En este ambiente empapado de coronavirus las fiestas de la Ascensión y Pentecostés nos presentan dos reclamos: cómo fueron en realidad la subida de Jesús a la diestra del Padre y la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles, y su repercusión en la epidemia que estamos padeciendo.
La Ascensión del Señor es un modo de expresar el misterio de que Jesús es Dios y está sentado a la derecha del Padre. Los evangelistas san Juan y san Marcos vienen a poner la Ascensión y la venida del Espíritu Santo el mismo día de la Resurrección, indicando que la exaltación de Jesús a la derecha del Padre es inseparable de su resurrección y queda completa con la entrega del Espíritu Santo, configurando la comunidad de los discípulos como la comunidad profética que hereda el Espíritu de Jesús para continuar su misión. “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, se presentó Jesús en medio de los discípulos y les dijo: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 19-23). “Estando a la mesa los once discípulos, se les apareció Jesús y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvará; el que no crea, se condenará. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 14-19).
Los primeros cristianos separaron cuarenta días la ascensión de la resurrección para cristianizar los cuarenta años que los israelitas anduvieron por el desierto y la entrada en la tierra de Canaán. Asimismo separaron la venida del Espíritu Santo de la resurrección del Señor para cristianizar la fiesta de Pentecostés judía que conmemoraba la entrega de los diez mandamientos a Moisés, siete semanas después de la Pascua o salida de Egipto y daban gracias a Dios por las primeras cosechas.
La Ascensión contiene la glorificación de Cristo y la glorificación de la humanidad. Por eso, una vida sumergida en las realidades terrenas sin preocuparse de las celestiales no va con una Cabeza glorificada. Santa Luisa de Marillac meditaba al final de su vida que “las almas deseosas de servir a Dios deben tener gran confianza en que al venir a ellas el Espíritu Santo y no encontrar resistencia, las dispondrá para cumplir la voluntad de Dios, que debe ser su único deseo, reconociendo nuestra impotencia y desprendiéndonos por completo de todas las criaturas y hasta de Dios mismo en cuanto a los sentidos, puesto que el Hijo de Dios que preparó a los Apóstoles para recibir al Espíritu Santo, los colocó en ese estado privándolos de su divina presencia. Y, al bajar el Espíritu Santo a las almas así dispuestas, consumirá todos los impedimentos a las operaciones divinas y les dará fortaleza para obrar por encima del obrar humano” (E 87).
Vivimos en una tierra infectada y las declaraciones oficiales nos hacen vislumbrar que tardaremos en resucitar de esta fatídica enfermedad y ascender a la “normalidad”. Las encuestas dicen que en España a mediados de mayo había casi 300.000 infectados y habían fallecido más de 25.000 personas que han herido de dolor a cientos de miles entre amigos y familiares. Hay que añadir otras personas, imposible de calcular, convertidas en víctimas colaterales de la epidemia, como son ancianos, enfermos crónicos, personas sin hogar. Personas que no han podido resucitar ni ascender a la normalidad. Junto a enfermos, amigos y familiares están tantos sanitarios y sanitarias llorando por no poder tocarlos ni darles las muestras de cariño y compasión que desearían.
La Ascensión abre el ciclo del Espíritu Santo cuya función en la Iglesia no es suplantar a Cristo, es «llevar a plenitud su obra en el mundo y en cada hombre». Santa Luisa escribe que “una de las mayores pérdidas que puede venir a las almas que no participan en la venida del Espíritu Santo es que los dones infusos en el Bautismo no tienen su efecto, y faltando sus dones, se aprecia una sorprendente diferencia en el obrar las personas que están animadas por ellos y en las que no lo están” (E 98).
Que el Espíritu Santo favorezca a los buenos y castigue a los malos aquí en la tierra, es el espejo de una tendencia bastante común entre los cristianos, aún entre las Hijas de la Caridad. Pero esta pandemia no la ha enviado Dios como castigo por nuestros pecados. Dios es un Padre que quiere nuestra felicidad. El coronavirus es el resultado de las leyes de la naturaleza o de la libertad de los hombres. Da la impresión de que para algunas personas las obras buenas son fuente de derechos ante Dios. Las obras buenas, ciertamente, hechas con amor, llevan cierta conveniencia de merecer, pero no por derecho propio, porque entonces ya no serían un don gratuito del Espíritu Santo.
Tres años antes de morir santa Luisa meditó cómo vivir conducida por el Espíritu Santo: “Nuestro Señor advierte a sus Apóstoles que tiene que dejarlos para ir al Padre y enviarles el Espíritu Santo, enseñándonos así el desprendimiento general de todas las criaturas, para que con su presencia llene al alma de sus dones que la sacarán de sus debilidades… Y recordando su designio de crear al hombre a su imagen y semejanza, he considerado en el hombre sus tres facultades, de las que las dos primeras están orientadas a la tercera que es la voluntad; y por esta semejanza me ha parecido que cada una de las tres divinas Personas operaba en cada una de las facultades, y que el Espíritu Santo por su poder unitivo confería a la voluntad la facilidad para unir perfectamente las potencias del alma, de suerte que no exista en ella ningún desarreglo, devolviéndola a la excelencia de su primitivo estado en la creación. Mi oración ha sido más de contemplación que de razonamiento, con el deseo de honrar e imitar lo más que pudiera la Humanidad de Jesús en la persona de los pobres y de todos mis prójimos, ya que nos ha enseñado la caridad para suplir la impotencia en que estamos de rendir ningún servicio a su persona…, considerando en todas las ocasiones que se presenten de hacer algún bien a mi prójimo, no ya solamente la recompensa prometida como si le se hiciera a él, sino que ese prójimo, cuando le ayudo, no me ve a mí, sino a Jesucristo” (E 98).
La Resurrección y Ascensión de Jesús junto con la venida del Espíritu Santo vencen a la muerte, y la muerte hoy se llama coronavirus. Ver que muchos le vencen es una resurrección que nos llena de confianza; caminar hacia una vida normal en familia y en la calle es ascender a un cielo en la tierra, y ayudar a los pobres, a los migrantes, a las mujeres de la calle, a los niños olvidados es reconocer que el Espíritu Santo nos fortalece para matar esta maldita pandemia.
P. Benito Martínez, C.M.
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