El encuentro con Juan Bautista y la conversión en Adviento

por | Nov 30, 2019 | Benito Martínez, Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Venida, Advenimiento, Adviento

Entramos en Adviento. La Iglesia tomó del latín la palabra Adviento o Advenimiento (Venida), usada por los paganos para celebrar la venida de los dioses a sus templos. Pero, como el Dios de los romanos se manifestaba en el emperador, el culto imperial celebraba al Dios que aparecía en la figura del emperador, y el pueblo saludaba la visita del emperador a su ciudad como un Advenimiento de su Dios.

Para los primeros cristianos Jesús haría también su venida al final de los tiempos. Sin embargo, en el siglo IV, en España y en Francia comenzaron a celebrar la venida de Jesús a la tierra el día de Navidad. De España y Francia pasó a la Iglesia universal que pedía y aún pide a los cristianos que se conviertan y se preparen durante cuatro semanas para celebrar esta Venida, advenimiento o adviento de Jesús que nacía en Belén.

En la Biblia, cuando los profetas hablan de conversión suponen tres momentos: El primero implica un cambio de mente, el segundo añade un cambio de voluntad, y el tercero, un cambio en el obrar. San Vicente sintetiza el cambio de mente, de voluntad y de actuar en vaciar la mente de la autosuficiencia e intenciones terrenas que impiden pensar como Jesús; en vaciar el corazón de quereres interesados y mundanos, y en el pro­pósito de revestirse del Espíritu de Jesucristo e incorporarse a su Humanidad transformándose en otro Cristo. Es decir, la conversión para san Vicente de Paúl se resume en dejar nuestro modo de pensar, querer y actuar según las máximas del mundo y pensar, amar y vivir según las máximas de Jesucristo (XI, 415-428).

Una conversión sincera comienza por mirar nuestro pasado que nos duele y brota el pesar de no haber obrado conforme al querer de Dios, y nos acercamos al sacramento de la Penitencia a confesar nuestros pecados. Es el cambio de mente. Viene luego el pro­pósito de buscar en adelante una forma de vida conforme lo exige el seguimiento de Jesús. Es el cambio de voluntad. Ya sólo queda practicarlo de tal manera que quien nos vea después de la conversión, concluya que hemos cambiado.

Los personajes centrales para la conversión en el adviento son san Juan Bautista y la Virgen María. Cada uno de ellos expone un motivo para la conversión. El grito del Bautista: «Preparad los caminos del Señor», es una invitación a la conversión, porque ha llegado una etapa nueva, que nos exige cambiar la sociedad por otra más justa y pacífica, llamada Reino de Dios. María escucha, de parte de Dios, un ¡alégrate! que debemos escuchar también nosotros, aunque suframos injusticias y reveses. No se trata de un optimismo forzado, sino de la convicción de que hemos sido agraciados por Dios que es Amor. Se trata de una alegría que brota de la fe, creyendo que Dios está con nosotros y nos acoge como a hijos, convirtiendo a todos los humanos en hermanos. Convertirse para un vicenciano supone cambiar el corazón de piedra por otro de carne que se compadezca de los pobres.

Juan el Bautista

Cuentan los evangelios que un día apareció al otro lado del río Jordán en Palestina un hombre animando a una conversión. Se llamaba Juan y era pariente de Jesús. El impacto de la predicación de este hombre fue grande si nos atenemos al movimiento de masas que provocó. Jesús aprobó este movimiento y fue también él a bautizarse.

El bautismo ya se practicaba entre los judíos y los gentiles, pero sólo como un rito externo de purificación, mientras que el bautismo de Juan era el signo de una conversión interior. Limpiaba el pecado y exigía vaciarse de uno mismo y revestirse del Espíritu de Jesucristo. Era una renovación mo­ral, de la vida práctica, tomando la resolución firme de cambiar a mejor por el fuego y el Espíritu Santo. Sin el Espíritu divino ningún mortal es capaz de convertirse al amor que inicia el Reinado de Dios dentro del corazón.

El esfuerzo humano y la gracia de Dios son los dos pilares de la con­versión. Prescindir del esfuerzo es creer que por haberse entregado a Dios en la Compañía y servir a los pobres, por llevar la Medalla Milagrosa o, como decían los judíos, por ser hijos de Abrahán, ya tiene el salvoconducto de ser buena Hija de la Caridad. Jesús condenó a los judíos que se creían justos y salvados por pertenecer al «pueblo elegido”. Pero olvidar que la salvación es gratuita, es querer hacer surcos en el mar. Solo nos estamos convirtiendo si consideramos lo que hacemos como algo que nos viene de Dios.

El Reino de Dios exige cambiar lo que llamaba san Juan Pablo II unas estructuras de pecado que dominan el ambiente social y nos invitan a pecar. La conversión, en vez de ser fuga del mundo, nos estimula a una integración mayor en el trabajo humano. Las estructuras de pecado llevan a buscar la productividad, aunque haya que abandonar a los que no producen por viejos, débiles o migrantes, mientras que preparar el camino del Señor exige tratarlos como a hermanos. La sociedad anima a preocuparnos de nosotros y de nuestra familia, pero Juan Bautista predica la solidaridad con los demás. La sociedad exhorta a dominar, mientras que preparar el camino exige la igualdad de todos, aunque sean de otra etnia, cultura o religión. La sociedad anima a gozar de las comodidades del mundo, sin embargo, preparar el camino al Señor cuesta, y sin sacrificio no viene ese Reino de Dios que se identifica con los tiempos mesiánicos iniciados por Jesús como un tiempo de paz, donde el niño y la víbora jueguen juntos. Es la conversión que predica el Bautista: Convertíos, porque está cerca el Reino de Dios.

