Ojeando los escritos de santa Luisa de Marillac, he leído una carta que dirige al Conde de Maure, esposo de su prima Ana de Attichy:
“Señor: Me tomo la libertad de darle a conocer, por medio de estas líneas, la situación respecto al casamiento de mi hijo, que yo diría es para mí una aflicción muy grande si, como cristiana, no tuviese que amar el desprecio que de ordinario sigue a la pobreza, única causa de que no adelantemos nada. Y comprendo los sentimientos de esa joven; la cual, por el conocimiento que tiene de él y de los pocos bienes que yo puedo dejarle, ve que no puede esperar llegar nunca a reunir una fortuna, puesto que entre los dos tendrán escasamente para sostener una pequeña familia, y como de ordinario las cargan caen sobre los que menos medios tienen para sobrellevarlas, el miedo a la muerte y dejar unos huérfanos pobres, la retrae de correr ese riesgo. Y aunque las personas que han intervenido en este asunto les han hecho concebir esperanzas por encima de la realidad, parece, señor, que no están dispuestos a creer nada más que lo que ven” (c. 311).
El matrimonio en aquel siglo era un negocio económico y social entre familias que arreglaban los padres de los novios. Los jóvenes no intervenían y en algunas ocasiones se veían por primera al pie del altar.
Miguel Le Gras, el hijo de Luisa de Marillac, se había casado en secreto con una joven, hija de un vinatero de provincia. La madre convenció a su hijo que lograra de la Santa Sede la declaración de nulidad, porque todo matrimonio clandestino era considerado nulo por la Iglesia y el gobierno. Así manifiesta el orgullo de no aceptar para esposa de su hijo a una mujer sin categoría social, en un siglo donde la categoría social era el medio principal para salir de la pobreza. Hubiera significado la confesión ante los Marillac de la incapacidad de Luisa —entregada a los pobres— para lograr el ascenso de su hijo único que descendía a lo bajo de la sociedad. Lograda la declaración de nulidad, su madre intentó casarlo con una joven que lo rechazó al conocer los pocos bienes que tenía. Procuró casarlo con otra joven y, por miedo a que también lo rechazara, escribió al Conde Maure para que avalase a Miguel. Estar avalado por un noble significaba tener honor, y el honor abría las puertas para un futuro digno. Porque la sociedad en aquel siglo se fundamentaba en el honor. Hoy, envuelta en el coronavirus, la sociedad se apoya en el hogar con la divisa quédate en casa, no salgas; y los “sin techo” ¿a qué hogar pueden ir?, ¿bajo un puente?, ¿al hueco de los escaparates o de los portales cerrados?
Los “sin techo” no son únicamente los que duermen en la calle; los “sin techo” son también los que no tienen un hogar digno, los ancianos que viven solos y reviven saliendo a tomar algo con los amigos y amigas y esta pandemia los impide salir aún con mascarilla, o los que en las residencias se sienten sin familia porque no se permiten las visitas; “sin techo” viven las familias que solo tienen una habitación de 9 metros cuadrados o una vivienda reducida. Es una situación agobiante para un matrimonio, agravada si ha perdido el trabajo uno de los dos cónyuges o los dos por culpa del coronavirus. Encerrados veinticuatro horas con los hijos sin poder salir y ejerciendo de padres, cuidadores, maestros y compañeros de juego, es duro, porque las guarderías y las escuelas pueden estar cerradas. Los “sin techo” son también las familias formadas civilmente por dos madres o dos padres y sus hijos que, a veces, son adoptados o hijos naturales de uno de los dos. El coronavirus les descubre que no son como los demás niños, que forman parte en cierto modo de los “sin techo”, sobre todo, porque no se puede realizar lo que decía el papa Francisco, que la familia es “el lugar donde los padres se convierten en los primeros maestros de la fe para sus hijos”.
Dos preguntas:
- ¿Procuras que todos los niños de tu familia tengan un hogar y acudan a la catequesis?
- ¿Animas a tus amigos a construir un hogar con su familia?
P. Benito Martínez, CM
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