Hombres y mujeres tienen en la vida un proyecto que realizan como vocación y los inclina a un modo concreto de de vida. En lo espiritual, la vocación se entiende como una llamada divina que orienta sobre lo que queremos hacer en la vida. En lo profesional es una inclinación que nos anima a trabajar en un sector determinado con actividades hacia las cuales sentimos atracción y para las que tenemos cualidades. Los proyectos de los hombres tienen que acomodarse al proyecto divino de poner la felicidad este mundo por medio de la justicia, el amor y la paz. El camino que asume cada uno para realizarlo es su vocación específica. Como la vocación no es una certeza científica sino de fe, puede ser que su inicio sea solo un sentimiento vago.
San Francisco de Sales propagaba la idea de que la vocación sacerdotal o al estado religioso es lo más grande que existe y que quien la sigue está seguro de que esa es su vocación. San Vicente lo defendió hasta 1636, pero desde este año le convence más la idea del Oratorio de Bérulle que aplica a todas las vocaciones: la vocación es una llamada de Dios a cada persona a cumplir una misión apropiada a sus cualidades y a la situación social y familiar[1]. La misión que Dios pone a todos como vocación es alcanzar la felicidad y ayudar a los demás a ser felices aquí y en la eternidad. Muchas personas quieren encontrar la felicidad haciendo felices a los pobres, siguiendo a san Vicente de Paúl, a santa Luisa de Marillac y al beato Federico Ozanam. Y Dios les da una gracia especial para realizarlo, es el carisma de la vocación: No me habéis elegido vosotros a mí. Yo os he elegido a vosotros. Jesús llamó a los que quiso para que estuvieran con él, vivieran como él y enviarlos a la misión (Jn 15, 16; Mc 3, 14). El encuentro con Dios fundamenta las vocaciones de Abraham, Moisés, María, los Apóstoles, Pablo. También san Vicente y santa Luisa tuvieron un encuentro con Dios que les concretó su vocación.
San Vicente se entregó a la tarea de evangelizar a los campesinos, porque juzgó que eran los pobres más abandonados, y, mientras existieran, Dios no podía reinar en la tierra. También la sociedad lo juzgó así y se encargó de llevar vocaciones a la Congregación de la Misión, a las Caridades que se establecían en cada misión y a la Compañía de las Hijas de la Caridad, necesarias para que hubiera Caridades, al tiempo que ayudaban a muchas jóvenes que no tenían dote para entrar en un convento.
La vocación no es un tesoro guardado en una caja fuerte para no perderlo; la vocación es dinámica. Se parece a una semilla que guarda en su interior todo el fruto de lo que será cuando se haga una planta o un árbol. La vocación lleva en su interior un proyecto de crecimiento hasta alcanzar lo que va a ser en la vida y necesita cultivo, abono, cuidado y no realizarlo por rutina, cosa que tanto le preocupa al Papa Francisco.
La vocación está viviendo una época de cambios profundos, acelerados, universales y desequilibrados, dice el C. Vaticano II (GS, 4-7), y para conservar la vocación vicenciana, hay que luchar contra viento y marea, dicen los Superiores Generales. Pero la lucha exige esfuerzo y el esfuerzo produce cansancio. Después de unos años, viene el peligro de instalarse en un estilo de vida rutinario y en una atonía espiritual, al ver, como los apóstoles, que han trabajado toda la noche y no han pescado nada (Jn 21, 3).
El episodio que cuenta san Lucas de los discípulos que huyen a Emaús (24, 13-35) refleja la historia de una vocación. Entusiasmo, decepción, alejamiento de la comunidad y refugio en lo de antes. «Nosotros esperábamos, y se volvían a un pueblo llamado Emaús». Jesús se hace compañero de camino, les explica lo sucedido, se queda con ellos, comparte la mesa, les reaviva el fuego, les abre los ojos y recuperan la esperanza.
Y nosotros, ¿qué hacemos en situaciones parecidas?, ¿cómo hacernos creíbles?
Benito Martínez., C.M.
Nota:
[1] I, 343, 358; II, 253; III, 111. Ver René TAVENEAUX, Le catholicisme dans la France classique 1610-1715, t. I, S. E. D. E. S. Paris 1980 p. 158-159.
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