Jesús aconseja que seamos sencillos como palomas, pero prudentes como serpientes (Mt 10, 19). La sencillez agrada si tiene en cuenta la prudencia[1], aunque a veces hagamos trampeja como le indicaba santa Luisa de Marillac a san Vicente de Paúl: “No sé si es contra la sencillez servirme de lo que a mí me parece prudencia” (c. 577). Su sencillez cautiva y su prudencia admira. En algunas cartas parece ladina, como en las que envió a san Vicente contándole las entrevistas que mantuvo con sus parientes Attichy y con el señor Leroy. Con esta mezcla la sencillez y la prudencia de una forma simpática alrededor de la frase: “Yo me hice la sorprendida” (c. 213).
Parece que no pueden congeniar sencillez y prudencia, que se oponen, sin embargo la prudencia le dice a santa Luisa que debe afianzar la Compañía de Hijas de la Caridad que ha fundado, dándoles por Superior General al Superior General de los Paúles y la sencillez la empuja a exponerlo son sencillez y verdad: “Me ha parecido que Dios ha puesto mi alma en una gran paz y sencillez en la oración que he hecho acerca de la necesidad que tiene la Compañía de las Hijas de la Caridad de estar siempre, sucesivamente, bajo la dirección que la divina Providencia le ha dado, tanto en lo espiritual como en lo temporal; y en ella he creído ver que sería más ventajoso para su gloria que la Compañía desapareciera por completo que estar bajo otra dirección, ya que sería contrario a la voluntad de Dios” (c. 228).
La sencillez y la prudencia son clave cuando una Hermana tiene que hablar con personas de fuera o de los defectos de las compañeras o cuando dialoga con la Hermana Sirviente. En los tres casos la sencillez o claridad debe estar pilotada por la prudencia para salvar la caridad[2]. Maturina Guérin cuenta que santa Luisa “no daba a conocer a las Señoras la conducta particular y secreta de la Compañía, y se deshacía hábilmente de las que indagaban sobre ella, aunque fueran grandes amigas” (D 822).
Hay que tener la cabeza en el cielo y los pies en la tierra para servir a los pobres; se necesita sencillez, pero envuelta en la prudencia al estar las Hermanas rodeadas de administradores y colaboradores que no comprenden la secularidad de las instituciones vicencianas. Si santa Luisa viviese, aconsejaría a las Hijas de la Caridad lo mismo que aconsejó a las de entonces: “Prudencia para no detenerse más que en las cosas importantes… Y lo que piensen que están obligadas a decir, lo dirán con la mayor sencillez que puedan, pensando que no todo lo que parece malo lo sea, sino que frecuentemente lo es sólo en nuestros sentimientos y opiniones; y para evitar que nuestras Hermanas caigan bajo la sospecha y la enemistad de las mujeres que, desde hace tiempo, dirigen el hospital, es preciso que antes las traten con mucho respeto y les manifiesten mucho amor y cordialidad” (E 55). Y afirmaba que la prudencia depende mucho de la sicología, la edad, los lugares, costumbres y modas[3].
De la sencillez no suele hablarse tanto como de la humildad y la caridad a pesar de ser también una virtud del Espíritu vicenciano, y a pesar de que san Vicente le dedica frecuentes alabanzas y algunas conferencias. En una de ellas lanza unos piropos preciosos: “El espíritu de las aldeanas es sumamente sencillo: nada de finuras, nada de palabras de doble sentido; no son obstinadas ni apegadas a su manera de pensar; porque la sencillez las hace creer lo que se les dice. Así tienen que ser también las Hijas de la Caridad; en esto conoceréis que lo sois de verdad, si todas sois sencillas, si no sois obstinadas en vuestras opiniones, sino sumisas a las de las demás, cándidas en vuestras palabras, y si vuestros corazones no piensan en una cosa mientras vuestras bocas dicen otra”. “El día que dejéis de ser sencillas, la pobre Compañía estará muerta; sí, estará muerta”. Y concluye: “Por lo que a mí se refiere, me parece que Dios me ha dado un aprecio tan grande de la sencillez, que la llamo mi Evangelio. Siento una especial devoción a decir las cosas como son” (IX, 92, 536, 546). Parece un eco de la bienaventuranza los limpios de corazón, los sencillos, verán a Dios.
Es extraño el deseo de ser alguien y de alardear que sentimos y lo difícil que es ser lo que uno debe ser, sin fingir. Es fácil ponerse la máscara de que somos pacientes, pero una palabra fugaz, descubre nuestro carácter; es fácil ponerse la careta de amar a los pobres, pero cualquier dificultad enseña que somos cómodos y un poco duros. Nos convertimos en un campo de batalla entre lo que somos y lo que fingimos ser, entre la vanidad y el amor propio, por un lado, y la sencillez, por otro, y es fácil que la sencillez quede herida con las otras virtudes del Espíritu, la humildad y la caridad.
La sencillez no es fruto del estudio, sino de la naturalidad. No hay que buscarla, es un instinto. Ser sencillo es un trabajo continuo que obliga a estar en vela, pues el amor propio solapado puede brotar hasta para fingir que somos sencillos. A veces pensamos que somos sencillos si rechazamos lo accidental y superfluo y vivimos con lo esencial, pero esto, de por sí, no supone sencillez. Vivir con una mesa y una silla o con solo un libro, entretenerse tan solo con la música, los ritos, la piedad, puede ser afectado y eso no es sencillez. Se puede renunciar a la ambición de poseer más, pero sin matar todos los deseos. Carecer de deseos ambiciosos no significa arreglárselas sin nada. La persona sencilla, encantada con lo que tiene, lo tiene todo, incluso la satisfacción de no necesitar más, y lo refleja en el rostro y en la conducta.
Dirigida a los misioneros paúles, vale para las Hermanas la conferencia de san Vicente sobre el “pequeño método” (XI, 164s). Los mensajeros de la verdad siempre han llevado vida sencilla y han adoptado medios simples para impartir sus mensajes. Su sencillez y esplendor pueden compararse a la del joyero que, fiel a su profesión, hace preciosas joyas, porque está enamorado de su trabajo, pero él sigue sencillo.
En la actualidad la virtud de la sencillez dirige una llamada a la gente para que replantee sus valores, especialmente el de la belleza. Hoy la belleza está definida por el negocio de la moda y la estética, propagada por los ricos y los famosos y aceptada por las masas. La belleza sencilla elimina la arrogancia de las ropas caras y de la vida opulenta, como vemos en María de Nazaret ante las riquezas de las emperatrices.
Notas:
[1] E 48 n. 153, 157; E 91 n. 243.
[2] c. 440, 592, 593, 655, 732, E 55 n. 179.
[3] c. 30, 40, 115, 163, 313, 331, 546, 580, 660, E 90, 108…
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