La fiesta de la Encarnación del Hijo de Dios es la fiesta de la Anunciación, del momento en el que Dios anuncia a María que va a recibir al Mesías Hijo de Dios en sus entrañas y le va a dar a luz. Para las Hijas de la Caridad es una fiesta entrañable, es decir perteneciente a sus entrañas. Por eso, el comentario es desde las entrañas y no desde la teología y la Biblia.
Desde que Adán y Eva desoyeran a su Creador, los judíos esperaban a un Mesías que vendría un día a liberarlos. Como cualquier mujer judía descendiente de David por parte de ella o de su marido, María pensaría que el Mesías podía ser de su linaje. Los profetas fueron indicando dónde nacería y de qué familia.
Muchos esperaban la venida de un Mesías caudillo político y militar. María no. Sabía que la salvación mesiánica iba dirigida preferentemente a los pobres. Cuando recibe la Noticia, María se turbó. Era el asombro de ser ella la elegida para hacer realidad en aquel mismo momento lo que soñaba el pueblo judío. Santa Luisa de Marillac dice que María no fue elegida, fue hecha expresamente para ser Madre de Dios (E 38, 106). Ese anuncio era capaz de turbar incluso el alma de la Virgen María. Pero Dios Padre la tranquiliza: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. El Señor, le dará el trono de su padre David; reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin. Dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 35-38). Las profecías ya tienen sentido y empiezan a encajar. Fuera de la casa de José y María todo sigue igual.
Y María dice su palabra. Para los siglos venideros, esta será «la palabra» que encierre la aceptación gozosa de la voluntad de Dios: «Hágase.» Dios no ha querido forzar las cosas. Quienes conocen a Dios saben que Dios necesita el «sí» del hombre para hacer su obra sin violentarle. El Padre siente gran respeto por la libertad de sus criaturas, hasta para redimir al mundo. En aquel momento, María, con su «hágase», abre camino para que las cosas tengan sentido y el hombre pueda reconciliarse con la herencia perdida.
Pero un rosal necesita un apoyo más firme que su tronco para que le guarde de los vientos y de la nieve. Hacía falta un muro, hacía falta José. María y José se desposan. José será la sombra ancha y fuerte que necesitarán María y Jesús. Ambos, José y María, al saber la Noticia, deciden vivir juntos su vida de virginidad. Y así, tras la apariencia ordinaria de unos desposorios, se esconde la preparación del hogar de Jesús,
En la Encarnación Cristo asume una humanidad, y por la renovación las Hijas de la Caridad se van renovando y asumiendo la humanidad de Cristo, de acuerdo con aquel vacíate de ti misma y llénate de Cristo de san Vicente de Paúl. Se van renovando, se van haciendo nuevas más y más.
Pues nada humano está fuera de Dios, nada en ti ni en lo que te rodea es tan despreciable que no pueda formar parte de Dios. Y si Dios se hace Dios-con-nosotros y eso, lejos de empequeñecerle, le hace infinitamente grande, a ti te invita a ser-con-los-pobres, permaneciendo célibe, viviendo la pobreza y en equipo, y siendo testigo de que eres feliz, a pesar de haber entregado tu voluntad a Dios sin sacrificios ni ofrendas ni holocaustos, imitando a Jesús que siempre hizo la voluntad del Padre.
Merece la pena entregar la vida a Dios, como María, y, renovándote, no quedar estéril, vacía, sola. Tampoco María se encierra ni se aleja del mundo, al contrario, después de escuchar a Dios, entrega su persona humana a los pobres. Lo corporal es el quicio por el que Dios se pasea por la tierra unido a nosotros. Y por eso, la renovación es hacerse cada vez más humana, de carne y hueso, hasta poder decir, como en el himno: “Mujer quisiste hacerme, no desnuda inmaterialidad de pensamiento. Soy una encarnación diminutiva… Y Tú, así, tangible, humano, fraterno… Carne soy y de carne te quiero. ¡Caridad que viniste a mi indigencia, qué bien sabes hablar en mi dialecto!… ¡Dulce locura de misericordia: los dos de carne y hueso!” (Alfonso Junco, poeta mexicano, 1896-1974).
Benito Martínez., C.M.
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