En el siglo XVII Nantes era un gran puerto marítimo de viajeros y de intensa actividad comercial, en especial con América. Por sus calles pululaban marinos, obreros de los astilleros, gente advenediza de otras regiones y países para embarcarse o trabajar, y mujeres de toda índole. Es decir, era una ciudad portuaria, como lo son hoy Bilbao, Barcelona o Vigo. Las autoridades del hospital municipal de Nantes habían oído cómo las Hijas de la Caridad habían puesto orden en el cercano hospital de Angers y las pidieron para el suyo. Desde el primer día de su llegada las Hermanas hicieron maravillas, de tal manera que iban a verlo nobles, burgueses y hasta gente sencilla, admirando, al mismo tiempo, la vida sencilla y espiritual de aquellas seglares consagradas a Dios en los pobres. Hasta el obispo se interesó y pidió sus Constituciones a la Hermana Sirviente para examinarlas. Pero, al pasar unos meses, todo cambió; las Hermanas quisieron imponer sus criterios, contra el parecer de los enfermos, todos pobres, porque solo los pobres iban al hospital, los ricos tenían médicos viviendo con ellos o los llamaban para que los atendieran en sus casas, como se ve en algunas comedias de Molière. Las Hermanas cambiaron la clase de comidas que les daban y la forma de cocinarlas. Y los enfermos, los administradores y el capellán se molestaron. Escribieron varias cartas a los superiores de las Hermanas, Luisa de Marillac y Vicente de Paúl, y estos, a su vez, escribieron a los administradores y a las Hermanas.
Es muy actual la carta que santa Luisa escribió a la Hermana Sirviente, Sor Juana Lepintre: Uno de los administradores del hospital de Saint René de Nantes, que ha pasado por París, ha venido a visitarme y “me ha hablado del condimento que ponen en la olla. Creo que no deben ustedes encontrar dificultad en echarle un poco de clavo, puesto que es la costumbre del país, como también, Hermana, hacer caldos para los enfermos graves que lo necesiten, ya que los Administradores del hospital lo desean, lo mismo que tomarse el trabajo de hacer algún guiso y condimento para los convalecientes. No cuesta más y con esto ellos se fortalecen antes; a veces es muy poco lo que hace falta para contentar a los más difíciles” (c. 296).
Es el peligro que corremos quienes pertenecemos a cualquier rama de la Familia Vicenciana: querer imponer nuestros criterios, como si los necesitados no tuvieran formación y criterios certeros o fueran incapaces de razonar. Cierto que, a veces, descubrimos trampas, fraudes, engaños en algunos pobres, y se lo aplicamos a todos los que piden, como si fueran vagos y vividores. Sin embargo, pueden tener la cabeza en su sitio y, sin dudarlo, son humanos, hermanos nuestros e hijos de Dios. Si alguien nos pide para comer, se lo damos de inmediato, pero es fácil que titubeemos si nos pide para tomar un vaso con un amigo, como si ese placer solo fuera derecho de los pudientes y no de los pobres. Detengámonos a dialogar con ellos y a conocer su pasado y su situación actual de sus propios labios. Es lo que hicieron san Vicente, santa Luisa y el beato Ozanam con sus compañeros, según lo leemos en sus escritos y en sus cartas. Seguramente que si hoy vivieran les comprarían televisión a muchas familias, y darían móvil a muchas personas. Una postura frecuente y condenable es la de considerar que los pobres tienen derecho a encontrar trabajo, con sueldos suficientes para comer y alimentar a la familia, pero no para viajar, divertirse, festejar, adquirir cultura y poder comprar los adelantos comunes que se han hecho imprescindibles en la sociedad moderna, como si la diversión o la expansión fueran algo exclusivo de los ricos.
Empecemos por cambiar nuestra mentalidad acomodada a la mentalidad del mundo, y reemplazarla por la mentalidad que nos presenta Jesús en los evangelios de estos domingos.
P.Benito Martínez, CM
Felicidades padre por este maravilloso articulo.