Símbolos seguros de salvación (Hch 10,37; Mt 3,17)

por | Ene 18, 2020 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Como todos sabemos, decir que algo es simbólico es afirmar que alguna realidad (el símbolo) lleva en su interior mucho más de lo que aparece en su superficie. Por ejemplo, los anillos de boda en los dedos de una pareja casada durante 50 años contienen en su interior mucho más que los reflejos que desprende su oro. Dentro de estos anillos hay un poder, el poder del amor, la dedicación y el sacrificio de medio siglo de dos vidas pasadas juntos.

En el Nuevo Testamento aparecen dos eventos que pertenecen a esta categoría de símbolos, este mundo de objetos o acciones observables que llevan en sí mismos capas y estratos de significado más profundo. Estos dos son los actos de unción y bautismo. En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas relata cómo Dios ungió a Jesús con el Espíritu Santo y el Poder. El evangelio de san Mateo nos dice que Jesús fue bautizado, seguido inmediatamente por el descenso del Espíritu Santo sobre él.

Un par de acciones simbólicas, ambas llevando dentro de sí una profundidad de energía y significado en la que los creyentes se han visto atraidos durante siglos. Vale la pena mirarlas más de cerca y considerar la sustancia interna que contienen y el poder oculto que irradian.

Unción – el aceite untado sobre la piel. Penetra bajo la superficie y se mezcla con los fluidos del cuerpo. Aquí significa que el Espíritu de Dios está llenando a esta persona Jesús con el propio Ser de Dios. Mientras Jesús habla y actúa, es Dios quien habla y actúa. Luego está el bautismo que lleva dentro algo que se transmite explícitamente por las palabras que siguen: «Este es mi Hijo amado en quien tengo complacencia». «Amado» es la expresión que nos abre al significado subyacente de esta acción simbólica. Lo que se revela en ella es el amor del Padre por el Hijo, el significado interior del bautismo de Jesús. Este ritual, entrar en el agua y salir de ella, lleva el amor de Dios a Jesús y a nosotros.

Es precisamente ese amor que todo lo abarca y que está alojado dentro de esas acciones simbólicas clave en nuestra práctica de la fe: los sacramentos. Cada uno, a su manera, es portador de la presencia de Dios, portador del amor de Dios. Cada uno apunta esa palabra clave «Amado» directamente hacia ti y haciaa mí, está transmitiendo ese mensaje salvador, «Tú eres mi hijo o hija amado en quien me complazco».

Así como esos anillos de boda llevan la verdad de la fidelidad de esa pareja, cada uno de los sacramentos lleva dentro de sí la riqueza y la densidad de las palabras del Padre: «Tú eres mi hijo amado».

A la luz de esto, por ejemplo, ¿qué pasaría si tú y yo nos acercáramos al sacramento de la reconciliación, la confesión, con esta mentalidad: escuchando su mensaje más profundo como «eres amado»? ¿Qué tal si, también, venimos a la Eucaristía con esa misma expectativa: compartiendo en ella estamos entrando en contacto vivo con esa verdad tan liberadora y apreciada, «Tú eres mi amado»? ¿Qué pasaría si miráramos los servicios que ofrecemos los Vicencianos y los reconociéramos como actividades simbólicas, ministerios que llevan en sí mismos ecos de la seguridad del amor de Dios?

Los símbolos pueden estar vacíos y no llevar nada. Pero cuando los símbolos son genuinos, llevan y abren las profundidades de lo que simbolizan. La afirmación es que en el corazón de nuestros sacramentos y nuestros ministerios, alojados en su núcleo, está la sólida roca, la seguridad fundamental que surge del corazón de Dios. «Tú eres mi hija e hijo amado. En ti me siento muy complacido».

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