El panorama de la Historia
Cuando Vicente de Paúl era niño, los hugonotes de religión protestante habían logrado autorización para vivir según su religión; cuando ya era sacerdote, estuvo cautivo en Túnez y aprendió a convivir con sus amos musulmanes; cuando fue párroco en Châtillon se hospedó en casa de un hugonote; y, cuando se estableció en Paris y comenzaba a ser famoso, hizo bolsa común con el vasco Saint-Cyran, que será un dirigente jansenista. Todas estas circunstancias hacen de san Vicente ejemplo para que se respeten los nativos y los venidos de otros lugares, con lengua, cultura o religión diferentes.
En el siglo de san Vicente católicos, protestantes y anglicanos consideraban un delito tener una religión distinta de los reyes y debía ser castigado el súbdito que la tuviera. Sin embargo, después de siglos de guerras y matanzas no se había logrado erradicar la religión enemiga y se dieron edictos de tolerancia para que hubiera paz. Más que un derecho de la persona, la tolerancia la concedían los reyes como política de gobierno.
El liberalismo del siglo XVIII afirmaba la prioridad del individuo. Los derechos de los ciudadanos no se derivan de la autoridad, sino de la dignidad del hombre. Pero el poder debe vigilar las actividades y teorías que amenacen la seguridad del Estado (Locke) y examinar si todas las personas son capaces de tener el mismo grado de autonomía. Llega así el despotismo ilustrado que restringe la libertad individual (J. Stuart Mill).
Tampoco la Revolución francesa ni la tradición jacobina (Rousseau) confiaban en la capacidad del individuo para ser libre. El Estado debía educarlo para que fuera buen ciudadano, usando la fuerza si fuera necesario. Por el contrario, Estados Unidos confía en el individuo. La persona es capaz de elegir el bien y sabe asociarse para buscar el progreso, mientras que el intervencionismo del Estado genera dependencia y pobreza. La Revolución marxista admite que los ciudadanos solo pueden ser libres si todos cuentan con las mismas condiciones económicas. Cuando estas condiciones no se dan, el Estado debe hacer la revolución y suprimir las desigualdades que hay en el mundo.
El primer paso del poder público es no imponer la verdad por la fuerza. La historia está llena de dictaduras. Hasta la Iglesia en el pasado sacralizó el poder y se aprovechó de él para imponer su doctrina. El intolerante se cree poseedor de la verdad y utiliza la fuerza para imponerla. Si esta verdad es religiosa se convierte en fundamentalista, si es patriótica, en terrorista y si es estatal, en dictadura. El Concilio Vaticano II ha propugnado que no hay ideas que puedan considerarse por encima de las personas.
Un Estado de Derecho defiende los derechos de todos los particulares y no solo los de un determinado grupo, aunque pueda favorecer, en algunas circunstancias, cierta cultura que está en peligro de desaparecer. Culturas, no medios de comunicación o fondos públicos distribuidos entre las instituciones afines al gobierno.
Las personas tienen derecho a manifestar públicamente sus convicciones no dañinas y propagarlas, siempre que sea de manera pacífica. Luchar contra el fanatismo y la intolerancia le compete al Estado con la justicia y medios coercitivos, si fuera necesario, y a la sociedad con medios democráticos. Si el Estado es intolerante se puede llegar a la desobediencia civil. El Estado de Derecho debe ser tolerante con los grupos diferentes al suyo, con las minorías étnicas y los inmigrantes que quieran integrarse en la nueva sociedad, convencido de que sólo con la tolerancia se alcanza la paz. Sin embargo, los derechos fundamentales de las minorías no están garantizados en muchos países, aumentan los atentados y se margina a otras personas por ser diferentes o pensar de otra manera. Urge la tolerancia en estos tiempos en los que aumenta el sentimiento de soberanía de los pueblos y el derecho a emigrar a otro país en busca de trabajo y bienestar.
