Hoy las instituciones del Estado y de la Iglesia se hacen cargo de los niños que, por el motivo que sea, quedan solos, sin familia, pero hay muchos “menas” (Menores Extranjeros No Acompañados) que escapan de los centros de internamiento para extranjeros (CIE) y viven en la calle. Y también hoy la propaganda intenta tranquilizar las conciencias de quienes impiden que nazca un niño y vea a su madre. En tiempos pasados, si nacía una criatura no deseada, la abandonaban, aunque para la madre fuera un sufrimiento saber que lo entregaba a la muerte o a la marginación de por vida. También lo era para Vicente de Paúl que decía a las Damas (AIC) que esos niños han sufrido los golpes de la madre sobre su vientre y las medicinas para que nacieran antes de tiempo sin vida y no los han matado, una vez nacidos, para quedar impunes. Esas pobres criaturas encuentran seguridad entre personas extrañas que no les tocan nada, sufren miseria y persecución por culpa del pecado de su madre, son hijos del pecado (X, 918s).
En París, se recogía a los nacidos en la ciudad y en otros pueblos. Aunque castigado con rigor, había hombres que se arriesgaban a llevarlos hasta París por caminos intransitables, procurando que los lloros no les delatasen y tener que abandonarlos en los bosques y caminos. De noche los dejaban a las puertas de las iglesias y conventos arropados con el frío y las ratas. Los que sobrevivían, morían pronto por las condiciones despiadadas que habían pasado y los que resistían, eran llevados a una casa llamada La Cuna. Las condiciones de la Cuna eran tan desastrosas que san Vicente afirmó que en los cincuenta últimos años ninguno había sobrevivido, a no ser los que se habían dado en adopción (X, n. 270, 276). Los que sobrevivían quedaban excluidos de la sociedad por ser hijos del pecado. Hasta una Hija de la Caridad manifestó estos sentimientos a la reina de Polonia que proponía cómo alguna de estas niñas podrían llegar a ser Hijas de la Caridad, y ella le respondió ofendida: “¡Ah, no, señora! Nuestra Compañía no se nutre ni se compone de esa clase de personas. No se admite en ella más que a las vírgenes” (IX, 531). Aunque duele oír una contestación tan injusta, no se olvide que una cofradía de gente humilde debía dar la sensación de jóvenes honradas sin sospechas. Era el siglo XVII, y la Compañía estaba sin aprobar. Marcados por esta ignominia rara vez las familias pobres se hacían cargo de la madre y del hijo. El Estado los rechazaba por la razón añadida de ser onerosos. En 1445, el rey Carlos VII, al aumentar el abandono de niños, pensó que si se los cuidaba y alimentaba bien, los padres los abandonarían para verse libres de esta carga, de forma que los 20 hospitales [de París] no podrían albergarlos.
Los niños abandonados es una herida atroz en las familias pobres. A los hijos de la nobleza y de la alta burguesía se los consideraba bastardos con fortuna y una colocación de obispos, abades, priores. Y si las hijas de la pequeña burguesía tenían un desliz, se entregaba el niño a un matrimonio mediante la compensación de una suma de dinero. La mayoría de los abandonados eran hijos de obreras textiles y costureras despedidas por los patronos que habían abusado de ellas, de sirvientas abandonadas por sus amos después de haberlas seducido, de chicas llegadas a la ciudad en busca de trabajo y de familias pobres, debido a la promiscuidad en las viviendas pequeñas (X, n° 280). Además de la vergüenza y el desprecio de la madre, guardar al hijo suponía dificultad para casarse o colocarse; era morir de hambre madre e hijo. San Vicente, santa Luisa, las Damas (AIC) y las Hijas de la Caridad procuraron darles enseñanza y un oficio. Cuidar a estos niños no era muy duro, pero a algunas Hermanas les repugnaba por ser hijos del pecado.
