La semana pasada meditamos que Dios existe y esta semana concluimos que Dios es Padre. Jesús lo declaró en el Padrenuestro y se dirige a él como a su Padre. San Juan lo cita continuamente en su evangelio y santa Luisa de Marillac lo medita en la oración (c. 17). Sin embargo, hay un momento crucial en la vida de Jesús que cuestiona la bondad de este Padre, cuando en el Huerto de los Olivos le pide que lo libre de la Pasión y el Padre parece que no lo escucha. Así mismo, a pesar de haber creado a los hombres para que sean felices, muchos contagiados del coronavirus no lo son y se rebelan contra Dios o niegan su existencia. Sin embargo, Dios no tiene la culpa.
Hoy muchos piden a Dios su Padre que los libre del contagio. Pero, hablando humanamente, el Padre no viene en su ayuda. ¿Qué Padre es ese Dios? O no tiene amor o no es todopoderoso. En esta pandemia aparece la debilidad de Dios. Dios ha creado el mundo con leyes inmutables para que haya progreso. Y, si son inamovibles, puede haber epidemias y contagios. Dios Padre “no puede evitarlo”, pues, en cuanto creador, sostiene las leyes que rigen la creación y sostenerlas y anularlas es un contrasentido. Ya “no podrá interrumpir la dinámica que ha introducido en la creación ni interferir en los procesos que en ella ha desencadenado, so pena de abdicar de su condición de creador” (Armendáriz). Tampoco puede impedir a los jóvenes cometer ligerezas que faciliten la propagación del virus. Dios “no puede” quitarles la libertad; los convertiría en animales irracionales. Pero hiere que, cuando un enfermo invoca a Dios Padre todopoderoso, no se compadezca de su hijo y el Espíritu Santo no le ayude a encontrar solución. ¿Hay amor en ese Padre? Sí, y el Hijo vino a la tierra para que los hombres la conviertan en un Reino de paz, justicia y amor. Es la misión a la que se comprometen los vicencianos. No aportarán solución a la epidemia, pero estarán al lado de los contagiados.
Si el mundo tiene pandemias y el hombre no puede librarse de ellas, ¿vale la pena haber creado este mundo? Puesto que Dios no necesita nada, se sigue que lo ha creado porque, a pesar de las enfermedades, la vida tiene valores indiscutibles y encierra ya la semilla de la felicidad eterna. Muchas veces repitió santa Luisa de Marillac que la felicidad eterna bien vale la existencia del hombre, aunque haya epidemias[1].
Que no haya epidemias es imposible aún para Dios, pero sí puede impedir el contagio a una persona particular o curarla, a no ser que neguemos los milagros y suprimamos las oraciones de intercesión. ¿Por qué Dios no escucha cuando se le pide que libre del contagio? Dios es Padre todopoderoso lleno de amor y escandaliza que no ayude al hijo que le invoca. ¿Qué Padre es ese Dios? Pero Dios Padre sí responde. Unas veces evita el contagio, otras consuela y ayuda a encontrar soluciones. El Espíritu Santo actúa en la mente y en la voluntad del hombre, sin romper su libertad. Pero también, sin ser un mecanismo al capricho de los hombres que responde forzosamente al botón que presione. No se puede hacer del hombre un dios y a Dios su criado.
Jesús habla de intervenciones divinas en favor de los hombres. En un momento trascendental, la víspera de morir, dice a los apóstoles: “lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” (Jn 16, 24). Colofón al programa de vida cristiana que había presentado a los discípulos: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos!” (Mt 7, 7s). San Lucas dice: “¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!” (11, 13).
Pero pone una condición, tener fe. Sin fe nada, con fe todo, según el evangelio de san Mateo: al centurión: “Anda que te suceda como has creído”; en la tempestad calmada: “Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe”; a la hemorroisa: “Animo, hija, tu fe te ha salvado”; en Nazaret: “No hizo allí muchos milagros, a causa de su falta de fe”; a Pedro hundiéndose en el lago: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”; a la cananea: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”. Durante la Transfiguración, los discípulos no pudieron curar al epiléptico y Jesús les indica la causa: “Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ‘Desplázate de aquí a allá’, y se desplazará, y nada os será imposible”[2].
Dios ha entregado a los hombres la tierra con poder para controlar las leyes naturales que rigen esta epidemia. El cristianismo no es una religión para alcanzar solo la felicidad en la gloria, también lo es para vivir dichosos en la tierra. Y el Padre envía al Espíritu Santo para ayudarnos. Los brazos del Espíritu Santo son los brazos de los hombres en los que reside. El hombre de fe posee capacidad de hacer milagros. “Tanto pudo la fe de las hermanas que sacó a Lázaro muerto de las fauces del sepulcro” (S. Cirilo de Jerusalén). Es el poder de la fe en un contagiado. Dios Padre no puede anular la libertad del imprudente, pero el Espíritu Santo puede iluminarle para que no haga imprudencias. Que Dios ha escuchado nuestras plegarias quiere decir que la fe del hombre le ha obligado a intervenir. Lo difícil es tener esa fe capaz de mover montañas. Una fe que no sólo convence de la posibilidad, sino que siente la certeza de curar a un enfermo en esta ocasión. Estos dos aspectos de la fe fueron examinados por san Cirilo de Jerusalén en el siglo IV: “Aunque la fe es una sola, en realidad es de dos clases. Un género de fe es aquel que pertenece a los dogmas… Otro género de fe es aquella que Cristo concede en lugar de algunas gracias… Mas esta fe que se da en lugar de algunas gracias, no sólo es una fe dogmática sino también una fe capaz de hacer cosas que exceden las fuerzas humanas. Pues el que tuviese esa fe podría decir a este monte: “vete de aquí al otro lado, y se iría”. Y el que guiado por esta fe dijese eso mismo, confiado en que se hará y sin dudar, entonces recibe, como una gracia, esta clase de fe… Adquiere, pues, aquella fe que depende de ti y te lleva hasta el Señor para que él te dé esta otra que tiene poder sobre todas las fuerzas humanas” (Catequesis quinta, n. 10-11)
Santa Luisa de Marillac cuenta cómo vivió esta fe. Tenía 39 años. Dios quería desposarse con ella y la mandó ir a los pobres. Pero ella se sentía enferma y anota en un diario: “En la santa comunión me sentí presionada para hacer un acto de fe, y me pareció que Dios me daría la salud, si yo creía que él podía, contra toda apariencia, darme fuerza, y que él lo haría, acordándome de la fe que hizo caminar a san Pedro sobre las aguas” (E 16). Marina Mayoral da una explicación sicológica: “La creencia ejerce un influjo real sobre el organismo. No se trata de que uno se encuentre mejor, sino de que la enfermedad se cura si creemos en la eficacia del medicamento o en el poder de alguien para curar. Esto vendría a ser una explicación laica de las curaciones religiosas”.
Supliquemos que el Espíritu Santo ilumine a los médicos y científicos. Santa Luisa lo expone con detalle: “Las almas verdaderamente pobres y deseosas de servir a Dios deben tener una gran confianza en que al venir a ellas el Espíritu Santo y no encontrar resistencia, les dará fuerza para obrar por encima del poder humano” (E 87).
[1] Benito MARTINEZ BETANZOS, Ejercicios con Santa Luisa de Marillac. El Espíritu Santo, CEME, Salamanca 1998, p. 83-98.
[2] Mt 8, 13. 26; 9, 2. 22. 28; 13, 58; 14, 31; 15, 28
P. Benito Martínez, CM
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