Hay un impuslo de idealizar a los santos como si fuese absolutamente diferentes del resto de nosotros, que jugasen en otra liga, en un nivel inalcanzable de santidad y favor de Dios. Pero, al leer sus vidas, nos damos cuenta de que sus historias estaban llenas de momentos de éxitos y fracasos, de virtudes y errores, de instantes en los que alcanzaban la meta y otros en los que no.
Lo que les hace diferentes no es principalmente ese supuesto historial perfecto de inocencia y pureza, de no haberse desviado nunca del camino. Más bien, es la forma en que se abrieron a la presencia y la cercanía de Dios, tanto en sus vidas de gracia como de pecado. Es la medida en que, en sus luchas, invocaron la ayuda de Dios, la forma expansiva en que se apoyaron en una fuerza que venía de más allá de ellos, el grado en que llegaron a confiar en el amor y el cuidado de Dios. Cualquiera que conozca la historia de san Vicente sabe de sus altos y bajos; por ejemplo, sus luchas contra el mal humor y la batalla que libró para hacerse más amable y accesible.
Desde esta perspectiva, los santos pueden influir más en nuestras vidas. Son personas que vivieron las mismas tentaciones que todos experimentamos, creyentes que se enfrentaron a decisiones difíciles y que no siempre eligieron bien. No están por encima de nosotros, sino que caminan con nosotros, y pueden ser llevados a nuestra vida cotidiana como compañeros que recorren muchos de los mismos caminos.
En su perpectiva, San Pablo los imagina como una nube envolvente, presente para nosotros en el aquí y ahora. Son testigos de las luchas que todos enfrentamos en nuestro camino como discípulos. A esta imagen, Pablo añade la escena de un estadio deportivo repleto, con nosotros los vivos en el campo de juego y los santos en las gradas, animándonos. De nuestro lado, ellos son una reunión de amigos que quieren lo mejor para nosotros. El escenario de Pablo nos retrata a todos juntos, a los que viven ahora y a los que están en la eternidad.
Cada uno de nosotros conoce muy bien los altibajos de la vida evangélica. Los santos, canonizados y no canonizados, caminan con nosotros como compañeros de viaje que saben (desde dentro) lo que es responder a la presencia fortalecedora de Dios que recorre nuestros días y nuestras noches.
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