La epidemia del coronavirus ha sorprendido de tal manera que parece que es lo único que importa. Cierto, lo primero es la salud, superar la muerte, pero también llevar una existencia digna de acuerdo con el espíritu vicenciano. En las últimas décadas, se han multiplicado los estudios sobre la Familia Vicenciana en España y la manera que tiene de afrontar sus objetivos y su Espíritu. Ignorar esos datos supondría avanzar hacia el futuro con los ojos vendados. Hay que tenerlos en cuenta; si son positivos para seguir el camino emprendido, y si son negativos, para no querer volver al pasado, lo que ahuyentaría a la juventud. Es urgente poner cada rama de la Familia en odres nuevos.
La Iglesia estaba hundida en escándalos y sin horizontes para las jóvenes generaciones, pero ha conseguido encontrar un líder mundial. El papa Francisco se ha convertido en el personaje más admirado del planeta. Con un puñado de gestos simbólicos, ha logrado una auténtica revolución religiosa que empieza a resonar en todo el mundo.
Esta pandemia puede ser propicia para renovar la Familia, mirando el pasado para aprender a vivir el presente y abrirse al futuro. No se trata de copiar literalmente lo que hicieron los fundadores que acaso no valga hoy. Se trata de asumir la misma inspiración que tuvieron ellos para seguir a Cristo evangelizador de los pobres, como decía san Vicente: “Si se pregunta a nuestro Señor ¿qué has venido a hacer en la tierra? Asistir a los pobres… ¿otra cosa? Asistir a los pobres” (XI, 34). Después de varios siglos la Familia necesita un corazón nuevo.
Sea cual sea su edad, cada miembro debe ir al pobre revestido del Espíritu de Jesucristo. Si no se reviste, no podrá mirar a los pobres con humildad-mortificación, sencillez-mansedumbre, caridad-celo como los miraba Jesús. Las técnicas son importantes, pero no prioritarias; lo esencial es el espíritu de Jesucristo para dar nuevas respuestas a los problemas nuevos de la nueva sociedad. Revestirse del Espíritu de Jesús es pensar como él, amar como él, vivir como él, compadecerse de los que sufren como él. En esta epidemia significa vivir la humildad tolerando otras opiniones; significa vivir la sencillez siendo auténticos vicentinos sin engañar ni fingir. Si durante esta epidemia no se produce una renovación para revestirse del Espíritu vicenciano capaz de afrontar con valentía el contagio del virus, la Familia Vicentina se expone a diluirse en formas religiosas alejadas de lo que fue el carisma de fundación que le dio el Espíritu Santo.
En medio de esta epidemia, hay que revisar qué hay de verdad y de mentira en la vida espiritual, familiar y comunitaria, en el servicio y en las estrategias. Hay que preguntarse dónde estamos, cómo estamos y a dónde queremos ir. Y preguntar a la gente cómo nos ve y qué espera de nosotros, aunque las respuestas sean duras, pues, si se ha cogido un camino confundido, es posible volver al verdadero, sin echar las culpas a nadie, pensando que nos vamos a renovar sólo con críticas y condenas. Escoger el camino acertado es lo que hicieron san Vicente, santa Luisa y el beato Ozanam.
Asombra que al papa Francisco le parezca que no es suficiente lo que ha hecho la Iglesia entera y quiera renovarla. No sabemos cómo actuará Dios, pero no podemos mirar al futuro sin escuchar al Espíritu Santo que se expresa por las inspiraciones directas, a través de los sucesos de la vida y, en esta epidemia, de lo que piden los pobres.
Sólo aportan energías y esperanza quienes están están tratando de abrir nuevos caminos y no quienes están como espectadores. Todos podemos contribuir a una renovación cada rama vicentina, aunque cueste encontrar el camino verdadero. Alguien ha dicho, acaso como profecía, que es fácil que la Iglesia necesite todo un siglo para acertar a situarse y a situar el mensaje y el Espíritu de Jesús en la sociedad moderna. Y también es fácil que lo necesite la Familia Vicenciana.
P. Benito Martínez, CM
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