Cuando se trata de transmitir algo que es querido e importante, a menudo ocurre que las acciones comunican mejor que las palabras. Un ejemplo es la diferencia entre un hombre que le dice a una mujer que la ama, y ese mismo hombre que está delante de un altar poniéndole un anillo de boda en su dedo. Ese gesto con el anillo capta más el significado, el sentido y la profundidad de lo que ocurre que las palabras. Además, ese anillo seguirá suscitando la fuerza y la profundidad de ese compromiso durante años en el futuro.
La fiesta del Corpus Christi, el Santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor, se refiere a esta diferencia entre el lenguaje y la acción: la diferencia entre las palabras pronunciadas en la Última Cena (por muy necesarias que sean) y el significado más profundo y la vida más honda que se transmite al compartir realmente este sagrado alimento.
En esta escena de la Última Cena, escuchamos muchos ecos de aquel acontecimiento clave en la historia de la nación judía, el establecimiento de la Alianza, el pacto de Dios con su pueblo a través de la acción de Moisés al pie de la montaña.
Moisés lleva cuencos llenos de la sangre de los animales sacrificados anteriormente como ofrenda. La mitad la derrama sobre el altar, que simboliza a Dios. La otra mitad la rocía sobre el pueblo hebreo, diciéndole que mediante esta acción ritual se establece el pacto entre ellos y Yahvé, «la Alianza». El Señor dice: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». Y el pueblo responde: «Todo lo que el Señor ha dicho, lo atenderemos y lo haremos». Es esa acción, la sangre rociada sobre el altar y el pueblo, la que actúa y sella el vínculo entre los hebreos y su Dios. Como declara Moisés: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor hizo con vosotros».
Al celebrar la Última Cena, Jesús está incorporando este anterior y denso significado a una nueva y aún más profunda promesa, la Nueva Alianza. La sangre que va a ser derramada y rociada es su propia sangre, que gotea de su cuerpo crucificado mientras se entrega a su Padre por nosotros, para nuestro rescate y salvación.
Esta acción tiene un gran significado para cada uno de nosotros. Promulga la Nueva Alianza, la que abre el canal entre nosotros y Dios de forma permanente e inquebrantable. Es el acontecimiento, el hecho lleno hasta el borde de tanto significado y eficacia y de consecuencias salvadoras para todos.
Es este mismo encuentro el que representamos de forma ritual cada vez que nos reunimos en torno al altar para participar en la fracción del pan y en la bebida del cáliz. El compartir se repite una y otra vez cuando en la Eucaristía somos llevados a la presencia del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, derramados en amor por nosotros.
Al acercarnos a la Eucaristía, entramos en esta acción de sanación, en este acontecimiento lleno del significado de esa Alianza: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo». O, lo que es lo mismo, en la entrañable imagen de Jesús: «Yo seré vuestro Pastor y vosotros seréis mi rebaño. Os guiaré y os protegeré. Y al reconocer el sonido de mi voz, me seguiréis».
Como he dicho al comienzo, hay acciones que en su misma ejecución comunican más profundidad y significado que las palabras que las rodean. Esta acción de la Eucaristía es el mejor ejemplo de ello para los creyentes.
Cada vez que nos abrimos a lo que sucede dentro y alrededor de ella, estamos siendo llevados a la presencia salvadora de Dios. Estamos entrando de nuevo en el sacrificio reconciliador que Jesús hace para siempre, su Cuerpo y su Sangre derramados por nosotros en un amor incondicional. A su manera, san Vicente subraya el sentido de esto cuando escribe: «A Jesús le complace que permanezcamos siempre en la alegría de su amor».
Participar en esta Eucaristía es entrar en la formación actual y en el desarrollo de esta Alianza Nueva y Eterna. Es el encuentro que nos une al Dios siempre fiel, llevándonos el amor divino derramado por el Espíritu de Cristo Jesús.
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