De la Milagrosa se han acuñado miles de millones de Medallas que los devotos de la Virgen han dado por todo el mundo sintiendo el calor de las manos que las dan y las manos que las cogen. Y si miramos una imagen de la Milagrosa, lo primero que nos impresiona son sus manos extendidas como si quisieran acogernos. Santa Catalina nos cuenta cómo se le apareció la Virgen: «De pronto, en los dedos de las manos que sostenían el globo, descubrí unos anillos, en los que iban engastadas piedras preciosas que despedían destellos que se extendían hacia abajo, de forma que yo no podía ver sus pies». Las manos de la Virgen esparcen gracias en forma de rayos hacia todos los hombres, hijos suyos.
Son las manos que enseñaron a caminar a Jesús sujetándole para que no se cayera, y ahora en la Medalla sostienen a quien la lleva para que camine seguro, sin tambalearse en los muelles del puerto de Arguineguin. María hizo las manos de Jesús cuando lo llevaba en su seno y continúan ahora en las manos de María, con las que nos da sus gracias en forma de rayos. Jesús con sus manos curaba a paralíticos, ciegos y sordos, calmaba tempestades, defendía a los débiles, amenazaba a los opresores, sacaba del abismo a los que se hundían, y dio a su Madre desde la cruz el encargo de hacer, desde el cielo, lo que él hizo mientras vivía en la tierra. Y María sigue haciéndolo a los que llevan su Medalla y a las familias que acogen la urna de la Milagrosa.
La Virgen no le dice a santa Catalina que le edifiquemos una iglesia, como en Lourdes, para que sus hijos vayan a visitarla. Le dice que propague la Medalla, pues es ella la que quiere visitar a los hijos que la llevan y a las familias que la acogen en la urna de la Visita Domiciliaria, la Medalla de la familia, para que viva unida, como vivió la Sagrada Familia.
En Arguineguin necesitamos a María, necesitamos su Medalla para vivir un amanecer en el que todos vivamos como hermanos, hijos de la misma Madre. Si nos consideráramos hermanos buscaríamos una solución humana, como hermanos y no como extranjeros. Al menos lo que llevamos la Medalla Milagrosa hagamos el milagro de ver en sus caras la luz del amanecer respetando la cultura de unos y de otros.
Cuando besamos la Medalla o cuando la urna de la Milagrosa entra en un hogar, nos encontramos con las manos extendidas de María dispuesta a acoger a todos como a hijos suyos. Quizá muchos no han imaginado la magnitud que tiene el hecho que un niño se críe en un lugar donde todos colaboran para todos, se preocupan por lo que siente cada uno y entre todos buscan una solución a los problemas.
Hay que pedirle a la Milagrosa que ahuyente la violencia y el maltrato físico o psicológico, pedirle que haya diálogo y sacrificio para abandonar una cultura y asimilar la cultura de quien acoge. Ella nos dará fuerza para vivir unidos; solo nos pide que confiemos en ella, al menos con la jaculatoria “Oh, María sin pecado concebida, ruega por nosotros que acudimos a ti”.
Si tenemos fe, ¡cuánto bien podemos hacer cuando nuestras manos entregan una Medalla Milagrosa a otras manos, sabiendo escuchar y dialogar, consolando unas veces y ayudando otras! Al regalar una Medalla Milagrosa, hablamos, nos conocemos mejor y brota la solidaridad entre los que acogen y los que piden ser acogidos, aunque seamos unos desconocidos. Regalar una Medalla nos lleva a ganar la confianza de otras personas, a dialogar y a conocer sus virtudes. Al ver las manos extendidas de María, llenas de gracias, ¡que nadie nos acuse un día de no haberle tendido nuestras manos al que necesitaba nuestra ayuda!
P. Benito Martínez, CM
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