En una reciente conversación con un jubilado que ayudaba en un refugio para personas sin hogar, le pregunté qué lo había llevado a ser voluntario allí. ¿Por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo? Sentía pena por la gente que vivía allí, dijo, pero luego se dio cuenta de su razón más profunda: «Tengo una oportunidad en la vida y quiero transmitirla. Me han dado, y quiero devolver. Hubo momentos en los que estuve en el exterior, y la gente me llevó al interior». A su manera, expresaba una verdad que se extiende a lo largo de toda la Biblia y por todos los caminos de nuestra fe: «Doy ayuda porque he sido ayudado».
Los cristianos reconocen esto como la línea de pensamiento (mejor dicho, un movimiento del corazón) que el autor del Éxodo atribuye a Yahvé Dios. «No opriman a los extranjeros entre ustedes, porque en Egipto, cuando ustedes mismos eran extranjeros y esclavos, yo los saqué y les di su libertad. Ahora deben dar esa misma libertad y solicitud a los oprimidos y a las personas vulnerables que encuentren» (Éxodo 22,20) Transpuesto a la cándida frase de ese voluntario retirado: «Se te ha dado un respiro. Pasa el favor que se te ha dado».
En el evangelio de Mateo, Jesús nos dice que amemos a Dios y al prójimo; pero, ¿por qué? La respuesta corta pero profunda: porque hemos sido amados primero. Se nos ha dado esta gracia y favor, Dios nos mira con ojos llenos de amor. ¿No deberíamos transmitir esta vida y bondad a los demás? ¿Qué tenemos que no se nos haya dado?
Devolver no es una respuesta automática. Hay muchos que han sido liberados, a los que se les ha dado una nueva vida, pero que no dan el siguiente paso. De alguna manera, el voluntario recordó los favores que le hicieron, manteniéndolos vívidos y presentes en su memoria. Esos recuerdos de bondad y cuidado despertaron un fuego dentro de él, sacándolo de su zona de confort y llevándolo a ese lugar de necesidad.
De muchas maneras, nosotros los fieles hacemos lo mismo cada vez que nos reunimos en la eucaristía; es decir, recurrimos un recuerdo… y más que un recuerdo, un evento en el aquí y ahora. De pie alrededor de esta mesa sagrada, nos preparamos a escuchar y tomar la generosidad que se derrama sobre nosotros. Ciertamente, ese favor incluye el hecho mismo de nuestra existencia; no nos creamos a nosotros mismos. Pero en la Eucaristía, lo que (especialmente quien) se nos da, asume una forma mucho más aguda y conmovedora. No sólo recordamos sino que traemos al presente este acto de generosidad desbordante: el sacrificio de todo corazón que Jesús, la persona de Dios en el mundo, hace tan amorosamente por nosotros.
En su carta a los Efesios, Pablo proclama este favor, este «respiro» que hemos recibido. «En un tiempo estuviste alejado de la comunidad de Dios y estabas sin esperanza y sin Dios en este mundo. Pero ahora, ustedes que antes estaban lejos, se han acercado por la sangre de Cristo« (Efesios 2,14). Escribiendo a uno de sus desalentados cohermanos, Vicente aconseja la misma confianza en la gracia divina: «Además, cuando haga estas reflexiones sobre su estado interior, señor, debe elevar su mente a la consideración de Su adorable bondad» (A Toussaint Lebas, en Agde, 10 de julio de 1654)
Podría parecer frívolo expresar todo esto como un «respiro» que se nos ha dado. Pero si podemos expandir esa noción exponencialmente, ampliarla para que signifique esta inmerecida y abundante misericordia de Dios, estaremos más cerca de tocar la razón subyacente por la que debemos ayudar al extranjero: nos han dado y debemos hacer todo lo posible para devolver. De nuevo, de Pablo: «En Cristo Jesús, el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones» (Rm 5,5). Con Cristo Jesús, estamos llamados a derramar una gota de ese amor en los corazones y vidas de los demás, especialmente de aquellos a quienes el mundo considera forasteros.
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