La conversión cuesta y exige ascesis

Seguir la llamada del Bautista a la conversión es duro también para una Hija de la Caridad. Su forma de vestir, alimentarse y venir de la soledad del desierto inhóspito, indican que el modelo de conversión que propone implica sacrificio. También Jesús siempre que habla de conversión, habla de sacrificarse por los más débiles, abandonando parte de las comodidades: “El Hijo del Hombre no tiene donde reposar la cabeza… Dejar padre y madre… No llevéis… Tomad la cruz». La conversión supone una vida sacrificada, porque servir a los pobres exige mucho sacrificio, mucha ascesis.

Los tiempos modernos tienen una visión nueva de la ascesis. La ascesis que hoy nos pide Dios es luchar contra la pobreza, es esforzarse por convivir con otras personas, compartir el tiempo, el trabajo y el ocio, es dominar nuestras ansias de consumo, es fomentar la igualdad, la solidaridad y la acogida de inmigrantes. Es una visión nueva de la ascesis que va dirigida a liberar de las trabas que impidan cumplir el deber y a disciplinar el tiempo para hacer oración. Allanar el camino del Señor exige ser responsables sacrificados ante Dios, ante la comunidad y ante los pobres.

Abandonar la ascesis y no sacrificarse conduce a querer ser portavoces de Dios, llevando una vida light, convertidos en unas personas superficiales; acaso se nos tome por una persona moderna, agradable y atractiva, pero interiormente vacía de valores, huérfana de espiritua­lidad, incapaz de reflexionar sobre nuestra situación. Una vida así no es de una Hija de la Caridad, necesita la conversión a la que la llama el Bautista y esforzarse por no quedar solo en deseos. Conducida por el Espíritu Santo y apoyada en el esfuerzo personal, cambiará su conducta; será un árbol con las mismas raíces, el mismo tronco y las mismas ramas, pero ahora da frutos que pueden coger los pobres.

En cualquier momento se puede realizar la conversión de una vida banal a la de una Hija de la Caridad amiga de los pobres que comprende que dentro de la comunidad también hay Herma­nas necesitadas de ayuda, y fuera, personas necesitadas de todo. Que no se diga de nuestras comunidades lo que un siquiatra moderno escribe sobre la sociedad actual dominada por «la abundancia, tener todo lo material y haber reducido al mínimo lo espiritual… Sus modelos no tienen ideales: son vidas co­nocidas por su nivel económico y social, pero rotas, sin atractivo para echar a volar y superarse a sí mismo. Gente repleta de todo, ahíta, llena de cosas, pero sin brúju­la» (Enrique Rojas).

La conversión, encuentro en la Eucaristía

Sorprende que Jesús acuda a recibir “un bautismo de conversión para perdón de los pecados”, él que no tenía pecado. Es el símbolo de cargar con los pecados de la humanidad, a la que él, inocente, pertenece, como dirá más adelante: “Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡cómo me pesa hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50), y les pregunta a los hijos de Zebedeo: ¿Podéis sufrir “el bautismo con el que yo voy a ser bautizado?” (Mc 10, 38), indicando su muerte, concluía santa Luisa (E 69). Ese bautismo, su muerte, lo confesamos diariamente en la eucaristía, porque la conversión infunde una fe tan firme que capacita para encontrar a Jesús en la Eucaristía. Como el Bautista cuando estaba en la cárcel y quería saber si su pariente era el Mesías o se había confundido al señalarle, también nosotros queremos encontrar de una manera sensible a Jesús en la Eucaristía, y sólo la fe que da la conversión nos garantiza la presencia de Cristo.

Cristo está presente en la Eucaristía y su Espíritu también en el pobre, que es una Eucaristía. Hasta que no experimentemos que Cristo está en el pobre-eucaristía no nos veremos libres de trabajar por convertirnos y de seguir orando: Venga a nosotros tu reino, porque solo estaremos convertidos cuando Cristo haya establecido su Reino en nosotros. Es lo que responde Jesús a los emisarios de Juan: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva. Y a nosotros nos anima: sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que Juan Bautista (Mt 11, 5.11)

Cuando se espera algún acontecimiento triste la reacción normal es de temor que tiende a aumentarlo la fantasía ante la consideración de los males futuros. Por el contrario, cuando se prevé la llegada de un bien, se vive en una espera atenta que va desde el anhelo y la ansiedad hasta la euforia acompañada de una prisa impaciente. A mayor mal futuro, más miedo; a mayor bien futuro, más esperanza gozosa. El pobre-Eucaristía nos trae el gran acontecimiento de la venida de Jesús. Y conversión acaso no sea más que acoger al pobre-eucaristía como acogemos sensiblemente a Jesús en la comunión.

Cuestiones para un diálogo:

En el Reglamento de vida que hizo santa Luisa de Marillac, siendo una viuda de 36 años con un hijo de 12 y sin haber fundado aún la Compañía de las Hijas de la Caridad escribe que en Adviento ayunará todos los días y hará los Ejercicios Espirituales de 8 o 10 días. ¿Hacemos sitio a Dios en nuestra vida? ¿Qué significa para un vicenciano ser solidario? ¿Necesitas a Dios y que brote con luz nueva en tu conciencia, que te abra camino en medio de tus luchas y contradicciones?

P. Benito Martínez, CM

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