Cuando yo era pequeño por Navidad se cantaba el villancico “Madre a la puerta hay un niño… Anda y dile que entre”. Y es que la Navidad sugiere acoger a quien no tiene hogar. Y es la Hija de la Caridad quien tiene la llave, abre la puerta y acoge a todos los pobres que llamen. La imagen es atrevida, pues la humilde Hija de la Caridad recibe de Dios la llave para abrir y cerrar. El filósofo católico Gabriel Marcel escribía que la persona que acoge reconoce que no se pertenece a sí misma, sino a los demás, por eso, siempre se puede contar con ella. Y añadía que recibir a uno de fuera era dar a otro algo de uno mismo, hacerle partícipe de su intimidad. La hospitalidad no se reduce a acoger al pobre, supone además ser responsable de su bienestar tal como es, bueno o pecador, simpático o antipático, guste o no. El filósofo judío Lévinas expresa la postura que debe asumir la Hermana que acoge al pobre: me importa poco lo que sea, es asunto suyo; para mí, él es aquel de quien yo soy responsable ante Dios.
La cultura moderna difícilmente ve en el pobre a un semejante de cuyo destino es responsable. Sin embargo, Dios ha puesto a tu cuidado al pobre, a un hombre concreto que te dice: te necesito, soy de los tuyos, no mires de qué país he venido, no huyas de mi piel distinta, no te avergüence mi pobreza. El individualista siente que los otros limitan sus derechos, que él no tiene obligaciones, que son los otros los que tienen obligaciones. Por lo contrario, san Juan Pablo II decía que en la actualidad el individuo tiene que someterse a existir y actuar «junto con otros», ricos y pobres. Los pobres no son una limitación, un estorbo, una carga que lastra el proyecto personal. La Hija de la Caridad ofrece su hospedería a los pobres, como a huéspedes de categoría.
La hospitalidad es una obra de misericordia que damos a los que piden hospedaje, nativos o inmigrantes. El Evangelio habla de acoger a los forasteros y dar posada al peregrino. En épocas pasadas, los pueblos contaban con albergues para transeúntes. Y hoy, ante las oleadas de inmigrantes que llegan a España, rebrota una ética de la hospitalidad que ayuda a aceptar al otro como a uno más en nuestro espacio y estar dispuestos a compartir con él lo que es nuestro como una vía pacífica de convivencia. La hospitalidad significa invitar a los demás a tu casa, sabiendo que si hoy nos toca ser anfitriones, a lo mejor mañana seremos huéspedes. España es un ejemplo: No hace mucho era un país exportador de migrantes hacia Sudamérica y Europa, y hoy es un país receptor.
Pero también los inmigrantes tienen la obligación de no presentarse como invasores que no se integran en las costumbres del país que los acoge ni respetan su cultura y su religión, sobre todo los musulmanes que forman una gran comunidad en España. Tienen que aportar bienestar y no sólo reclamar sus derechos. Es evidente que en la actualidad, muchos de diferentes religiones y culturas respetan la diversidad, pero el islam, aunque enseñe cómo acoger a los transeúntes ¿quiere dominar el mundo y acabar con las demás religiones? ¿Qué dice de la igualdad entre el hombre y la mujer?
Ante la hospitalidad de las Hermanas que se quedan en casa, la cuidan y acogen a las Hermanas que salen, resuenan las palabras de Henri Nouwen, a propósito de la escena evangélica del hijo pródigo. Alabamos al hijo pródigo y denigramos al hermano que se quedó en casa. Pero ¿por qué no considerar la parábola desde el hermano mayor que podría haber pensado: “No quiero quedarme en casa mientras todos se marchan. Yo siento los mismos impulsos de correr ¿Pero quién estará en casa cuando vuelvan cansados o apenados? ¿Quién les convencerá de que hay un lugar seguro a donde volver y ser abrazados? Si no soy yo, ¿quién permanecerá en casa? Yo me quedo, guardaré la casa y les abriré la puerta, cuando vuelvan”. Esto también es hospitalidad, por eso el Padre le dice: Tú siempre has estado conmigo y me has atendido; todo lo mío es tuyo. El hijo mayor pensaba que con el banquete el Padre premiaba la escapada de su hermano.
San Vicente decía que la comunidad vicenciana la formaba un grupo de amigos/as que se quieren. Las Hermanas mayores que se quedan en casa, son hospitalarias con sus compañeras. Su papel parece menos relevante que la que sale, pero es quien abre la puerta y mantiene el fuego del hogar. Acoge a las Hermanas que vuelven de sus ocupaciones, dialoga con ellas, las escucha, las anima y se pone a su disposición. Comprende que estén alegres o sufran y quieran volver a casa. Una Hermana hospitalaria ensancha el corazón para que todas las que están a su lado encuentren palabras de ánimo, miradas de aprecio y brazos que auxilien.
Antiguamente en muchos pueblos las puertas de las casas estaban abiertas. En la actualidad están cerradas. Hoy se teme a los “ocupas”. La inseguridad ha llevado a poner cámaras de seguridad y a desconfiar del extraño que llama. La puerta cerrada es la marca de la sociedad moderna y de su estilo de vida. La puerta de mi intimidad está cerrada para los extraños. Son pocos los que pueden atravesarla. Pero blindar las puertas de la intimidad puede hacerla impermeable al amor. Mientras las puertas de las casas están cerradas, las puertas de los comercios y de los lugares de diversión están abiertas.
No se puede poner blindaje al corazón que impida entrar al Espíritu Santo, sino abrirle la puerta del interior, como la Virgen María en aquella humilde aldea de Nazaret. Como ella, la Hija de la Caridad también abre la puerta de su intimidad para que entren Jesús y los pobres, porque Jesús siempre está encadenado a los pobres. Las Hermanas se salvarán con los pobres o no se salvarán. Los tienen que cobijar en sus entrañas maternales. Jesús llama a la puerta de cada persona. No tengáis miedo, abrid de par en par las puertas a Cristo decía san Juan Pablo II al inicio de su pontificado. La llave que abre la puerta del corazón para que entren Jesús y los pobres es la humanidad que tuvo María, cuando el ángel le comunicó que su anciana pariente iba a tener un hijo. San Lucas dice que María llena del Espíritu Santo se puso en camino con rapidez. ¡Qué dichosa la Hija de la Caridad que escuche aquella bienaventuranza que el Espíritu Santo puso en labios de Isabel: Feliz tú, por haber creído que mi Señor se aposentaría en ti! Los pobres cruzan el umbral de la puerta de una Hermana y entran en su vida, cuando la identifican con Jesús, porque se ha revestido de sus mismos sentimientos (Flp 2, 5). Pero Dios toma la iniciativa: Mira, que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo (Ap 3, 20).
P. Benito Martínez CM
0 comentarios