La señorita Le Gras procura darles un oficio y preparación para un futuro. En 1640, Vicente de Paúl le escribió que en una asamblea numerosa a la que asistieron la Princesa de Condé y la duquesa de Aiguillon, las Damas habían decidido hacerse cargo de todos los niños abandonados en París (II, 11). El santo las había convencido con argumentos que le brotaron de las entrañas y que repetirá en los años sucesivos: que la alabanza de los niños agrada a Dios, que se encuentran en necesidad extrema y los que están recogidos en la Cuna son vendidos a mendigos que les deforman los miembros para causar compasión al pedir limosna, que es una vergüenza que nos parezcamos a los turcos que venden a sus esclavos o que seamos como Herodes (X, n. 269). Todo muy bien, a Luisa le sonó a cielo, a no ser por una frase que añadía el director y que la hubiera hecho temblar si no fuera ya una santa: “Puede imaginarse que no nos olvidamos de usted”. Así era. Las Damas, una vez que Luisa llegó a París recogieron a todos los niños de la Cuna y del Gran Hospital y se los llevaron a ella (X, n. 270). De golpe, se encontró con casi 400 niños, y lo más engorroso era que 20 necesitaban nodriza. Sabía organizar y lo hizo bien con las Hijas de la Caridad, las empleadas y los niños. Era urgente encontrar nodriza para los 20 bebés. Las encontró en familias particulares. Era lo corriente por la costumbre en las familias acomodadas, y en las familias humildes por la pequeñez de los alojamientos y la imposibilidad de compaginar crianza y trabajo.
Encontrar nodrizas era fácil, pero peligroso. Fácil porque la mitad de los niños nacidos morían antes de cumplir un año y muchas de sus madres alquilaban sus pechos para alimentar a otros niños. Peligroso, porque los alquilaban como un negocio o para poder comer, y dañino, porque las madres necesitadas podían ser débiles o padecer enfermedades no manifestadas o que no los alimentaran debidamente. Era fácil encontrar nodrizas, pero casi imposible controlar las trampas de no comunicar la muerte del niño y cambiarlo por el de la vecina al ir a cobrar.
Para obligar a las nodrizas a responsabilizarse, Luisa extendía unas fichas de control y cuidadosamente detallaba en un cuadernillo el día de salida del niño, su nombre, el de la nodriza y el de su marido, el trabajo de éste y la dirección de su casa, o cualquier otra circunstancia, como: el niño “Carlos, de quien se dice que es gentilhombre”, las nodrizas “Micaela Damiette, conocida de la señora Souscarrière”, presidenta de las Damas del Gran Hospital (D 287).
Vicente de Paúl propuso a las Damas de la Caridad que fueran a visitar a los niños distribuidos por los pueblos o que enviasen a un hombre a ver su situación (X, n. 270). Al primero que Vicente encargó esa misión, fue al Hermano Jourdain (II, 131). Pero más común era que lo hiciera una Hija de Caridad, y Luisa se vio obligada a escoger a Hermanas capaces de viajar, analizar las situaciones, solucionar los problemas y pagar las pensiones. Las Hermanas anotaban las impresiones de la visita que duraba de uno a dos meses. De ordinario, escogía a Bárbara Angiboust. Luisa indicaba el camino a seguir, el modo de actuar y les entregaba unas fichas con el nombre, la edad y la dirección de los niños. Aunque confiaba en Dios, temía los peligrosos encuentros por los caminos, sufriendo día a día el ansiado retorno de las dos indefensas mujeres, y con alegría, si volvían sanas y salvas (c. 112, 115, 244).
Los niños abandonados le robaron mucho tiempo. En los problemas difíciles acudía a san Vicente que se fiaba de ella casi más que de él mismo (SL. c.71). A veces ella se iba a vivir con los niños semanas enteras o traía un grupo a su vivienda para darles el cariño que necesitaban como la comida. Tampoco ella sintió el calor de unos padres, y su hijo tan sólo durante unos pocos años. Sobre ellos, volcó su amor maternal, ahora que su hijo se había convertido en un hombre de 30 años.
Nosotros ¿qué podemos hacer por los niños de la calle que abandonan la escuela para corretear o ganar un poco dinero? ¿Qué podemos hacer para acogerlos y darles cariño, enseñanza y un oficio que salve su futuro? ¿Hacemos distinción entre los que se han educado en la familia y los que se han educado en una institución?
P. Benito Martínez, C.M.
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