Todos estamos llamados a ser santos y santas

por | Sep 11, 2021 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Santo solo es Dios, porque santo quiere decir Dios, al igual que las palabras Yahveh, Adonay, El, Elohim, Jehová, Emanuel, Aláh. A nada de la creación se le puede atribuir el calificativo de santo, Dios. Y, si el apóstol san Juan dice que Dios es amor, la santidad es amor y quien se une a Dios por el amor es santo, y todo lo que une con Dios santifica y lo que nos separa de Dios es pecado. Todos los hombres hechos a su imagen y semejanza están llamados a ser santos. Este es un tema que le apasionaba a santa Luisa y lo desarrolla cuando escribe que “quien no ama, no conoce a Dios, porque Dios es Amor. La causa del amor es la estima del bien en la cosa amada. Siendo Dios perfectísimo en la unidad de su esencia, es amor en la eternidad de esa esencia por el conocimiento de su propia perfección; y de ese amor participa el de las criaturas en cuanto a la naturaleza del amor; pero los efectos van unidos a la voluntad en la práctica de la caridad, tanto hacia Dios como hacia el prójimo” (E 19)[1]. Y consuela a las que se duelen porque las ocupaciones exteriores las impiden dedicarse a la vida interior, “pues la perfección no consiste en eso, sino en la sólida caridad” (c. 638).

Para ella la santidad se consigue uniéndose a la humanidad santa de Jesucristo[2]. El Concilio Vaticano II (LG. 39-42), aclara que la unión de la criatura con su Creador la realizan los cristianos uniéndose a Cristo por medio de la Iglesia que es santa, porque Cristo, que es santo, la amó como a su esposa, la unió a Sí como a su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo. A esta santidad llegamos cuando somos dueños del amor. Es la santidad adquirida (E 19). El Espíritu Santo, que se nos da en el bautismo, nos mueve a amar a Dios con todas las fuerzas, con toda la mente y con toda el alma. Cuanto más unidos estamos a Cristo, más santos somos, según la recomendación de san Pablo: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1Ts 4,3). Y si la misión de las Hijas de la Caridad se desarrolla desde la Compañía, también llegan a la santidad desde la Compañía. Santa Luisa escribió en el borrador del primer Reglamento que tuvieron las Hermanas que habían sido instituidas para honrar a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen e imitar a las mujeres que seguían a Nuestro Señor, y al hacerlo, trabajar en su propia perfección (E 31). De acuerdo con esta mentalidad, san Vicente escribió en las primeras Reglas que, para honrar a Nuestro Señor y servirle en los pobres, las Hijas de la Caridad “deben vivir santamente y trabajar con solicitud en la propia perfección”. Frase que los sucesores de san Vicente y santa Luisa, Almerás y Maturina Guérin, conservaron en la nueva redacción que hicieron de las Reglas (art. 1). Desde el comienzo de la Compañía hasta el final de su vida san Vicente identificaba cumplir su vocación con santidad[3].

Santa Luisa, a sus 61 años, escribía a las Hermanas de Richelieu: “¿Amáis mucho vuestra forma de vida, la estimáis más excelente para vosotras que cualquier soledad en monasterios o convento religioso, pues Dios os ha llamado a ella, os consideráis unidas por una secreta dirección de la divina Providencia para vuestra santificación? (c. 420). Y tres años antes de morir insiste emocionada a la Hermana Sirviente de Angers que tenga una conferencia sobre la obligación de trabajar en la perfección, como la han tenido en la Casa Madre (c. 561). Trabajar en la perfección se convirtió en un tópico espiritual en las cartas de santa Luisa de acuerdo con la llamada de Jesús a ser perfectos como lo es el Padre celestial (Mt 5, 48). Y aclara que las Hermanas se santifican sirviendo a los pobres: “¡Qué felices son ustedes en comparación de tantas otras personas de su condición! No sólo de jóvenes pobres, sino también de señoras de condición que buscan estar empleadas en el servicio de Dios y de los Pobres, y no consiguen ese consuelo. Y a ustedes nada les falta y aun parece que no están contentas y en lugar de servirse de los medios que Dios les da para su perfección, los desdeñan” (c. 191).

