El día después del sábado
No hay que identificar a María Magdalena con la prostituta que besó a Jesús los pies y se los secó con su cabello (Lc 7, 36-50) ni con María, la hermana de Lázaro y Marta que también besó los pies de Jesús y se los secó con sus cabellos (Jn 12, 1-8). María Magdalena era una mujer acaudalada que seguía a Jesús y le ayudaba a él y a los apóstoles con su dinero (Lc 8, 1-3). A esta mujer se refiere san Juan en una narración bellísima y delicada de la aparición de Jesús después de resucitar (Jn 20, 11-18). Se abre de un modo solemne: El primer día de la semana. No es sólo una nota cronológica, indica que se inicia un tiempo nuevo que ha cambiado la creación y la historia. Es el día primero de la nueva creación, es el primer día de Cristo resucitado, es el día octavo, el día que supera la creación, porque Cristo ha resucitado.
Ese día Jesús ha resucitado. No ha vuelto a la vida como Lázaro o el hijo de la viuda de Naín con la misma forma de cuerpo que tenía, sino con el mismo cuerpo, pero transformado, llevando consigo hasta la Trinidad su carne humana, convertida en carne gloriosa. Es en el cuerpo resucitado del Señor, donde el Espíritu Santo invade la humanidad y la trasfigura completamente llevándola al interior de la vida divina.
Por la encarnación de la segunda Persona de la Trinidad la carne humana asume la divinidad en su interior y así, consagrada y ungida por la unión hipostática, acoge en plenitud al Espíritu Santo, que en el bautismo del Jordán manifestará el devenir de la humanidad de Cristo. Pero en la resurrección de esta carne, la humanidad de Cristo entra verdaderamente en la vida trinitaria. Este es el verdadero fin de todos los hombres que por el bautismo nos incorporamos a la Humanidad de Jesucristo: entrar también en el misterio de la Trinidad. Por la resurrección de Cristo hay esperanza en el mundo.
Ver y creer
Es la aurora de una nueva creación que san Juan describe repleta de simbolismo. En este día después del sábado, en el octavo día, en el día primero o, como dice san Gregorio Nacianceno, en el día “uno”, María Magdalena va de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve quitada la piedra del sepulcro. Este “ve” es un ver material. Ve las señales, pero no es todavía un ver con la luz de la fe. Por eso, corre a contar a Pedro y a aquel discípulo a quien amaba Jesús que se han llevado del sepulcro al Señor y no sabe dónde lo han puesto. Esta búsqueda, este desvelo es fruto del amor que María Magdalena siente por el maestro muerto, pero es un amor simplemente humano: se lo han llevado. María Magdalena necesitaba una conversión.
También nosotros necesitamos una conversión. Porque tampoco el Jesús histórico está ya presente físicamente en medio de nosotros. Nuestro camino parte de una realidad que nos supera infinitamente: si el Jesús histórico de carne y hueso mortales no está en medio de nosotros, ¿qué pruebas y señales claras tenemos para creer? Y concluimos que nuestra fe no puede apoyarse en pruebas materiales, y que aceptar la presencia en nosotros de Jesús resucitado se apoya unicamente en una experiencia de fe que nos garantiza que Cristo resucitado vive en nosotros. Esto es duro y necesitamos una conversión para que no queden desbaratados infinidad de anhelos.
A los dos apóstoles no les fue difícil la conversión, porque su experiencia de fe los llevó a ver señales de que había habido un cambio profundo en la tumba: Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.
El discípulo amado vio y creyó. Porque la fe es fruto del amor que Juan tenía a Jesús y le capacitaba para entender la Escritura. Y la resurrección de Cristo es lo que da sentido a toda la Escritura, como se lo explicará Jesús a los discípulos de Emaús, siguiendo el método de los rabinos, recorriendo un tema por la ley, los profetas y toda la Escritura. Les explica la realidad de Cristo, les explica que la verdad de todo lo que ha sucedido es el verdadero cumplimiento de la Escritura y que son sus ojos los que están ciegos: No habían comprendido la Escritura que debía resucitar de entre los muertos.
