Jesús aconseja que seamos sencillos como palomas, pero también prudentes como serpientes (Mt 10, 19). La sencillez agrada si tiene en cuenta la prudencia, aunque a veces hagamos trampejas como le indicaba santa Luisa de Marillac a san Vicente de Paúl: “No sé si es contra la sencillez servirme de lo que a mí me parece prudencia” (c. 577). Su sencillez cautiva y su prudencia admira. En algunas cartas parece ladina, como en la que envió a san Vicente contándole las entrevistas que mantuvo con sus parientes Attichy y con el señor Leroy. Con este mezcla la sencillez y la prudencia de una forma simpática alrededor de la frase: “Yo me hice la sorprendida” (c. 213).

Santa Luisa pensaba, al igual que el siglo XVII, que para que una obra perdure debe estar dirigida por hombres y no por mujeres, y a ella la prudencia le dice que la Compañía de las Hijas de la Caridad debe tener por superior General al Superior de los padres Paúles, y lo expone con toda sencillez: “Me ha parecido que Dios ha puesto mi alma en una gran paz y sencillez en la oración que he hecho acerca de la necesidad que tiene la Compañía de las Hijas de la Caridad de estar siempre, sucesivamente, bajo la dirección que la divina Providencia le ha dado, tanto en lo espiritual como en lo temporal; y en ella he creído ver que sería más ventajoso para su gloria que la Compañía desapareciera por completo que estar bajo otra dirección” (c. 228).

Hay que tener la cabeza en el cielo y los pies en la tierra; para servir a los pobres se necesita sencillez, pero envuelta en la prudencia al tener que trabajar con personas que no tienen fe. Vale para hoy lo que decía santa Luisa: “Prudencia para no detenerse más que en las cosas importantes… Y lo que piensen que están obligadas a decir, lo dirán con la mayor sencillez que puedan, pensando que no todo lo que parece malo lo sea, sino que frecuentemente lo es sólo en nuestros sentimientos y opiniones”. Pues la prudencia depende mucho de la sicología, edad, lugares y costumbres[i]. De la sencillez no suele hablarse tanto como de la humildad y la caridad, a pesar de que san Vicente le dedica alabanzas y algunas conferencias. En una exclama: “Por lo que a mí se refiere, me parece que Dios me ha dado un aprecio tan grande de la sencillez, que la llamo mi Evangelio. Siento una especial devoción a decir las cosas como son” (IX, 546).

Es extraño el deseo de ser alguien y de alardear que sentimos y lo difícil que es ser lo que uno debe ser, sin fingir. Es fácil ponerse la máscara de que somos pacientes, pero una palabra fugaz, descubre nuestro carácter; es fácil ponerse la careta de amar a los pobres, pero cualquier dificultad enseña que somos cómodos y un poco duros. Nos convertimos en un campo de batalla entre lo que somos y lo que fingimos ser, por un lado, y la sencillez, por otro, y es fácil que la sencillez quede herida.

La sencillez es fruto de la naturalidad, no del estudio, pero mantenerse sencillo es un trabajo continuo que obliga a estar en vela. Rechazar lo accidental y vivir con lo esencial, no supone sencillez y hasta puede resultar fatal, si renuncia a la ambición de poseer más, matando todos los deseos. Carecer de deseos ambiciosos no significa arre-glárselas sin nada. La persona sencilla, encantada con lo que tiene, lo tiene todo.

Los evangelizadores llevan vida sencilla y adoptan medios simples para impartir sus mensajes. Su sencillez se compara a la de un joyero que, fiel a su profesión, hace preciosas joyas, porque está enamorado de su trabajo. Es actual la conferencia de san Vicente a los misioneros sobre el “pequeño método” (XI, 164s) para plantear el valor de la belleza, que hoy está definida por el negocio de la moda y la estética, propagada por los ricos y los famosos y aceptada por las masas. La belleza elimina la arrogancia de la vida opulenta, como vemos en María de Nazaret ante las riquezas de las emperatrices.

Benito Martínez., C.M.

Nota:

[i] c. 30, 40, 115, 163, 313, 331, 546, 580, 660, E 90, 108…