Terminando el Adviento, me pregunto por qué se hizo hombre la Segunda Persona de la Trinidad. Y encuentro varios motivos. Por fidelidad a las otras Personas divinas, por lealtad a su Palabra dada en el Antiguo Testamento y por autenticidad de ser el redentor de todo lo que había sido creado por él y para él[1]. Fidelidad es una palabra usada para indicar la exactitud en la reproducción de un texto, de una entrevista o de una narración. Ser fiel se usa también para señalar la fidelidad de un cliente en frecuentar la misma tienda o la fidelidad de un amigo en ir con la misma cuadrilla. Sin embargo, es común hablar de fidelidad en el sentido de la autenticidad, cuando algo se esfuerza por ser lo que debe ser. En las relaciones humanas equivale a lealtad. Ser fiel a Dios, a uno mismo y a los demás determina la autenticidad de una persona y más concretamente, de un cristiano, y se puede verificar examinando si una persona rompe los sueños y mira la realidad; si acepta que los otros no sean perfectos; si tiene atenciones hacia los otros con gestos, palabras y regalos; si los sostiene en sus dificultades; si cura los fallos con humor, y si supera la desilusión en las grandes pruebas de una enfermedad incurable o en la muerte de un ser querido. Por eso cuesta tanto ser auténtico.
La Jerarquía católica y muchos creyentes defienden contra viento y marea tres fidelidades. La primera es la del sacerdote al sacramento del Orden; la segunda es la de los religiosos y otros consagrados a vivir los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia para realizar mejor el compromiso de servir a Dios y al prójimo. Es el motivo por el que, a veces, para ejercer un oficio religioso la Iglesia católica pide un juramento de fidelidad. Todo ello pide unos esfuerzos y renuncias que cautivan a la gente al poner la confianza como cimiento de la fidelidad en las relaciones sociales y como la viga madre de los compromisos y alianzas entre los hombres honestos y sinceros.
Hoy en día está en peligro la tercera fidelidad, la fidelidad de los esposos. Y son un trauma tremendo para ellos y para los hijos el divorcio o la separación de los cónyuges, que marcan el final de una vida amable en familia y el comienzo de la angustia de desconocer el porvenir. Puede doler más que las enfermedades y la muerte.
La fidelidad matrimonial afecta a los hijos. Cuando el niño se siente protegido por unos padres vive la confianza; a pesar de su fragilidad, siente coraje en las labores del colegio y emocionado muestra a sus padres los resultados de sus trabajos escolares. Confía en que ellos velen por su futuro, por sus estudios, sus amistades y sus juegos. El equilibrio en su vida se une al cariño que recibe de sus abuelos que han pasado a la historia como quienes cuentan historietas a los pequeños y, si son católicos, con frecuencia les enseñan a confiar en la Virgen María y en Dios que siempre están a su lado.
La fidelidad es una disposición antigua, vigente a lo largo de la historia, sobre todo en el feudalismo de la Edad Media en la Europa occidental. Los vasallos prometían lealtad y vasallaje a su señor, rey, duque, marqués, conde, caballero, burgués, para que los defendiera de los ejércitos de otros Señores y a cambio del beneficio de algunas tierras o derechos. Más dura era la fidelidad de los esclavos donde había esclavitud.
Entre los cristianos la fidelidad es un reflejo de la fidelidad de Dios, siempre fiel con las criaturas y la creación. En el Edén Adán y Eva mantuvieron su fidelidad hacia Dios, hasta que desobedecieron un mandato divino, quisieron ser como Dios, y comieron del fruto del árbol que los convertiría en dioses “conocedores del bien y del mal”, y que Dios les había prohibido comer. Pero se convirtieron en infieles que solo se rehabilita con el bautismo. Por eso el cristianismo consideraba infieles a todos los que no estaban bautizados o renegaban de su bautismo.
P. Benito Martínez CM
Notas:
[1] Ro 11, 35; Col 1, 16.20.
Querido Benito Martínez: Habría mucho que dialogar sobre los conceptos de fidelidad, servidumbre o esclavitud…. Para algo estamos en tiempos sinodales y te imagino entre los que saben escuchar… Pero no es momento de polémicas, solo quiero demostrar que te sigo en tus escritos y que aprovecho este medio para felicitarte la Navidad y recordarte, como ya he hecho en otro momento, que el Adviento no es tiempo de ESPERA… es la hora de DESCUBRIR al que YA ESTÁ entre nosotros, pero cuya presencia, a veces, se hace difícil CONTEMPLAR, por culpa de aquellos que dicen ANUNCIARLE….
¡La PAZ contigo¡