prodigiosas. ¡Pero hoy el cristianismo ha muerto.! Ustedes que se glorían de ser católicos, ¿qué es lo que hacen?

Ciertamente, una mirada imparcial y profunda habría encontrado, incluso en aquellos años imbuidos todavía de espíritu volteriano, no pocos milagros de fe y de caridad en el seno de las masas agitadas de aquella época desventurada. En el mismo París no faltaban obras perfectamente organizadas, que se esforzaban por aliviar las miserias que se cernían sobre la capital: se visitaban las cárceles, se acudía a los hospitales, se recogía a los niños pequeños perdidos en París. En estas obras caritativas los estudiantes se encontraban con los miembros de la más alta aristocracia. A sólo dos pasos de la Sorbona, muy cerca de aquellos estudiantes que discutían, el propio señor Bailly les ofrecía generosamente la hospitalidad de su salón que se había convertido en una especie de círculo de estudiantes en donde éstos encontraban siempre acceso y refugio. Y había fundado muy cerca de la facultad de Derecho, en la calle de I’Estrapade, la Sociedad de Buenos Estudios, una especie de casino literario, en donde había, biblioteca, periódicos, una sala de estudio bien iluminada y con calefacción, un salón para reuniones y conferencias. Allí era precisamente donde se reunían para la conferencia de la historia.

Así pues, la caridad cristiana era verdaderamente activa en aquellos tiempos tan turbulentos. Pero el bien no hace ruido; se difunde silenciosamente. De todas formas aquel apóstrofe conmovió profundamente a Ozanam. Al salir de la conferencia, se encontró con Lataillandier: es verdad -se dijeron uno a otro-, no hablemos tanto de caridad, hagámosla. Sentían la necesidad de añadir a los bonitos discursos y a la apologética más hábil el ejemplo de las grandes virtudes y el espectáculo de los grandes servicios sociales.

Aquella misma tarde Ozanam y su amigo fueron a llevar aunas familias necesitadas una provisión de leña para finales de invierno. Pero aquello no era más que un rasgo de heroísmo individual. Era preciso ir más allá. En aquellos días de agitación y de fiebre, los amigos se buscaban y se reunían. Durante una reunión, uno de ellos exclamó: Fundemos una conferencia de caridad. La idea hizo fortuna. Todos la aceptaron con entusiasmo. Y también le alegró al señor Bailly. Y el señor Bailly los envió a sor Rosalía. En efecto, no había nadie que fuera más apropiado que sor Rosalía para guiarlos en el aprendizaje de la caridad.

El barrio latino no estaba lejos del barrio Mouffetard. Y en éste llevaba ya treinta años sor Rosalía entregándose a las tareas caritativas con un éxito que atraía a todo París.

El beato Ozanam y la Conferencia de San Vicente de Paúl

Ozanam sabía el camino de la casa de sor Rosalía. Un día, conociendo ésta la delicadeza de su hermoso espíritu compasivo que se veía inclinado a una excesiva liberalidad, le había dicho: Hijo mío, lo que les digo a sus amigos, no tengo necesidad de decírselo a usted. Gracias a Dios, usted conoce bien a los pobres, como es debido. Ozanam acudía de buena gana a la calle de I’Epée, a aquel santuario de la caridad. Cuando salió de la casa del señor Bailly, preocupado por las últimas discusiones que habían tenido en la Conferencia, no vaciló en dirigir enseguida sus pasos para ir a buscar en casa de sor Rosalía las consignas que imponían las circunstancias.

