El perdón en el evangelio
Entramos en cuaresma centrada en la misericordia divina, esa montaña con dos laderas, la compasión y el perdón. Sin embargo, llama la atención el número de palabras que aparece en los medios de comunicación con el sentido de venganza, revancha, resarcimiento, desagravio, compensación, represalia hasta el homicidio, tanto en boca de los políticos como en las relaciones de género entre marido y mujer o entre parejas y entre padres e hijos. Por el contrario, la palabra perdón brilla por su ausencia, aún en cuaresma, cuando la liturgia de los cristianos está empapada de la clemencia divina.
Mateo dedica el capítulo 18 de su evangelio a exponer el perdón como un aspecto relevante de la vida. La pregunta que hace Pedro sobre cuántas veces tendrá que perdonar, señala a las Hijas de la Caridad que para hacer de la comunidad un Reino de Dios, el perdón tiene que ser constante y sin condiciones. Si el mero hecho de ser cristiano comporta la actitud de perdonar siempre, la actitud de las de Hijas de la Caridad, debe ser la de perdonar aún a los enemigos, de lo contrario, la comunidad muere.
La dureza de la parábola del rey que perdona una millonada a un súbdito y este no perdona a un compañero una pequeña cantidad es, para las Hermanas, un toque de atención ante el peligro de no perdonarse entre ellas y ante lo costoso que es perdonar a los pobres. Y hay que perdonarlos cuando su pobreza los empuja al engaño o a posturas rebeldes, y perdonarlos siempre, por difícil que sea comprender su comportamiento; y si no queremos dar ese perdón siempre y a todos, sean Hermanas, pobres o ricos, Dios no nos puede admitir en el servicio de su amor. Así se lo afirma santa Luisa a las Hermanas de Angers (c. 115), y en los evangelios esta actitud de perdón aparece como heroica, cuando a Pedro le dice que hay que perdonar setenta veces siete aún a los enemigos [el número siete entre los judíos indicaba totalidad también en el tiempo, “siempre”].
La Hija de la Caridad está en contacto con la gente en busca de la felicidad para ella y los demás, viviendo en comunidad con otras Hermanas. Se esfuerza en vivir el Reino de Dios, un Reino de justicia, de amor y de paz, a través de la humildad, sencillez y caridad, formando entre ellas una verdadera fraternidad que no nace automáticamente por el hecho de vivir en la misma casa y suprimir las desigualdades comunitarias, sino que es el fruto de un esfuerzo por superar el egoísmo personal.
Perdonar de corazón
La petición del perdón en el padrenuestro es ilustrativa, pues si no perdonamos tampoco el Padre Dios nos perdonará. En la Eucaristía el padrenuestro resalta la petición del perdón y nuestro compromiso de perdonar antes del gesto de paz, que no es un gesto superficial, sino voluntad sincera de reconciliación antes de comulgar, es una llamada a la Hermana a recalcar con qué personas concretas mantiene enemistades, pequeñas o grandes, y a ver qué está dispuesta a hacer para superarlas con una humildad que la empuja a pedir perdón, a ceder y a perdonar sin esperar a que se lo pidan, con la sencillez de una Hija de la Caridad que no exige reparaciones. Esto es “personar de corazón».
Hay que perdonar de corazón, cuando los lazos de la amistad se han roto y a pesar de todos los esfuerzos no hay forma de recomponerlos. Son momentos complejos de las relaciones humanas de las Hermanas en los que resulta más sano no pretender grandes y solemnes reconciliaciones, sino tender sencillamente la mano dispuesta siempre a la reconciliación, porque el perdón es algo que se lleva en el corazón.
¡Cuánta distancia entre nuestra manera de actuar y el amor que Dios ha derramado sobre nosotros! La Hija de la Caridad, que sigue a Cristo hasta la cruz, crea en ella una disposición de perdón ante la ofensa, consciente de ser ella misma deudora ante Dios en una medida incomparablemente más elevada. El perdón en una Hija de la Caridad no se reduce a un deber moral, viene a ser una especie de proclamación de la fe en Dios, como un eco de la conciencia de haber sido antes perdonada, algo así como una virtud teologal que prolonga en cada creyente la clemencia de Dios. Cualquier otra forma de perdonar no es perdón.
Perdonar sinceramente de corazón es difícil, desde el punto de vista psicológico y social. Sólo desde la fe con la conciencia de haber sido perdonados, podemos abrirnos a perdonar también nosotros. Los grandes perdonados son grandes perdonadores, son los que cumplen el «perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Sólo quien ha experimentado el perdón de Dios es capaz de perdonar. El incapaz de amar es incapaz de perdonar como Dios nos persona. Y si no somos capaces de perdonar a quien nos ofende, ¿con qué derecho vamos a rezar el padrenuestro?
El perdón que proclama Jesús
La amistad de Jesús con los pecadores provocó escándalo y hostilidad hacia él; nunca había sucedido algo así en Israel. Para muchos especialistas éste es el talante más revolucionario de Jesús. Ezequiel, Isaías, Jeremías, Amós, Oseas son hombres de Dios, pero no se rodean de pecadores, no comen con ellos. Ningún profeta, tampoco el Bautista, se acerca a los pecadores con la amistad y la simpatía con que lo hace Jesús. Desconcertaba que estimulara a todos a seguirle e invitara a los pecadores a su mesa, ya que solo se invita a la mesa a familiares y amigos; ¿cómo puede un hombre de Dios anunciar que en el Reino de Dios cabe como amiga la gente indeseable de la sociedad, sin antes exigirles un “arrepentimiento”? Los evangelios muestran la sorpresa y las acusaciones que despierta Jesús al comer con pecadores y publicanos, como un comilón y un borracho, un amigo de pecadores. En aquella sociedad la comida era sagrada y no se podía comer con cualquiera. Sin embargo, Jesús abría su mesa a todos. No hacía falta ser puro, podía ser una mujer limpia o una prostituta, un hombre piadoso o un pecador.
