Afrontamos la epidemia del covid con las vacunas y los remedios que van descubriendo los científicos en los laboratorios, porque confiamos en ellos. La confianza es el aire que nos permite respirar; sin confianza nos asfixiamos. La confianza nos infunde seguridad para andar por la vida. Si falta la seguridad, la epidemia nos hunde. Santa Luisa de Marillac, aquella mujer que tanta seguridad daba a los demás y tanto aplomo ponía en los asuntos de la vida material, había momentos en los que se sentía insegura y acudía a sus directores. En las cartas a las Hijas de la Caridad les aconseja que confíen en la Providencia, en los directores, en los superiores, en las compañeras, en los pobres, en todos. Lo malo es que la sociedad ha introducido los axiomas “desconfía y acertarás” y “que cada uno se valga por sí mismo”. Vivir estos axiomas es un disparate. ¡Qué confianza da un médico, aunque no pueda curar todas las enfermedades ni detener la vejez! En el trabajo, en las compras, en las relaciones sociales, o nos fiamos unos de otros o la vida se hace insoportable. Suele decirse que es insensato fiarse de todos, pero no fiarse de nadie es un disparate mayor. Los esposos, los padres, los hijos, que confían unos en otros construyen un paraíso. Aún vale el consejo que daba santa Luisa: “Que la prudencia nos enseñe a dar confianza en las necesidades, sin preferencia por nadie” (c. 580).
Para caminar firme hay que confiar, ante todo, en uno mismo. ¡Cuántas ocasiones fallidas por desconfiar de nuestras posibilidades! ¡Cuánto bueno dejamos de hacer por no confiar en uno mismo! Los grandes éxitos no han tenido otro secreto que la confianza en poder realizarlo. Confesarse incapaz es minusvalorarse y caer en manos de quien desee manipularnos. Sentirse útiles en la vida, sentir que otros nos valoran es vital en los hombres, aun en los que se consideran insignificantes, porque si no se confía en uno mismo, es fácil que los demás tampoco confíen. Perder la confianza en uno mismo es matar la ilusión de luchar por un futuro mejor.
Hay que confiar también en los amigos. ¡Qué emoción dan los buenos amigos! Si faltan, nos invade la soledad y es fácil morir de pena. Los vicentinos son amigos leales. Aunque no sean de nuestra sangre, son una joya, porque todos tienen el mismo espíritu y la misma misión, aunque, por ser humanos, a veces lo olvidemos.
La confianza hay que ganarla y dar pruebas de merecerla siendo responsables en el trabajo que nos encomiendan, no descubriendo los secretos que nos confían, cumpliendo la palabra dada, aunque nos perjudique, y hablando siempre bien de quien está ausente. Pascal decía que si supiéramos lo que hablan de nosotros los amigos, cuando estamos ausentes, no habría cuatro amigos en el mundo
Y hay que confiar ante todo en Jesucristo, que es Dios omnipotente y todo bondad. En medio de esta pandemia la confianza en Jesús se convierte en la biga que sostiene cada rama de la Familia Vicenciana para ayudar a tantos contagiados que nos tienden la mano, pidiéndonos que los saquemos de la enfermedad. Santa Luisa decía a san Vicente: “No sé si me engaño, pero me parece que Nuestro Señor querrá siempre más confianza que prudencia para conservar la Compañía, y que esta misma confianza hará actuar a la prudencia” (c. 546).
La confianza en Dios da fuerzas para caminar hacia el futuro y emprender innovaciones que parecen locura en medio de una pandemia. Hay que confiar en los médicos, en las vacunas, en los adelantos y en los descubrimientos sanitarios, pero más, en Dios, porque necesitamos su fuerza. Quien no se siente débil, nunca tendrá el gozo de sentir la fortaleza de Dios. Quienes confían en Dios, porque los humanos ni pueden todo ni saben todo, no se consideran superiores a los demás y reconocen que todo lo que han hecho bien lo han hecho porque Dios les ha dado fuerzas.
P. Benito Martínez, CM
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