La mendicidad va en aumento. Las ciudades son el colector final de todos los pobres, porque en la ciudad tienen más recursos. En los núcleos urbanos siempre se puede mendigar, aunque su presencia moleste y más si se acercan a pedirnos a nosotros. ¿Cómo hacerlos desaparecer? Envuelta en el coronavirus, la sociedad se apoya en el hogar con la divisa quédate en casa, no salgas, y los “sin techo” ¿a qué hogar pueden ir?, ¿bajo un puente?, ¿al hueco de los portales cerrados? Parece que hoy se los encierra entre paredes inmateriales y sicológicas levantadas con papeleos y averiguaciones, como en el siglo XVII se los encerraba en los Hospitales Generales, una especie de cárcel, reformatorio, taller y convento. Se encerraba a mujeres de mala vida, a niños de la calle y, sin más, a todo mendigo, pero no se atajaban las causas que producían la pobreza.
La idea de encerrar a los mendigos ya había aparecido en el siglo XVI en casi todas las naciones europeas, y ante el aumento de la mendicidad en 1656 Luis XIV publicó un edicto creando el Hospital General de Paris. La primera ciudad francesa que encerró a estos pobres fue Lyon en 1614. Fracasó. También lo intentó el tío de Luisa, Miguel de Marillac, siendo Guardasellos [Ministro de Justicia], pero nadie le hizo caso.
Las razones para encerrarlos eran la inseguridad en las calles, el contagio de enfermedades y la necesidad de hacerlos trabajar. Había que mejorar la economía francesa y fomentar el comercio y las exportaciones con productos competitivos fabricados con miles de manos baratas en los talleres montados en los Hospitales Generales. Por este motivo los artesanos los consideraban competidores desleales. Al examinar las causas, no encontraban culpa en el sistema social ni en la distribución injusta de los impuestos y privilegios. Tampoco se fijaban en la guerra que había abarrotado las ciudades de pobres huidos de los pueblos. Los únicos causantes de su miseria eran los mismos pobres. Y revistieron esta mentalidad con la idea cristiana de que la mayoría vivía sin religión, ignorando artículos de fe necesarios para salvarse. Encerrados, serían evangelizados.
El ingreso era voluntario, pero a quien no ingresaba se le negaba cualquier ayuda social. Al poco tiempo se encerraba a la fuerza. Los Hospitales Generales, no lograron su objetivo. Primero, porque los mismos pobres lo rechazaban y huían o se escondían hasta que pasara la euforia (SV. VI, 286). Segundo, porque, si caían en manos de los guardias, la gente los liberaba, considerándolos pertenecientes a su mundo. Tercero, porque resultaban gravosos. Y cuarto, porque “había quienes añoraban la idealización medieval franciscana de que el pobre es el miembro doliente de Jesucristo y una bendición de Dios” (Ver vida de santa Luisa de Marillac en Benito MARTÍNEZ, C. M., Empeñada en un paraíso para los pobres, CEME Salamanca, 1995, p. 250ss.). Pero sobre todo fracasó porque la mendicidad era consecuencia del sistema de órdenes fijos [clero, nobleza, burguesía y pueblo llano] considerado intocable.
El Asilo del Nombre de Jesús
Vicente de Paúl y Luisa de Marillac, pensaban que los ricos tan sólo son depositarios de los bienes que Dios les ha confiado. Siguiendo esta mentalidad fundó la residencia el Nombre de Jesús. Abelly cuenta que, en 1653, un burgués entregó a Vicente de Paúl 100.000 libras para que las empleara como él juzgara conveniente, con la condición de que su nombre permaneciera en el anonimato (p. 212). Después de mucho orar, decidió fundar un asilo donde acoger ancianos, mendigos y antiguos obreros textiles sin recursos. Sensible a los pobres contemplaba a los ancianos que salían de casa sin saber si volverían, pues era corriente que murieran en la calle.
Los padres paúles tenían una casa amplia para 20 ancianos y 20 ancianas, cerca de San Lázaro y de la Casa de las Hijas de la Caridad. En la entrada, había una enseña: Nombre de Jesús. Y así se la conoció: Asilo del Nombre de Jesús. Había costado 11.000 libras. Hubo que hacer algunas acomodaciones para hacerla confortable y poder separar a los hombres de las mujeres, aunque varios locales fueran comunes. El capital restante quedó en poder de la Congregación de la Misión que pagaba una renta suficiente para sostener a los 40 ancianos. El plan fue aprobado por el anónimo fundador.