Fue allá acompañado de Letaillandier. Y decidieron que, para responder al reto que les habían lanzado en la conferencia, tenían que emprender alguna obra, de las que más agradan a nuestro Señor, una obra de caridad. Así quedó disuelta la conferencia de la historia y se convirtió en conferencia de caridad: La Conferencia de San Vicente de Paúl

El camino de la Sorbona a la calle de I’Epée­de-Bois fue más que nunca conocido y recorrido. Y sor Rosalía tuvo la dicha de ver reunirse varias veces en su casa a los primeros miembros de la Conferencia de San Vicente de Paúl, de ver entre ellos a un joven que también llevaba el apellido Rendú, y de sentir cómo se avivaba y propagaba el hermoso fuego de la caridad. Los jóvenes venían en grupo a su casa; pero a veces también venían individualmente a buscar consejos, recomendaciones y aliento. Se llevaban consigna y órdenes de servicio y se derramaban por las calles del barrio como mensajeros de la caridad.

Al principio, la Conferencia de san Vicente de Paúl estaba destinada a funcionar entre los compañeros de la escuela; se limitaría a ejercer sus tareas en el círculo íntimo en que había sido fundada. Así es como funcionó durante dos años. Pero un día, uno de aquellos jóvenes estudiantes, el señor Le Prévost, llevado de su celo apostólico, propuso en una reunión desdoblar la conferencia para poder extender sus obras de caridad. Se trataba de establecer una en san Sulpicio; quizá más tarde podrían fundarse otras… Se alborotaron los ánimos de aquellos buenos apóstoles, celosos de su intimidad. La cosa llegó a calentarse tanto que el prudente señor Bailly creyó oportuno cerrar la discusión. Finalmente él, el autor de la propuesta, como punto final de sus argumentos, hizo observar que la idea no era suya, sino que procedía de sor Rosalía, deseosa de extender cada vez más lejos el reino de Dios. Sus palabras fueron decisivas; el nombre de sor Rosalía hizo callar todas las oposiciones. Y se adoptó la decisión de dividir la conferencia.

Pronto habría de verse cómo, gracias a sor Rosalía, se iban extendiendo las Conferencias de san Vicente de Paúl, como un reguero de pólvora, por toda la superficie del globo. Llegando a encerrar al mundo -decía Ozanam- dentro de una red de caridad.

Así pues, San Sulpicio tuvo también su conferencia. La célula madre se desdobló. Antes de separarse, los miembros oyeron del señor Bailly estas graves palabras: Señores, amemos nuestras reglas; si las guardamos con fidelidad, estemos seguros de que ellas nos guardarán a nosotros y guardarán nuestra obra.

Por la Regla, indicará más tarde, en 1841, el señor Bailly, entendemos sobre todo las consideraciones generales que proceden a nuestro reglamento propiamente dicho, donde se expresa el espíritu que debe llenarnos a todos y que vivificará para siempre nuestros débiles esfuerzos. Porque estas consideraciones son la Palabra de Dios, son las máximas de los santos, son principalmente el pensamiento de san Vicente de Paúl, que nosotros no hemos hecho más que aplicar a las tareas de nuestra obra. En estas expresiones, ¿quién no ve la sombra discreta de sor Rosalía?

San Vicente podía estar contento de sor Rosalía. Ella hacía pasar el alma generosa de todos aquellos jóvenes que gravitaban alrededor de la casa de I’Epée-de-Bois un poco el alma de su santo fundador, tan humilde y tan sencillo en el seno de los más espléndidos ardores de su caridad. Sor Rosalía continuaba influyendo tanto en el pensamiento de la conferencia como en el ánimo de aquellos jóvenes que le tenían en tan alto aprecio.

La correspondencia de sor Rosalía

Los ecos de esta amistad pueden escucharse a través de la correspondencia de la Hermana. Porque estos jóvenes, una vez establecidos en las diversas provincias o en los alrededores de París, deseaban seguir aprovechándose del patrocinio de aquella que les había protegido y guiado maternalmente durante sus estudios en la capital. Sor Rosalía se prestaba de buena gana a este apostolado. Sus cartas podrían llevar lejos sus consejos y sus alientos. Habiendo adquirido sobre ellos una especie de autoridad maternal, usaba de gran libertad con ellos en sus avisos, en sus recomendaciones. Sus cartas están llenas de testimonios de afectuoso interés. Aparece con frecuencia la palabra amistad. Estas páginas están esmaltadas de términos delicados, casi cariñosos, que le permiten a su autoridad derramar a raudales los beneficios de su caridad.

