El Imperio romano admitía que los emperadores eran la encarnación de los dioses, y cuando un emperador visitaba una ciudad se celebraba la visita del dios correspondiente con una gran fiesta. El año pasado propuse meditar sobre la palabra adviento o advenimiento a una ciudad de los dioses, encarnados en los emperadores, al tiempo que rememoraba la venida del verdadero Dios encarnado en Jesús. Este año propongo reflexionar sobre el objetivo central en el adviento: el cambio de vida y los personajes que nos enseñan el camino, Juan Bautista, durante las dos primeras semanas, y la Virgen María, en las dos últimas. Cada uno expone alguna particularidad en el cambio de nuestra forma de vivir. El grito del Bautista: “Preparad los caminos del Señor”, es en una invitación a cada persona a cambiar de vida e integrarse en el Reino de Dios que traerá Jesús. Un cambio de vida supone cambiar la mente y la voluntad para sustituir el corazón de piedra por otro de carne que se apiade de los pobres.
Para la Virgen María el Reino de los Cielos se identifica con los tiempos mesiánicos que había anunciado el profeta Isaías y que iniciará el Hijo que lleva en sus entrañas. Si Juan insistía en instaurar el Reino de Dios en la vida personal, María añade implantarlo en la sociedad para que los hombres vivan la justicia, el amor y la paz, y las riquezas se distribuyan también entre los pobres.
La explosión de gracia y de luz que tiene lugar el día de Navidad es el punto culminante del cambio de vida y pone como expectativa a la Virgen María. Todas las esperanzas culminan en ella. Y pensando en ella los padres del décimo concilio de Toledo (656), presidido por san Eugenio y al que asistió san Ildefonso, instituyeron la fiesta de la Expectación del Parto, ocho días antes de la Navidad, el 18 de diciembre. Fue llamada también «día de Santa María», y de Nuestra Señora de la O, por empezar las antífonas de las vísperas del 17 al 23 de diciembre con la exclamación “¡oh!” que dice María al sentir a su Hijo moverse en su seno.
Los tiempos mesiánicos que anuncia María piden cambiar las estructuras seculares que, según san Juan Pablo II, edifican la sociedad de pecado. Para la sociedad secular lo único que vale es la productividad y que cada uno se preocupe de sí mismo, mientras que los tiempos mesiánicos piden vivir la solidaridad. La sociedad secular anima a gozar los placeres rápidos, breves y frecuentes, mientras que un cambio de vida exige el sacrificio de renunciar a ellos. Las estructuras de pecado da a los adinerados el poder y facilita la corrupción de jueces, mientras que la Virgen María defiende los tiempos mesiánicos que traigan la igualdad de todos y donde el cordero y el león, el niño y la víbora jueguen juntos (Is 11, 6-9). Tiempos que han llegado con el nacimiento de Jesús.
Cambiar de vida es duro y cuesta; Juan Bautista señala la dureza con su forma de vestir, de alimentarse y por venir del desierto. También Jesús, siempre que habla de cambiar de vida, habla de sacrificarse: «Pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar su cabeza… Dejar padre y madre… No llevéis…» (Mt cp. 7). La falta de sacrificio ha traído una sociedad moderna que llamamos light, con personas ligeras y vacías de valores, incapaces de reflexionar sobre su vida. Es ahí donde cada vicenciano tiene que dirigir su cambio de vida para que sus deseos de cambiar, no se queden solo en deseos. Tiene que interrogarse por qué vive de esa manera y descubrir lo que un siquiatra escribe sobre la sociedad actual: «la abundancia, tener todo lo material y haber reducido al mínimo lo espiritual… Sus modelos no tienen ideales: son vidas conocidas por su nivel económico y social, pero rotas, sin atractivo para echar a volar y superarse uno a sí mismo. Gente repleta de todo, ahíta, llena de cosas, pero sin brújula» (Enrique Rojas).
Juan al cambio de vida lo llama conversión y se presenta ante los judíos proponiéndoles un bautismo de conversión que limpiara el pecado y hiciera nueva una vida que estaba desgastada. Era una renovación de la vida práctica de una vez para siempre; será un árbol con las mismas raíces, el mismo tronco y las mismas ramas, pero ahora da fruto que pueden comer los pobres. Jesús comienza su misión, proclamando la Buena Nueva: El tiempo se ha cumplido, y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14s).
Los cambios de vida repentinos, como el de san Pablo, no son frecuentes. Durante el proceso de conversión, el Espíritu divino anima a perseverar sin exigirse más de lo que él pide. Nos toca a nosotros discernir lo que el Espíritu nos pide en cada momento, porque si nos exigimos más de lo que podemos, nos exponemos a luchar solos y sin fuerzas. Ello exige sacrificio, lo que se llama ascesis, ese esfuerzo doloroso que se siente, cuando el Espíritu Santo nos empuja a dejar nuestros gustos y seguir a Jesús hasta la cruz. Siempre que el evangelio habla de conversión, habla de abandonar la comodidad: Los pájaros tienen nido… El Hijo del hombre no ha venido a ser servido… Dejar padre y madre… Y si es un proceso largo, hay que poner las mediaciones más apropiadas
Los dos apoyos de la conversión son confiar en Dios y en el esfuerzo personal. Pero sin pensar que, por haberse entregado a Dios, por pertenecer a la Compañía de las Hijas de la Caridad y servir a los excluidos, por llevar la Medalla Milagrosa o, como decían los judíos, por ser hijos de Abrahán, ya se ha convertido. Porque lo que nos salva es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
P. Benito Martínez CM
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