En el siglo XXI es incomprensible la guerra de Ucrania. Dicen que siete millones de personas han sido forzadas a huir de sus hogares y más de un millón de refugiados buscan dónde establecerse. Los que se quedan, ancianos y niños, hombres y mujeres, viven horrores espeluznantes de hambre y frío en medio de los estallidos de las bombas y los misiles. Desde las comunidades cristianas populares (CCP) del estado español creemos que hay que recuperar el viejo lema que tanto nos unió como ciudadanos/as de paz.

La OTAN surgió en la “guerra fría” contraponiéndose al “Pacto de Varsovia”. Como éste ya no existe, la OTAN debería desaparecer porque no hace sino alimentar el imperialismo USA y el armamentismo de los países socios, a costa de otros gastos necesarios y urgentes al servicio de sus pueblos (la misma UE acaba de aprobar 500 millones de € para la compra de “armamento ofensivo y letal” para Ucrania). Cuando se disolvió el Pacto de Varsovia, Gorbachov puso la condición de que Polonia y Ucrania que formaban la frontera entre Rusia las Naciones de Europa, estarían desmilitarizadas de armas nucleares.

Ninguna guerra es justificable, ninguna, ni en defensa de la religión, la Patria o la seguridad nacional ni, mucho menos, bajo la vana excusa de llevar la democracia, la paz o el progreso. Las guerras siempre son una fábrica de refugiados, muertes, emigración y familias. Con lágrimas en los ojos el Papa Francisco anunció para el 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, una Jornada de Ayuno y Oración por la Paz. “Que la Reina de los cielos preserve el mundo de la locura de la guerra”, agregó el Papa.

En todo el mundo el Miércoles de Ceniza rezamos a Dios por la paz en Ucrania, pero humanamente todo sigue igual. Hiere que ese mismo día una pobre mujer huya de la muerte con sus hijos pequeños de la mano o en brazos e invoque a su Padre Dios y el Espíritu Santo no se compadezca e ilumine a los políticos el camino de la paz. Y nos preguntamos ¿qué Padre es ese Dios que no hace caso de las oraciones de sus fieles? O no es Padre todopoderoso o no tiene compasión. Sí tiene compasión, pero no puede evitarlo, porque el hombre es libre, y puede usar la libertad para hacer el bien o el mal. Es la consecuencia de ser libres. Y Dios “no puede” privarle de la libertad; habría convertido al hombre en un animal irracional. Eso no debiera escandalizar, al contrario, enorgullece ser libre con todas las consecuencias.

Lo que pasa es que hizo al hombre libre, pero con fe. Sin fe nada, con fe todo, según el evangelio de san Mateo, al centurión: “Anda que te suceda como has creído”; en la tempestad calmada: “Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe”; a la hemorroisa: “Animo, hija, tu fe te ha salvado”; en Nazaret: “No hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe”; a Pedro hundiéndose en el lago: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”; a la cananea: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Durante la Transfiguración, los discípulos no pudieron curar al epiléptico y Jesús les indica la causa: “Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí a allá’, y se desplazará, y nada os será imposible”[1].

El hombre de fe posee capacidad de hacer milagros. “Tanto pudo la fe de las hermanas que sacó a Lázaro muerto de las fauces del sepulcro” (S. Cirilo de Jerusalén). Que Dios ha escuchado nuestras plegarias quiere decir que la fe del hombre le ha obligado a intervenir. Lo difícil es tener esa fe capaz de mover montañas. Una fe que no sólo convence de la posibilidad, sino que siente la certeza de poner la paz en Ucrania. Estos dos aspectos de la fe fueron examinados por san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV: “Aunque la fe es una sola, en realidad es de dos clases. Un género de fe es aquel que pertenece a los dogmas… Otro género de fe es aquella que Cristo concede en lugar de algunas gracias… Mas esta fe que se da en lugar de algunas gracias, no sólo es una fe dogmática sino también una fe capaz de hacer cosas que exceden las fuerzas humanas. Pues el que tuviese esa fe podría decir a este monte: “vete de aquí al otro lado, y se iría”. Y el que guiado por esta fe dijese eso mismo, confiado en que se hará y sin dudar, entonces recibe, como una gracia, esta clase de fe… Adquiere, pues, aquella fe que depende de ti y te lleva hasta el Señor para que él te dé esta otra que tiene poder sobre todas las fuerzas humanas” (Catequesis quinta, n. 10-11)

No es que nuestro Padre desoiga nuestras oraciones, es que nuestra fe vacila cuando pedimos a Dios. Al vacilar pierde fuerza de actuación y se convierte en debilidad. “Si Dios quiere y no puede vencer el mal y, con su gracia, nos capacita para hacerlo nosotros, no cabe otra actitud cristiana que la de luchar contra el mal”[2]. Es curioso ver cómo algunos admiten esta realidad, dándole una explicación psicológica. Así escribe Marina Mayoral: “Lo que se ha comprobado es que la creencia ejerce un influjo real sobre el organismo. No se trata de que uno se encuentre mejor sino de que la enfermedad se cura si creemos en la eficacia del medicamento… o en el poder de alguien para curar. Esto vendría a ser una explicación laica de las curaciones religiosas”[3].

Más que vituperar a Dios porque después de la jornada de oración del Miércoles de Ceniza se haya agravado la guerra en Ucrania, debemos acusarnos nosotros de falta de fe, de ausencia de amor, de no ser santos. Dios siempre atiende nuestras súplicas, porque está esperando continuamente que activemos esa segunda fe que nos ha dado por gracia y que la hagamos crecer hasta la plenitud necesaria para traer la paz a esta tierra.

Benito Martínez., C.M.

Notas:

[1] Mt 8, 13. 26; 9, 2. 22. 28; 13, 58; 14, 31; 15, 28

[2] A. TORRES QUEIRUGA, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Sal Terrae, Santander 1986, p. 143.

[3] El Semanal (8 noviembre 1998) 120.