La Virgen María proclama en el Magníficat que es Madre de la esperanza. Aquella joven que en la anunciación no parecía entender qué significaba el saludo angélico, descubre, con una luz nueva, que ha sido llamada a cooperar con Dios para que se cumpla la esperanza de la llegada del Mesías. Lucas pone en su boca ese canto, hermoso y glorioso, en el que María anuncia que Dios ha comenzado los tiempos mesiánicos por medio de ella, y aunque hecha para esta misión, Dios le ha pedido su consentimiento libre y ella se lo ha dado. María proclama con mayor hondura y claridad, lo que los profetas solo se habían atrevido a señalar: el cambio completo de la historia humana en la que se realiza la salvación de la humanidad.
María se nos presenta como la madre que ve cumplidas sus esperanzas y las de sus hijos con la llegada del redentor anunciado por Isaías. Y se hace portadora del clamor de los pobres. Si María es bienaventurada lo es gracias a su incondicional disponibilidad para que la promesa de salvación se cumpla en Ella y en su Hijo Jesucristo.
Y la Virgen María se alegra de que Dios sea Dios de aquellos que tienen esperanza en Dios. A los otros, a aquellos que están tan ocupados en sus cosas, sus bienes, su poder y su gloria, nos les cabe Dios en su corazón; ese Dios que ha sabido mirar la humillación y la bajeza de una pobre aldeana. Un Dios que no ha querido por madre a una mujer de importancia, sino a una campesina de una aldea, sin aureola ni riquezas ni sabidurías mundanas.
Al cantar o recitar el Magníficat, recordemos que Dios ha glorificado a María y ha puesto todo su gozo en ella, y desea que se cumplan en nosotros las esperanzas de auténtica salvación. Ese Dios que se manifiesta como no neutral, porque tiene por favoritos a los pobres, se dirige a ellos porque ellos son los únicos que le van a escuchar.
Las palabras que san Lucas pone en boca de María no son palabras de ningún profeta agresivo o de un reformador político y social, son palabras que brotan de la ternura y del gozo que caben en el corazón de María. No es que a Santa María le diera un arranque de inspiración poética o profética, es que su voz venía a hacerse eco de la voz de Dios Padre y se convertía en la mejor pregonera de lo que después anunciaría y obraría el hijo de sus entrañas y que ya comenzaba a obrar en ella.
Pero muchas de esas diferencias que Dios desea que desaparezcan persisten por desgracia en nuestro mundo y entre nosotros los cristianos, y hasta nos atrevemos a proclamar las palabras tremendas de María Santísima, la palabra de Dios, como si la cosa no fuera con nosotros cuando a nosotros precisamente van dirigidas si es que de verdad queremos ser discípulos de Cristo. Nosotros estamos llamados a ser, como María, esperanza en medio de nuestro mundo. Y si a la Virgen la llamamos «esperanza nuestra» y «abogada nuestra» es porque en verdad creemos que con ella se cumplen las esperanzas que hemos puesto en Dios. Si nosotros deseamos de verdad ser esperanza para nuestro mundo, hemos de comenzar por dar cumplimiento a esas esperanzas en lo que atañe a cada uno; hemos de vivir la esperanza de modo activo.
La Medalla Milagrosa ha sido desde los comienzos de su propagación causa de esperanza, motivo de alegría, de humilde satisfacción para cuantos la han distribuido confiados en su valor salvífico, esperanzador y en cuantos, de buena gana o con escepticismo la han acogido. La historia de esta humilde señal puede dar cuenta de cómo en verdad ha sido una historia cargada de esperanzas, de alegrías, de curaciones físicas y de conversiones a la fe en Cristo Jesús que nadie hubiera imaginado.
Quiera la Virgen de la Medalla Milagrosa que nosotros seamos personas llenas de esperanza y la esperanza para todos cuantos nos rodean: nuestras familias, amigos y conocidos, para cuantos puedan encontrarse con nosotros en la vida de cada día, porque nuestra esperanza no es nuestra, sino que es de todos y para anunciarla a todos, como lo hizo Santa María y su Hijo Jesucristo.
Benito Martínez., C.M.
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