Abelly lo considera el embrión de un Hospital General (p. 211). Si no degeneró en la deshumanización del Hospital General se debió a que los ancianos ingresaban voluntariamente y eran libres de marcharse. Vicente de Paúl entregó la residencia a Luisa de Marillac y ella la puso en marcha. Se sentó, cogió un papel y se puso a escribir ventajas, inconvenientes y manera de resolver las dificultades en “sus comienzos, continuación y fin”. No se la debía considerar como una obra humana sino de Dios que busca su gloria y la felicidad de los pobres ancianos. Para cumplir la voluntad de Dios “que manda al hombre comer su pan trabajando”, instaló telares. Era una manera de instruirlos, de hacerlos participantes de los méritos de Jesucristo y de aliviar los gastos.
Luisa pensó que convenía escoger “las primeras personas probadas en honradez y que no fueran todos mendigos”. Ellas arrastrarían a los demás al orden y al trabajo. E ideó la estratagema de “encontrar personas de condición que quisieran pasar por pobres, aunque solo fuera por seis meses, y que supieran algún oficio para enseñárselo. Que no estén casados ni tengan hijos, a no ser que algunos se sacrificaran dejando a su familia por un tiempo. La dificultad estaría en que a estas personas quizá habría que darles un poco de vino o de cerveza”, y esto infundiría sospechas de la trampa.
Encontró gente honrada del gremio de tejedores que se fingieron mendigos. En cuanto a lo económico, no se hizo ilusiones; sabía que “para poner el trabajo en marcha y ayudar a que continuase no había que mirar los gastos… Había que dar por seguro que el primer año reportaría muy pocas ganancias” (E 76).
Esta mujer pequeña, delicada y afectiva escribe en un papel el presupuesto de cada persona al año: gastos de comida con vino, 105 libras, 6 libras de luz y fuego, 6 libras de ropa, 30 de la cama nueva y sábanas y 4 para cubiertos, palanganas, etc. (D 549). Valora el coste del material y el trabajo de cada peón, oficial y maestro, pues todo el que trabaja, por insignificante que sea la tarea, debe cobrar, aunque sólo sea en forma de vino (D 551). Para abaratar los costes, indaga a través de las comunidades, los lugares y las épocas en que puede adquirir los materiales a precios más económicos (c.427) y para no engañar a los obreros, pregunta a Vicente de Paúl los salarios que se pagan en París, sospechando que, en las afueras, los jornales estarán más bajos (c.443).
Asombra que una mujer tan contemplativa penetre en negocios materiales, pero su director -místico que pisaba la tierra- le había enseñado que Dios anda por la tierra y se detiene a vivir con los pobres. Se pregunta por qué los tejedores frecuentemente se arruinan. Encuentra las causas en “que los obreros cuestan mucho, los alquileres de los locales son caros y las familias tienen hijos”. Ninguna de estas causas concurre en el Nombre de Jesús. Más aún, aunque no hubiera ganancias valía la pena emprender la obra para dar empleo a muchas personas y a jóvenes sin trabajo “a los que la necesidad y la ignorancia empujaban a ofender a Dios” (D 550). En marzo de 1653 invitó a Vicente de Paúl a inaugurar la obra, y, femenina, le indicó lo que debía hacer, aunque confiesa que “es una osadía habérselo indicado” (c.428).
El éxito era patente. Los padres paúles se hicieron cargo del servicio religioso y san Vicente les dio algunas catequesis (X, n.85). Los ancianos vivían contentos. Se acogieron a parientes de paúles y de Hijas de la Caridad. De tiempo en tiempo, Luisa controlaba y llevaba personalmente la contabilidad de todos los telares y del trabajo de cada obrero con una claridad que aún hoy nos sorprende.
Alguna rama de la Familia Vicenciana ¿puede hacer algo, parecido o diferentes?
P. Benito Martínez, C.M.
Excelente información, podemos aprender de estas obras y todos necesitamos conocerlas
Gracias
Gloria a Dios!