La vida espiritual del cristiano es trinitaria; se la puede comparar a un banco, propiedad del Padre; Jesucristo con su muerte y resurrección abre una cuenta a todos los hombres, y el Espíritu Santo es el cajero que distribuye las gracias divinas. Coincido con santa Luisa de Marillac cuando advirtió a las Hijas de la Caridad que la vida espiritual verdadera es cumplir la voluntad de Dios: «Las almas verdaderamente pobres y deseosas de servir a Dios deben tener gran confianza en que al venir a ellas el Espíritu Santo y no encontrar resistencia alguna, las pondrá en disposición conveniente para hacer la santísima voluntad de Dios, que debe ser su único deseo» (E 87), como lo es alcanzar la santidad, pues cumplir la voluntad de Dios y encontrar la santidad es lo mismo, como lo había leído en Benito de Canfield a través de Bérulle, se lo había enseñado san Vicente y ella se lo había aconsejado a sus hijas[1].
La vida espiritual tiene en cuenta no solo a Dios Padre y a Dios Hijo también a Dios Espíritu Santo. En la última cena Jesús dijo a los apóstoles que el Espíritu Santo asumiría su relevo en la salvación de los hombres: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que os dirá lo que oiga y os explicará lo que ha de venir» (Jn 16, 13s). La misión del Espíritu Santo en el hombre es iluminar la mente sobre el bien y el mal y animar a la voluntad a hacer lo bueno. Nosotros colaboramos si no le ponemos resistencia.
Santa Luisa sigue diciendo que “para estar en estado de no-resistencia, es preciso estar, como los Apóstoles, enteramente desprendidos de toda criatura, y de Dios mismo en cuanto a los sentidos, puesto que el mismo Hijo de Dios, que los preparó para recibir al Espíritu Santo, los puso en ese estado privándolos de su santa y divina presencia con su Ascensión. Y al bajar el Espíritu Santo a las almas así dispuestas, el ardor de su amor consumirá todos los obstáculos a las operaciones divinas, establecerá en ellas las leyes de la santa caridad y les dará fortaleza para obrar por encima del poder humano, con tal de que esas almas estén desprendidas de lo terreno”. A las Hijas de la Caridad, mujeres que andan por la calle y las habitaciones de los enfermos (SV. IX, 750s), el Espíritu Santo les inspira en cada momento qué desprendimiento de acuerdo con su carisma.
El Espíritu Santo le descubrió a santa Luisa que quería que fuese a él a través de la cruz y que esta no la dejaría ni un día desde su nacimiento (E 19). Dominada por la espiritualidad nórdica confiesa su impotencia hasta el anonadamiento y el desprendimiento de toda criatura. Dos ideas fáciles de llevar a la exageración. Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (1P 5, 5), pero sin rebajarnos de tal manera que nos sintamos incapaces de hacer nada bueno. Esto no es la humildad que forma parte del espíritu de la Hija de la Caridad. A la verdadera humildad únicamente se le pide que lleve al hombre humilde a reconocer y a confesar que es pecador y débil, que es hombre y no es Dios, y sin Dios nada puede.
En cuanto al desprendimiento total, al siglo XXI le repugna la mentalidad del siglo XVII que rechazaba como malo todo afecto a lo material y había que desprenderse de todo lo referente a los sentidos, hasta del mismo Dios en cuanto a los sentidos, escribe la santa Luisa. El dualismo maniqueo y el anti-pelagianismo del siglo V, habían llegado al siglo de santa Luisa a través de las ideas pesimistas de san Agustín sobre el ser humano. Pero ¿es posible un desprendimiento total? ¿Es oponerse al Espíritu Santo sentir el placer al comer, escuchar música o contemplar la belleza? Para no poner resistencia a las inspiraciones del Espíritu Santo, ¿debemos alejarnos de todo lo que nos causa placer sensible aquí en la tierra y que es instinto innato a todos los hombres?
Un principio intocable es que la vida espiritual es obra de las personas y del Espíritu Santo, pero con funciones distintas. El Espíritu Santo es quien va indicando a cada persona lo que es bueno y es malo y le da fuerza para hacer la voluntad de Dios. Hay que desprenderse de todo aquello que causa injusticia a los demás, o los humilla o margina o daña; y hay que dominar el orgullo, la avaricia, la soberbia y tantas cosas que nos llevan a pasar por encima de los que encontramos en el camino sin tener en cuenta su dignidad y sus derechos. Controlar las apetencias es indispensable para que la persona humana alcance su madurez sicológica, y no desespere ante los sinsabores que produce la vida cotidiana. El Espíritu Santo a través de las Constituciones dice a las Hermanas que aceptar las condiciones de su vida las libera para la Misión. Y por medio de santa Luisa, insiste en que la vida de comunidad con el choque irremediable entre caracteres distintos y a veces difíciles, sin desprendimiento es imposible aguantarse unas a otras. Las Hijas de la Caridad admiten la ascesis como una exigencia del amor, a imitación de Jesús crucificado, que las acerca a los que sufren (Est. 82; C 2. 13).
En la espiritualidad occidental heredera de la ética helenista, en especial de la estoica, a menudo hemos considerado la ascesis como rechazo de las realidades terrenas a pesar de ser creadas por Dios. Y eso no es la verdadera ascética cristiana. Lo que Luisa de Marillac aconsejaba, siguiendo a Jesús, es que antepongamos los intereses del Espíritu Santo a los intereses materiales que nos dominan, lo que santa Luisa nos enseña es que arranquemos de nosotros todo lo que impida al Espíritu Santo llevarnos a la unión con Jesucristo por medio del amor más puro que pueda tener un corazón humano. El Espíritu Santo con la fuerza de sus dones dará la fortaleza para obrar por encima del poder humano. Este poder por encima de lo humano es lo que los místicos llaman operaciones sobrehumanas. Estaba convencida de que las Hijas de la Caridad no podían instaurar el Reino de los cielos entre los pobres si no renunciaban totalmente a usar de sus bienes sin permiso, poniendo todo, hasta la misma persona, al servicio de los pobres. Lo escribe con un estilo prieto sin manifestar los pasos que da para sacar unas conclusiones que extrañan, pero que tiene claras en su mente (c. 105).
[1] Benoît de CANFELD, La Règle de perfection. Éd. Critique par Jean Orcibal, PUF, Paris 1982 ; SV. 97, 107, 108, 126, 131.133, 149… SL. c. 429, 723…
P. Benito Martínez CM
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