Jesús, el segundo hombre, es del cielo. Nos llama a comulgar con él, para que los hombres terrenos seamos celestiales también.
Se nos contó el domingo pasado que Jesús, al anunciar las bienaventuranzas y los ayes, miraba a sus discípulos. ¿Nos dio a entender él que los quería más celestiales que los demás que le oían. Y le oían los apóstoles, un grupo grande de discícipulos y muchos otros con hambre de palabras y sanaciones celestiales.
Pero hoy, oímos a Jesús decir: «A los que me escucháis os digo». No hay duda, pues, de que los quiere celestiales no solo a los más cercanos a él, sino a todos.
Y les dice que amen a sus enemigos y hagan el bien a los que los odian. Les enseña también a bendecir a los que los maldicen y a orar por los que los injurian. Espera además de sus oyentes que den más de lo que se les pida, hasta quedarse en cueros. Y al que les quite lo que es de ellos, que no se lo reclamen.
Tales dichos no pueden ser sino celestiales. Pues lo normal entre los terrenos es amar solo a los que nos aman. Hacer bien solo a los que nos hacen bien. Y prestar solo cuando esperamos cobrar. Nos basta, sí, con la «equivalencia».
Es por eso que nos resultan curiosos, los dichos del Maestro y Profeta de Nazaret. Al oirlos, nos quedamos perplejos. Y mejor que así reaccionemos; quizás se nos grabará mejor en la mente y la conciencia el reto que se nos plantea.
Se nos llama a ser celestiales.
Nos reta, sí, Jesús a ser humanos de modo pleno por hacernos de verdad hijos del Altísimo. Él es bueno con los malvados y desagradecidos; es nuestro Padre compasivo. Por lo tanto, solo se nos ve hijos de Dios al reflejar nosotros su amor, su bondad y su compasión. Al participar de su «sobreabundancia», de su «generosidad escandalosa».
Lo propio de nuestro Padre celestial es la misericordia (SV.ES XI:253). Ser celestiales nosotros, por lo tanto, quiere decir ser nosotros bondadosos y compasivos al igual que nuestro Padre es bondadoso y compasivo. Nos toca ir más allá del principio común de «Te doy para que me des». Nuestro principio, nuestra medida, ha de ser, más bien, la misericordia de Dios. La misericoridia que se ha hecho carne en el que entrega su cuerpo y derrama su sangre por los pecadores.
Es por eso que hemos de vaciarnos de todo lo que de un modo u otro choque con la misericordia. Ella es la meta de todo lo que queremos ser o no ser. De todo lo que buscamos hacer o no hacer. Solo así oiremos y haremos de verdad la Palabra de Dios. Y así lograremos también hacer lo bueno sin esperar provecho o placer propio, sino solo el bien del prójimo.
Señor Jesús, haz que nos revistamos de las entrañas de misericordia (Col 3, 12). Así los terrenos nos haremos celestiales y estaremos a la altura de la misericordia que deseas para nosotros. Sé tú la desbordante recompensa, o mejor dicho, el mérito, de nuestra justicia y lealtad.
20 Febrero 2022
7º Domingo de T. O. (C)
1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23; 1 Cor 15, 45-49; Lc 6, 27-38
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