Resuena un mensaje de santa Luisa a la comunidad: Para cumplir su divino designio deben tener una gran unión que les hará tolerarse una a otra, que no tendrán nada que objetar cuando se les adviertan sus faltas. Y, cuando vean algún defecto en otra, sabrán excusarlo, puesto que nosotras cometemos las mismas faltas y necesitamos que se nos excuse también. Si una Hermana está triste, si tiene un carácter melancólico o demasiado vivo o demasiado lento, ¿qué quiere que haga, si ese es su natural?, y aunque se esfuerce por vencerse, no puede impedir que sus inclinaciones salgan al exterior. Su Hermana, que debe amarla como a sí misma, ¿podrá enfadarse, hablarle de mala manera, ponerle mala cara? (c. 115). Parecido a lo que proponen los obispos de Pamplona, Vitoria, Bilbao y San Sebastián en su carta pastoral del 13 de febrero para la cuaresma de 2013: Es preciso superar el miedo a reconocer los propios errores, a pedir perdón y a ofrecerlo. En la tarea de dejar al Espíritu hacer la obra de Dios en nosotros hemos de ayudarnos unos a otros mediante la oración, el diálogo, el mutuo aprecio y la corrección fraterna.
Jesús pide para seguirle un perdón total y sin condiciones. Él mismo se pone de ejemplo en la cruz, cuando perdona a quienes le están clavando e incluso los disculpa de no saber lo que hacían. Es aquí, en la cruz, cuando cumple en propia carne lo que le había ordenado a Pedro, perdonar setenta veces siete, en oposición al canto vengativo de Lámec: “Caín será vengado siete veces, más Lámec lo será setenta y siete” (Gn 4, 24). Parece inconcebible que Jesús en la cruz no pida ni arrepentimiento. El perdón es un don que se ofrece gratuitamente al ofensor por misericordia, no un intercambio de perdón por arrepentimiento. Se considera una victoria del amor sobre el odio, una victoria que puede no olvidar, pero comprende; que no cancela, pero acepta sin renunciar al combate.
El perdón no hay que considerarlo en relación solo con el malvado sino también con el que perdona. El odio es una tristeza y un mal que dañan al que lo padece y no deben recaer sobre el inocente que perdona. El perdón no anula la voluntad del malvado que puede seguir siendo mala, y quien perdona tampoco renuncia a combatirla. Hay que combatir la maldad de los ofensores sin odiarlos. Lo que caracteriza al perdón es la negativa a compartir la maldad. Añadir odio no es de quien perdona, sino del malvado.
Un ejemplo es el padre misericordioso de la parábola, que cada día se asomaba al camino esperando la vuelta del hijo que se marchó de casa; y cuando el hijo vuelve, el padre no le da tiempo para presentar sus excusas; lo que importa es que el hijo ha vuelto, que lo puede abrazar, en contraste con el otro hijo, hermano del que ha vuelto a casa.
El perdón es una apuesta arriesgada en favor de quien es perdonado y un acto de confianza de quien perdona. Es un riesgo que asume Dios cuando nos perdona y que asumimos nosotros cuando perdonamos. Confiamos en la bondad natural del hombre y nos fiamos de su capacidad de conversión, y le damos nueva oportunidad al tiempo que él toma confianza en sí mismo, al sentirse perdonado y amado. Es lo que hace Dios sin límite, perdona una y mil veces, confía una y mil veces, brinda una oportunidad una y mil veces. El perdón cristiano, por ser incondicional, se convierte en una apuesta, en un riesgo que al igual que Dios, también nosotros asumimos gustosos. El perdón humaniza porque no se lanza a la cara como quien pasa un recibo, sino que se ofrece con el deseo de restituirle su dignidad, porque se busca, por encima de todo, el bien de la persona humana, hacerle comprender que es amada por Dios y por los compañeros, que están y estarán siempre con ella y no la dejarán caminar sola por la vida.
El perdón se fundamenta en la comprensión.
Para perdonar hay que comprender que todos somos pecadores, egoístas, cobardes, mentirosos, injustos [Yo en la culpa nací, pecador me concibió mi madre (Sal 50); El que no haya pecado que tire la primera piedra (Jn 8, 1-11)]. Aún en las faltas repugnantes que sobrepasan la medida de lo común como violador, atracador, asesino, también se exige la comprensión de que el otro es así, que es fanático, que se equivoca, que es un malvado, aunque tengamos que luchar contra él y contra la maldad.
La comprensión abre el camino para examinar las circunstancias de la existencia del malvado desde su infancia y han debilitado su voluntad. Las circunstancias no suprimen el horror de las faltas ni muchas veces tampoco anulan la culpabilidad del ofensor, pero ayudan a comprenderlo y a perdonarlo. Hay que perdonar al que no perdona y comprender que está aplastado por una carga que tan solo le ha sucedido a él y le puede resultar insoportable. Si se comprende ya se perdona, pues comprender es no juzgar y cuando no se juzga ya no se le considera culpable, se le perdona. También en comunidad suceden cosas que para unas Hermanas son llevaderas, pero para otras, por su sicología o su situación actual, son inaguantables. Tenemos que comprenderlo.
Cultivo una rosa blanca,
en julio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel, que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni oruga cultivo,
cultivo la rosa blanca.
José Martí
P. Benito Martínez, CM
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