Se conserva toda una serie de cartas, llenas de encanto, dirigidas a un joven notario, que durante el tiempo de sus estudios de Derecho en París había disfrutado de los consejos y de la vigilancia de sor Rosalía. Aquel joven le comunica su esperanza de matrimonio, más tarde le habla de su boda y de todos los acontecimientos de su vida familiar. Y sor Rosalía le contesta por urbanidad, pero también por sincera amistad y, en los comienzos, por verdadera vigilancia sobre aquel joven que se lanzaba a la vida con verdadera ilusión. Se conservan unas treinta cartas, escalonadas en dos períodos, de cinco años cada uno. Del año 1835 al 13 de febrero de 1840 se intercambiaron treinta y cuatro; del 5 de enero de 1845 al 28 de diciembre de 1849 se cuentan solamente diez. Hay una interrupción de cinco años, perfectamente explicables por los acontecimientos, trágicos a veces, de aquella época.

El vizconde de Melun y la escuela de caridad de la calle I’Epée-de-Bois

El acercamiento fraterno y la amistad de sor Rosalía iban haciendo penetrar insensiblemente, día tras día, en todas aquellas almas lo mejor de su propia alma, con las certeras máximas que ella misma había aprendido en la escuela de san Vicente. Y a una vez, su apostolado entre estos jóvenes se convertía, casi espontáneamente, en una pujante y fecunda escuela de caridad.

El vizconde de Melun, que ya desde la primer visita que le hizo quedó conquistado para la obra de sor Rosalía y que fue uno de los alumnos más asiduos de esta escuela bienhechora, nos ha revelado los secretos de la preciosa iniciación que se daba en ella.

Era durante el invierno de 1837-1838, el joven vizconde, después de atravesar las pobres calles del barrio y el sórdido mercado de los patriarcas, se encontró ante la casa de sor Rosalía en compañía de los pobres que asediaban su puerta. La señora Swetchine que lo enviaba, era para él la mejor de las recomendaciones. Y ciertamente no resultó inútil. Es verdad que sor Rosalía lo recibió muy bien, casi tan bien -nos dice él mismo- como si hubiera sido uno de sus pobres…, pero ella misma le confesó más tarde, con una sonrisa maliciosa, que se había preguntado al ver aquel joven tan apuesto si no sería él también uno de esos apóstoles aficionados, a los que atraía a su casa más la curiosidad que la caridad, y que muchas veces no podían resistir la visión poco atractiva de la miseria y dejaban después de la primera visita todo aquel desconcertante apostolado.

Así pues, el joven apóstol tuvo que sufrir la prueba común de una visita a los pobres. Sor Rosalía le entrego unos pocos bonos de pan, algunos bonos de carne y alguna ropa, que tenía que llevar a alguna familia del barrio, acompañando a dicha limosna con algunas palabras de cariño. El joven vizconde se sintió ya desde entonces ganado para la obra de la caridad . Y cuando sor Rosalía le dio a leer la Vida de san Vicente de Paúl, a quien venerará desde entonces y que fue para él una verdadera revelación, escibió a la señora Swetchine: Dios es muy bueno. Me envía sus consejos, a sor Rosalía y a san Vicente.

De esta forma Armando de Melun se hizo miembro de la conferencia de san Vicente de Paúl y pronto fue invitado a tomar parte del consejo general de la Sociedad. Desde el primer momento fue uno de sus miembros más activos. Desde 1833 hasta la muerte de sor Rosalía en 1856, no pasó una sola semana sin que el vizconde de Melun se dirigiera a la calle de I’Epée-deBois para buscar allí consignas, direcciones para visitar a los pobres y también consejos para las empresas que tenía en mente poner al servicio de los marginados como lo había aprendido de sor Rosalía. Pero además encontraba en sor Rosalía, junto con el beneficio de sus ejemplos, la agradable sorpresa de su experiencia y de sus piadosas artimañas para aficionarlo al bien. Y como nuevo aliciente iba recogiendo de vez en cuando, en el curso de sus recomendaciones maternales, algunas de aquellas frases tajantes, de aquellas expresiones lapidarias heredadas de san Vicente, que salían como lava ardiente de aquel rico fondo de alma de fuego del santo de la caridad.

