El mundo aparece enfrentado en dos bloques, el Norte rico y el Sur pobre, y es urgente una reconciliación que resuene como una trompeta ensordecedora por toda la tierra. La Iglesia se ha puesto al frente de los movimientos de cualquier signo y religión que trabaje por la reconciliación. Aunque no está en nuestras manos solucionar el problema, no podemos desentendernos, convencidos de que nunca habrá reconciliación mientras algunas naciones pasen hambre por tener que pagar la deuda externa. Pero sí está en nuestras manos defender el derecho que tienen los pueblos pobres no solo a sobrevivir, sino también a avanzar en el progreso.
Esos pueblos vienen a nuestra patria y los tenemos que acoger y respetar. Si los continuadores de san Vicente Paúl, de santa Luisa de Marillac y del beato Federico Ozanam, nos hemos comprometido a integrar a los pobres en nuestras sociedades, estamos obligados a reconciliar a nativos y migrantes, porque son frecuentes las migraciones de las gentes de naciones pobres a las naciones ricas, porque son pueblos con los que estamos en deuda, y porque, hasta hace pocos años, gente de nuestros pueblos también emigraban a otras naciones más ricas. Los migrantes son unos pobres a los que el hambre y la miseria los obligan a huir de su patria y de su familia para sobrevivir. Ejemplo de acogida nos da santa Luisa de Marillac cuando escribe a Sor Juliana Loret:
“Tengo un gran disgusto por no poder enviarle a nadie para que las ayude porque, además de la dificultad de los caminos, no fuimos nunca tan pobres en Hermanas ni tan apremiadas para darlas a varios lugares, lo que no podemos hacer por el reparto de sopa que hacemos en todas partes. En casa hacemos cerca de 2.000 raciones para los pobres vergonzantes y lo mismo en los demás distritos” (c. 415).
Y san Vicente en pocas líneas cuenta al P. Lamberto la epopeya de las Hermanas:
“Las Hijas de la Caridad todavía participan más que nosotros en la asistencia corporal de los pobres. Hacen y distribuyen todos los días la comida en casa de la señorita Le Gras a 1.300 pobres vergonzantes, y en el barrio de Saint‑Denis a 800 refugiados; solamente en la parroquia de San Pablo, cuatro o cinco Hermanas dan de comer a 5.000 pobres, además de los sesenta u ochenta enfermos que tienen que atender” (IV, 382).
Estos pobres eran inmigrantes refugiados que huían de sus países en guerra. La aventura necesitaba dinero, mucho dinero, que en gran parte aportaban las Voluntarias de la Caridad (AIC).
Es complicado saber respetar las libertades de los inmigrantes y los derechos de los pueblos que acogen, pues la sociedad acogedora tiene derecho a exigir el respeto a su cultura ante la invasión de otra cultura que anule la suya. Los inmigrantes tienen derechos, pero también obligaciones. Dentro de la humanidad, de esta familia universal de los hijos de Dios, necesitamos aprender a respetar la civilización que nos acoge y la de los que llegan, mirando los valores de las personas.
Atención especial requiere el islam, porque es la religión que profesa el grupo mayor de inmigrantes en Europa. Existe un enfrentamiento profundo entre la cultura occidental y el islam. Para los musulmanes, occidente ha sido y es el dominador que les ha quitado la independencia y el explotador que les arrebata la fuente de la riqueza actual, el petróleo. Y el occidente que les ha subyugado vive sin religión, son infieles materialistas. A diferencia del islam practicado en la vida diaria por una mayoría de creyentes, los católicos, sobre todo los jóvenes, se muestran indiferentes ante la fe.
Pese a que el islam se ha presentado siempre como tolerante, ya desde que lo fundó Mahoma en el siglo VII ha tenido voluntad de conquistar el mundo. Pretensión que ha recrudecido el Estado Islámico (EI), grupo extremista suní que pretende instaurar el Califato Universal, una forma de Estado dirigido por un líder político y religioso de acuerdo con la ley islámica o sharia. Sus miembros tienen una interpretación extremista del islam y creen que ellos son los únicos creyentes. Piensan que el resto del mundo —los no creyentes— quiere destruir su religión, justificando así los ataques contra el mundo occidental. Desde Irak y Siria el Estado Islámico ha pedido a los musulmanes del mundo que juren lealtad a su líder el califa y se embarquen en la yihad para que la ley divina reine en la tierra, aunque implique lucha violenta. En junio del 2014 Abu Bakr al Bagdadi desde la mezquita de Al Nuri de Mosul proclamaba el Califato del Estado Islámico (EI) y masacraba a los cristianos. Marcaban las casas de los cristianos para que los musulmanes las saquearan. A menudo eran los mismos vecinos quienes delataban a los que el Califato consideraba infieles. Les daban la opción de convertirse, marcharse o morir. Se estima que más de medio millón de personas huyeron de Mosul, entre ellos más de 120.000 cristianos. Hoy apenas quedan unas pocas familias cristianas.
Siete años más tarde, el 7 de marzo de 2021 la ciudad arrasada por las atrocidades del yihadismo vio como un líder de la Iglesia católica oraba ante un crucifijo no muy lejos del lugar donde comenzó una de las peores pesadillas para Oriente Medio. “Si Dios es el Dios de la vida, y lo es, a nosotros no nos es lícito matar a los hermanos en su nombre”, dijo el Pontífice en uno de los momentos más emocionantes de su pontificado. “Si Dios es el Dios de la paz, y lo es, a nosotros no nos es lícito hacer la guerra en su nombre. Si Dios es el Dios del amor, y lo es, a nosotros no nos es lícito odiar a los hermanos”. La imagen del Papa, el primero en pisar Irak, pidiendo la vida eterna para los caídos por el terrorismo entre las ruinas de la barbarie yihadista pasará a la posteridad
P. Benito Martínez, CM
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