La santidad es única, porque Dios, el Santo, es único, y a ella todos estamos llamados, desarrollando la gracia que nos da el Espíritu Santo para implantar en los pobres el Reino de Dios. Pero también es diferente para cada persona, porque son distintas las personas, así como el lugar, tiempo y ambiente en los que vive (c. 15, 561). Una Hija de la Caridad no puede llevar la vida de una seglar, de un sacerdote o de una religiosa, sino la de una sirvienta de los pobres, como recomienda el Concilio Vaticano II (LG. n. 41).

Dios llama a unos a una santidad más íntima y profunda que a otros, y los frutos son del 30, 60 o 100 por uno, dice Jesús en la parábola del sembrador (Mt 13, 4-9). Una unión personal que implica no sólo una impronta propia y diferenciada, única e irrepetible, según sea cada persona. De ahí que cada hombre deba descubrir la profun­didad a la que el Espíritu Santo quiere llevarle. Santa Luisa dice a la Superiora de las benedictinas que las Hijas de la Caridad han sido llamadas a un alto grado de santidad porque son intermediarias entre los pobres y Dios (c. 14). Hay que rechazar toda mediocridad e ir más allá, más lejos, más alto. San Vicente decía “plus ultra” y santa Luisa hasta el Puro amor: “Señor mío, he tenido no sé qué nueva luz de un amor nada común que deseas de las criaturas que eliges para ejercer en la tierra la pureza de tu amor. Aquí tienes un pequeño grupo; ¿podríamos pretenderlo?” (E 105) Por eso exige verdaderos deseos de perfección a las jóvenes que quieren ser Hijas de la Caridad (c. 95). “No necesitamos holgazanas ni charlatanas ni las que toman pretexto de ser Hijas de la Caridad para venir a París sin voluntad alguna de servir a Dios y trabajar en su perfección; esto es lo que hace que las tengamos que despachar o que ellas se marchen” (c. 250)[4].

Hay que amar al Amor de una manera enteramente desinteresada, sin buscar ningún interés propio, sino únicamente los de Dios y los del prójimo (c. 502). Con esta frase santa Luisa identifica la plenitud de vida con el Puro Amor. Parece una doctrina más de contemplativas que de personas de vida activa, pero ella no tiene empacho en aconsejárselo a Sor Petrita: “le deseo que sea una gran santa por la fidelidad que debe a Dios en la mortificación y desprendimiento de todas las cosas, para llegar al puro amor que él le pide” (c. 451). Para santa Luisa el puro amor consiste en un desprendimiento total, como lo escribió en dos resúmenes de un tratado que podría haber escrito de una forma extensa y desarrollada para las Hermanas, pero que no lo escribió (E 87 y 105)[5].

P. Benito Martínez, CM

Notas:

[1]Como el E 88, son pensamientos profundos que indican la mentalidad metafísica que tenía santa Luisa.

[2] c. 420, 500, 712; E 10, 14, 15, 23, 33, 60, 67, 87…

[3] IX, 40, 44, 102, 427, 855s.

[4] Varias veces santa Luisa escribe que ser Hija de la Caridad supone algo más que ser cristianas (c. 110, 224, 257, 316, 388, 677, 712).

[5] Aunque algunos escritores han fechado este escrito hacia 1640 por sus ideas parecidas a las de la carta 33, pienso que ambos fueron escritos hacia 1656, después de haber pasado santa Luisa una enfermedad que pensaba era el final de su vida (c. 534), y la llevó a meditar qué había hecho de los 50 años que Dios le había dado desde que tenía 16 y un capuchino la inició en la oración. Después de 50 años, da suma importancia a la espiritualidad del desprendimiento total en busca del puro amor. Convendría estudiar el impacto en la vida espiritual de santa Luisa de aquel primer encuentro con el capuchino. La frase con que comienza la carta: “Parece que me estoy viendo en medio de vosotras”, no indica que hace poco haya estado allí, sino sólo que ha estado, como se ve por la carta 607 donde dice: “Me imagino estar viéndolas a todas trabajar a porfía”, en el hospital de Nantes, aunque hacía diez años que había estado allí.

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