Escuchemos algunos ecos de aquellas valientes palabras. Cualquier que se haya familiarizado un poco con las Obras de san Vicente de Paúl reconocerá pronto en ellas un aire familiar. Son conocidos los términos con los que san Vicente hacía el elogio de sus queridos pobres: Los pobres son otro Jesucristo…; son nuestros señores y nuestros amos…; son los predilectos de Dios… Son ellos los que nos atraen las recompensas de Dios. Escuchemos ahora a Ozanam hacerse eco de estas ideas y revestirlas con bella prosa tan armoniosa: La bendición de los pobres es la bendición de Dios. Los pobres están ahí…, y podemos meter nuestros dedos y nuestras manos en sus llagas. Y las huellas de la corona de espinas son visibles en su frente… Deberíamos caer a sus pies y decirles con el apóstol: Tu es dominus meus et deus meus. Vosotros sois nuestros señores y nosotros somos vuestros servidores. Sois para nosotros las imágenes sagradas de ese Dios al que no vemos; y como no sabemos amarle de otra manera, lo amamos en vuestras personas.

En 1835 aparecía el texto del manual destinado a los miembros de las conferencias. Está lleno de interés. Pero escuchemos cómo empieza. Podríamos decir que su comienzo está sacado directamente, casi al pie de la letra, del comienzo de las Reglas o Instituciones que san Vicente había dejado a sus misioneros. He aquí las primera líneas sacadas de la carta de envío:

He aquí finalmente el comienzo de aquella organización escrita que llamábamos nuestros votos. Se ha hecho esperar durante mucho tiempo, pues hace ya varios años que existe nuestra asociación. Pero, ¿no había que estar seguros de que Dios quería que tuviese vida antes de imprimirle una forma de existencia? ¿No era preciso que ella pudiera juzgar de sus posibilidades basándose en lo que ya había hecho, antes de imponerse algunas reglas y fijarse algunos deberes? Hoy ya no tenemos en cierto modo nada que hacer más que traducir a un reglamento las prácticas que hemos seguido con cariño. Esto es una garantía segura de que nuestras reglas serán bien acogidas y de que no quedarán en el olvido.

A su vez, el señor Bailly, en el año 1841, ante el maravilloso desarrollo que la Providencia daba a la Sociedad de san Vicente de Paúl, recordaba la designación de pequeña sociedad que los miembros de las conferencias solían darse en la humildad de los comienzos. Pero añade: En estos momentos esta designación ya no es verdadera a no ser por lo poco que hacemos en comparación con todo lo que habría que hacer. Pidamos a Dios con fervor que haga crecer nuestras obras en la misma medida con que crece el número de los que se alistan bajo la santa y caritativa bandera de san Vicente de Paúl.

Hacia 1850 la sociedad de las conferencias de san Vicente de Paúl llevaba entonces unos veinte años de existencia. Pero durante esos veinte años algunos de sus miembros más influyentes acudían regularmente a la calle I’Epée-de-Bois a buscar la inspiración al lado de sor Rosalía, cuya presencia en el barrio Mouffetard iluminaba toda su vida, a fin de renovar allí continuamente su contacto con el espíritu y el alma de san Vicente.

Preparación para una buena muerte

Al paso de sus sesenta o setenta años, pero con el corazón ligero, podría presentarse ante san Pedro llevando un copioso tesoro. San Vicente y santa Luisa de Marillac estarían allí para sonreírle y para acompañarla ante su Señor. Había servido bien; había trabajado mucho; había amado mucho a los pobres, podía esperar una buena acogida en el cielo. Pero todas las grandes vidas tienen también su lote de pruebas purificadoras y santificantes.

