Cuando Isabel escuchó el saludo de María, le profetizó la primera Bienaventuranza del Evangelio: “Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá lo que te ha dicho el Señor” (Lc 1, 45). También nosotros somos bienaventurados si confiamos que el Señor está a nuestro lado, cuando intentamos renovarnos día tras día. María creyó en la omnipotencia divina en una cosa tan inconcebible como es la de concebir sin obra de varón. Creyó que el Señor estaba con ella, que el Espíritu Santo la cubriría con su sombra, al tiempo que convencería a José de la inocencia de su esposa. Y nosotros no dudamos que el Señor está a nuestro lado cuando parece que las dificultades son insuperables.
A Zacarías, sacerdote de Yahvé, Dios le habló en el Templo, al asceta Juan Bautista, en el desierto, a María, en su habitación de desposada durante una oración contemplativa como ningún ser humano, excepto su hijo Jesús, podrá tener nunca. A nosotros se nos presenta en la Eucaristía bajo las especies de pan para que le comamos y como símbolo del pan que damos a los pobres. Y quien hace la Eucaristía es el Espíritu Santo. Pero es en la vida y en el servicio de cada día donde el Espíritu Santo se apodera de nosotros y nos transforma en Jesucristo, de tal manera que los pobres, cuando los atendemos, no ven a un hombre sino a Jesucristo. Aunque de una manera alegórica, a todos se nos aplica la profecía de Isaías: “He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre “Dios con nosotros” (Is 7, 14). Ese Dios con nosotros en la actualidad es el Espíritu Santo.
Lo más natural es que Dios necesite a Zacarías y le pida su consentimiento para engendrar a un niño que será el que anuncie la llegada de Jesús a todos los hombres. Es natural que Dios necesite a Juan Bautista y le pida que se prepare con los esenios del desierto para anunciar al pueblo judío que ha llegado el Mesías. Es natural que Dios necesite a María y le pida su consentimiento para engendrar al hombre Jesús que salvará a la humanidad. Así fue y así parece que debía ser. Dios necesita la colaboración libre de los hombres para salvar la creación. Y la salvación de los hombres queda depositada en la fe y en el querer de María, como decía san Agustín: “El ángel anuncia, la Virgen escucha, cree y concibe. Cree la Virgen en el Cristo que se le anuncia, y la fe le trae a su seno; desciende la fe a su corazón virginal antes que a sus entrañas la fecundidad maternal”.
También es natural que Dios necesite de los hombres para la salvación de los pobres, pues Dios no tiene corazón, ni ojos, ni manos materiales para atenderlos. Y nos pide que se los prestemos voluntariamente, y se los prestamos porque tenemos fe. Sin fe no hay entrega ni podemos renovarnos de acuerdo con los cambios que suceden en los países. Pero para confiar en Cristo, antes hay que amarlo. Sólo cuando se ama a una persona se puede fiar de ella y confiar en ella. Santa Luisa animaba a un amor tan limpio y tan puro, que lleva a desprenderse de todo para amar sólo a Jesús que está en los pobres y que te identifican de tal manera con Jesús que, al verte los pobres, no te ven a ti sino a Jesucristo (E 98 y 105).
Vas a renovar la entrega que haces todos los años de los instintos que completan tu naturaleza humana: El deseo de inmortalidad en la tierra, de perdurar en los hijos, se lo entregas con el voto de castidad perfecta en el celibato; el deseo de vivir la comodidad en la vida se lo entregas con el voto de pobreza, peculiar en las Hijas de la Caridad, que no la prohíbe poseer, pero le niega usar sin permiso de sus bienes personales, tiene, pero no puede; y el deseo de imponer tus criterios, se lo entregas por el voto de obediencia. Dale gracias a Dios porque los acepta.
Benito Martínez., C.M.
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