La Virgen Milagrosa se manifiesta Madre de la esperanza a una seminarista de las Hijas de la Caridad. Y la esperanza queda materializada en una medalla que el pueblo a los pocos años llamó milagrosa. La escena en la que la Virgen le entrega la Medalla a Santa Catalina Labouré es una evocación de la Anunciación a María. La joven que en la anunciación no parecía entender qué significaba el saludo angélico, descubre, con una luz nueva, que ha sido llamada a cooperar con Dios para que se cumpla la esperanza de la llegada del Mesías. Lucas pone en su boca ese canto, hermoso y glorioso, en el que María anuncia que, aunque ha sido hecha para ser Madre de Dios, Dios le ha pedido su consentimiento y ella se lo ha dado. María proclama con mayor hondura y claridad, lo que los profetas solo se habían atrevido a señalar: la llegada de la historia humana a la etapa en la que se realiza la salvación de la humanidad.
María se presenta como una madre que ve cumplidas sus esperanzas y las de sus hijos con la llegada del redentor anunciado por Isaías. Y se hace portadora del clamor de los pobres. Si María es bienaventurada lo es gracias a su disponibilidad para que la promesa de salvación se cumpla en Ella y en su Hijo Jesucristo. Y se alegra de que Dios sea Dios de aquellos que confían y esperan en él. A los otros, a aquellos que están tan ocupados en sus cosas, sus bienes, su poder y su gloria, en su corazón no les cabe ese Dios que ha mirado la bajeza de una pobre aldeana sin riquezas ni sabiduría mundana.
Al recitar el Magníficat, María glorifica a Dios porque ha confiado en ella y en ella ha dado a los hombres todas las esperanzas de la salvación. Glorifica a Dios, porque tiene por favoritos a los pobres y se dirige a ellos porque ellos son los únicos que la van a escuchar. Las palabras que san Lucas pone en boca de María no son palabras de ningún profeta ni de ningún reformador político o social, son palabras que brotan de la ternura y del gozo que caben en el corazón de María. No es que a Santa María le diera un arranque de inspiración profética, es que su voz venía a hacerse eco de la voz de Dios Padre que la convertía en la esperanza de lo que después anunciaría el hijo de sus entrañas.
Pero la esperanza de que desaparezcan tantas diferencias como existen, por desgracia, entre las familias de la sociedad moderna y entre nosotros los cristianos, es débil, y hasta nos atrevemos a proclamar las palabras tremendas de María Santísima, que le inspiró el mismo Dios, como si la cosa no fuera con nosotros, cuando a nosotros precisamente van dirigidas, si es que de verdad queremos ser discípulos de Cristo. Nosotros estamos llamados a ser, como María, esperanza en medio de nuestro mundo. Y si a la Virgen la llamamos «esperanza nuestra» y «abogada nuestra» es porque en verdad creemos que en ella se cumplen las esperanzas que hemos puesto en Dios. Si nosotros deseamos ser hijos de María, esperanza nuestra, tenemos que ser de verdad esperanza para nuestro mundo.
La Medalla Milagrosa ha sido desde los comienzos de su propagación motivo de esperanza, causa de alegría, de humilde satisfacción para cuantos la han distribuido confiados en su valor salvífico y en cuantos, de buena gana o con escepticismo, la han acogido. La historia de esta humilde medalla da cuenta de cómo ha sido de verdad una historia cargada de esperanzas, de alegrías, de curaciones físicas y de conversiones a la fe en Cristo Jesús que nadie hubiera imaginado.
Quiera la Virgen de la Medalla Milagrosa que nosotros confiemos siempre en ella y seamos la esperanza para todos cuantos nos rodean: familiares, amigos, conocidos y para cuantos puedan encontrarse con nosotros en la vida de cada día, porque nuestra esperanza no es solamente nuestra, sino que es de todos y para contagiarla a todos, como lo hicieron Santa María y su Hijo Jesucristo.
Benito Martínez., C.M.
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