Pruebas familiares

Por aquellos tiempos llegaron de Confort noticias alarmantes: la salud de su madre dejaba mucho que desear y a veces inspiraba serias preocupaciones, pero por otro lado le reconfortaba los cuidados que le prodigaban algunas buenas personas a su madre.

Le doy gracias de todo corazón -escribe a la señorita Melania Rendú- por las atenciones que tiene con mi querida y buena madre. Le agradezco mucho las cartas tan afectuosas que me ha escrito. Le ruego que vele para que no cometa ninguna imprudencia. Que no siga con su celo, con su fervor, con su empeño en querer ir a la iglesia, en donde necesariamente tiene que coger frío.

Gracias a los cuidados que le rodeaban la señora Rendú, después de algunas alarmas, volvió a recuperar la salud. La muerte no vendrá a buscarla hasta el año 1856, el mismo año que a sor Rosalía. Sin embargo, en 1851 una nueva enfermedad volvió a preocupar a sus hijas. De nuevo, nuestra hermana vuelve a sus recomendaciones y declara que renuncia a todos sus bienes, si son necesarios para la preciosa salud de su madre. Es también al vicario de Lacrans a quien escribe: Me he enterado de que se encuentra peor mi querida madre. Estoy muy preocupada por ella. Le renuevo mis súplicas de que vaya a darle el consuelo de sus visitas lo más frecuente que pueda. Haga el favor de indicarme cómo se le atiende y que tome todo lo que necesite. Sor Rosalía sabe muy bien que su hermana de Confort, con su marido y sus hijos, rodean solícitos a su madre. Pero de su corazón se escapa este grito doloroso, muy explicable en una hija: ¡Cuánto me cuesta no poder atenderla yo misma!

Pruebas de salud

La enfermedad no era ninguna novedad para su vida. Sor Rosalía, a pesar de su actividad, había sido siempre muy frágil de salud. Con frecuencia pasaba algunos días de fiebre y a veces se veía obligada a aceptar sus golpes. Guardaba entonces algún día de cama. Desde allí dirigía la faena de la casa e incluso escribía alguna carta. Ya en 1838 había sufrido en dos ocasiones fuertes ataques de fiebre: la primera vez había pasado doce días en cama, la habían puesto a dieta y la habían sangrado en abundancia. Al caer por segunda vez aquel mismo año, tuvo que guardar cama durante algunos meses. A finales de año, empezó a levantarse sólo algunas horas durante el día.

Sin embargo, iba y venía de un lado para otro. En septiembre de 1853 la encontraron en peregrinación a Nuestra señora de las Victorias con dos de sus compañeras; mandó decir allí algunas misas el día de Navidad por su madre, ya que había recibido malas noticias de Confort. La señora Rendú parecía estar muy enferma.

Los últimos momentos. La muerte

Durante aquel año de 1853 murió en París la venerable superiora del convento de la Visitación de Santa María, la madre Fournier. Las hermanas de la Visitación de san Francisco de Sales y las Hijas de la Caridad de san Vicente estaban ligadas, lo mismo que sus fundadores, con una santa amistad. La madre Fournier hizo llamar a su cabecera a la superiora de las Hijas de la Caridad de la calle I’Epée-de-Bois. Quería tenerla a su lado en el momento de morir. Me gustaría tener un ángel junto a mí.

San Vicente le había dicho un día a la señorita Le Gras: Usted va por delante. Pronto la alcanzaré. También la madre Fournier le dijo a sor Rosalía: Yo me voy por delante, ánimo, hermana, usted me seguirá muy de cerca. E indicó la fecha, ya muy cercana, de su propia muerte.