Tolerancia en la Compañía
Santa Luisa aplica esa tolerancia a la Compañía, cuando escribe: “Estoy segura que es para ayudaros a tener tranquilidad después de las tormentas pasadas y a renovarse en la unión y cordialidad que las Hijas de la Caridad deben tener, mediante el ejercicio de esa misma caridad, que va acompañada de todas las virtudes cristianas, particularmente de la tolerancia de unas con otras, nuestra querida virtud”. Y la llama nuestra querida virtud porque lleva a las Hijas de la Caridad a disculpar las faltas de las otras, humillándose ellas (c. 315). La tolerancia es un vestido de la humildad, y la humildad es el cimiento de la vida virtuosa, pero es incómoda, porque puede chocar con nuestras convicciones (c. 114). Se necesita aguante para soportar las debilidades de las compañeras y de los pobres. Tanto aguanta que “la señal de que la caridad está en una Hermana es la de soportarlo todo” (c. 115). La intolerante está rompiendo la caridad, no permitiendo a las otras manifestar sus pensamientos y actuar según desean, sin dañar a nadie. Ha matado la caridad y ninguna Hermana intolerante puede ser hija de la caridad.
Santa Luisa decía que “la tolerancia debe ser el ejercicio de las Hijas de la Caridad, como la humildad es su espíritu” (c. 420). Dicho de otro modo, la humildad de una Hermana se demuestra por la tolerancia. Afirmaba que sin tolerancia las Hermanas “son personas que solo llevan el nombre y el hábito de Hijas de la Caridad” (c. 686). Y a la Hermana Sirviente le exigía una tolerancia que puede parecer demasiado radical: Considerarse el mulo de la casa que debe soportar toda la carga y tolerar de tal manera los fallos de las compañeras que los oculte ante la vista de los suyos propios (c.118). Si viviera, también hoy diría a las Hermanas que la tolerancia “es nuestra querida virtud”.
El Espíritu Santo fundamenta la convivencia en la tolerancia, respetando las diferencias para que la comunidad no sea un monolito, sino un mosaico “con un solo corazón y una sola alma”, donde Cristo está en medio para “edificación del mundo” (c. 536, 611). La tolerancia contradice a la naturaleza humana que busca su interés y “hace fácil lo que la naturaleza encuentra difícil” (c. 571), indicando que la tolerancia se adquiere por el aprendizaje y el esfuerzo (E 82, c.466), siguiendo a Jesús en el diálogo con la samaritana y la parábola del trigo y la cizaña. Jesús no se calla ante la samaritana ni el labrador se resigna a tolerar la cizaña, pero busca el momento oportuno para arrancarla.
Los pobres quieren ser amados y acogidos, a pesar de los engaño, las trampas, el desorden, que consideran medios naturales para lograr ayuda. Son parte de su cultura de excluidos y hay que ser intransigentes con las trampas, pero tolerantes con las personas. La intolerancia en el servicio nos hace odiosos ante el pobre que nos ve sobre un pedestal y se siente obligado a tolerarnos, a no ser que la Hija de la Caridad anuncie la Buena Noticia del Salvador sin imponer, tolerando hasta que rechacen el anuncio evangélico.
La tolerancia está limitada por la justicia. No se puede permitir el racismo, el terrorismo o los sistemas injustos. Sería colaborar con la maldad. Hay que combatir la injusticia, la opresión y no colaborar pasivamente con el opresor. No se puede condenar a los pobres a soportar la humillación y la injusticia. Obligar a otro a soportarlas, no es tolerancia, es abandono, es aniquilar la misma tolerancia (Popper).
Las Hijas de la Caridad quieren vivir la tolerancia y consideran un insulto que se las tache de intolerantes. Confiesan que acogen a los inmigrantes como a hermanos. No son xenófobas. El color distinto de la piel no las repugna ni aíslan a nadie por ser de otra raza. No son racistas. No rechazan a los grupos marginados y respetan las ideas políticas, sociales o religiosas de los otros. Tampoco son fanáticas. La sociedad no las permitiría ir contra los derechos humanos, declarados intocables por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. Por ser cristianas saben que todos son hijos del mismo Padre, hermanos redimidos por Jesucristo y acogidos por el Espíritu Santo. Y por ser vicencianas sienten que todos ellos, por lo común, pertenecen a la clase de los pobres
P. Benito Martínez, CM
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