Llegó el año 1856. Por consiguiente, la aurora del año nuevo se mostraba feliz y llena de grandes esperanzas. Pero de pronto, a comienzos de febrero, cayó gravemente enferma. Se había resfriado. La noche del 4 de febrero tiritaba de frío en la cama. Tenía una fiebre muy alta. Cuando llamaron al médico, dictaminó enseguida la gravedad del mal: pleuresía. Pero no estaba todo perdido todavía. Se aplicaron los remedios enérgicos de aquella época.

Durante su vida, sor Rosalía había demostrado tener miedo a la muerte. La meditación de las grandes verdades causaba una honda impresión en su alma. Su devoción que siempre había sido muy sencilla, se había alimentado con esas sencillas verdades que habían sostenido su firmeza y su virtud toda su vida. Pero la verdad es que su devoción, siempre sencilla, se alimentaba de ordinario con verdades austeras. La justicia de Dios, decía con frecuencia. Y aunque templada con su santo entusiasmo de la gloria de Dios, esa justicia divina era para ella un aguijón en la carne, como decía san Pablo. Sor Rosalía tenía miedo de la muerte y del juicio divino.

No obstante, cuando llegó su última enfermedad, y a pesar de aquellas palabras de la venerable madre Fournier, que le había dejado vislumbrar su muerte cercana, sor Rosalía estaba tranquila y serena. ¿Acaso no había dicho san Vicente que los que hayan amado mucho a los pobres no tendrán miedo a la muerte?

Por algún momento creyeron que iban a vencer el mal. La muerte va muchas veces precedida de cierto bienestar ficticio y pasajero. Todavía el día anterior a su muerte sor Rosalía daba a sus hermanas la ilusión de que iba a curarse. Pero aquel mismo día volvió la fiebre. Reapareció la pleuresía. La enferma comenzó a amodorrarse. De vez en cuando balbucía algunas palabras. Sus últimas frases fueron para sus pobres: Hijos míos, mis queridos hijos, mis pobres. Cuando yo les falte, Dios mío, no los abandones. Las palabras se extinguieron en sus labios.

Avisaron al señor párroco de saint-Médard que llegó corriendo y le administró la extremaunción. Sor Rosalía hizo la señal de la santa cruz. Fue su último gesto. Con aquel acto de fe y aquel signo salvador entró definitivamente en sopor. El día siguiente, 7 de febrero, a las 11 de la mañana, entregó su alma a Dios, sin agonía.

Sor Rosalía tenía 70 años. Aquella buena obrera de Dios, agotada por tanto trabajo, podía ir a descansar al paraíso. Allí volvería a encontrarse con su madre, que había muerto en Confort tres días antes. Antes sus restos mortales se organizó un continuo desfile: se sucedían uno tras otro la gente humilde y los grandes personajes para contemplar por última vez aquellos rasgos tan bondadosos. El día de las exequias, hubo un paro general en todo el barrio, como si se tratara del domingo. Al toque de ánimas de la iglesia de Saint-Médard, todo el mundo se puso en movimiento para acompañar a su bienhechora.

Los funerales fueron grandiosos, conmovedores. Por delante del coche fúnebre caminaba una ola silenciosa, en la que fraternalmente se confundían todas las clases. Los partidos hicieron una tregua aquel día. Los odios enmudecieron bajo el peso de la admiración del más raro de los dones.

El cotejo se dirigió al cementerio de Montparnasse, en donde se depositó el ataúd en la cripta de las Hijas de la Caridad. Unos meses más tarde, la fidelidad del recuerdo inspiró a algunos amigos de sor Rosalía el deseo de proporcionarle una tumba especial, donde pudieran ir a testimoniarle a ella personalmente su gratitud. Se concedió la autorización en virtud —dice el registro del cementerio- de los servicios hechos al pueblo francés.

En la nueva tumba se colocó una lápida con la siguiente inscripción: A sor Rosalía, sus amigos agradecidos, los pobres y los ricos.

Autor: Víctor Estrada Aguirre, C.M.

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