El amor en busca de Jesús
María, sin embargo, estaba fuera, cerca del sepulcro y lloraba. Ese llanto indica un amor humano de la mujer que busca a su amado que ya no está, se lo han quitado. Es la mujer enamorada que tiene sólo el cadáver del Señor a quien ama y se lo han quitado, tiene sólo su tumba, pero está vacía. Esta es la forma humana, así de fuerte, del amor de una mujer, pues si no ama, no puede tener fe. Juan, el discípulo que ama, vio y creyó. También María, porque lloraba de amor, aunque fuera un amor humano, llegará a creer; de Pedro no se dice nada, por eso, después de la pesca milagrosa, Jesús le examinará del amor. Pero en un grado mayor o menor, también a nosotros nos examina del amor.
El primer paso de la fe de María es que, mientras llora por la pérdida de su amado, se inclina hacia el sepulcro y comienza a ver el misterio: ve dos ángeles vestidos de blanco, uno a la cabecera y el otro a los pies de donde habían puesto el cuerpo de Jesús. María comienza a entrar en lo divino. Ellos le dijeron: ¿Mujer, por qué lloras? El dolor humano es interpelado. La ausencia del esposo se convierte en una pregunta, ¿por qué lloras? La respuesta es la del amor humano, la de la carne: Se han llevado a mi Señor y no sé donde lo han puesto. El deseo es poder recuperar lo divino dentro de nuestra experiencia humana, impidiendo que nos supere, y que nos llame a romper la corteza del amor humano que guarda al amor divino.
Alguien ha comparado en una bella imagen, el amor divino encerrado en el amor humano a un embarazo. El niño está dentro del seno de la madre, pero si no nace, aun-que sea para caminar hacia la muerte, nunca llegará a contemplar a su madre cara a cara. Asimismo, nosotros, si no rompemos la concha de nuestra gestación como criaturas que vivimos con el amor humano para nacer a una vida nueva por la fe y el amor divino, no podremos ver cara a cara a Dios como es él. Como si un niño en el seno de la madre se preguntase, ¿por qué estoy construyendo manos, si no tengo a nadie a quien acariciar? ¿Por qué estoy formando pies, si no tengo donde correr? ¿Para qué estos pulmones si respiro por la sangre? ¿Por qué desarrollar esta piel, si no tengo nada externo con que relacionarme? No lo sabe, pero una vez nacido, descubre que necesita todos los miembros para poder vivir. Igualmente, la fe y el amor divino nos dice que nuestro fin es entrar en la plenitud de la comunión con Cristo resucitado para nacer a una nueva vida feliz, una comunión que nos hace ser y nos implica con él ya en esta vida.
Nuestro proyecto y el proyecto de Dios al amor
El amor humano es un sentimiento material que tiende a contemplar las cosas de una forma interesada, impidiendo actuar al amor divino y queriendo identificarlo con el cumplimiento de las obligaciones, con hacer la oración y servir a los pobres. Ya se puede ver la TV, ir de paseo, distraerse. Y si en ese momento el amor de Dios te pidiese algo más de tiempo, de mente, de corazón, ¿responderías lo que decía san Vicente: mis libros, mi misa…? Pues él concluye: ¡Ya está Bien!
Cuando tienes que cambiar de oficio o cuando recibes un destino, cuando un proyecto no se cumple, ¿el amor divino le explica a tu mente que no se ha cumplido porque Dios tiene otro proyecto mejor, más en línea con el definitivo al que te llama justamente por medio del incumplimiento del tuyo? Con todo, nuestro amor humano insiste en llevar a cabo nuestro proyecto. Necesitamos como María Magdalena una conversión.
Y María se volvió. Volverse es un verbo de cambio de postura. San Juan conoce muy bien los verbos de movimiento. Si pone este verbo es que quiere indicarnos un cambio de postura, una conversión. Y el primer acto de la conversión de María es que al cambiar de postura ve a Jesús de pie, pero sin reconocerlo, porque tiene la imagen del Jesús material que llevaba en su mente y quería ver. ¡Qué difícil es reconocer a Jesús sin vaciarnos de nuestras imágenes y gustos! Necesitamos una conversión de mente y voluntad. Ahora es Jesús quien le pregunta, mujer, ¿por qué lloras? Jesús comienza a despertarla con una pregunta suave de compasión. ¿Sabemos tratar a los pobres de una manera delicada y compasiva? Necesitamos madurez humana y divina. Le dice Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el encargado del huerto, le dice: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré.
San Juan es un escritor simbolista. Y compone el encuentro de María Magdalena con Jesús en un huerto. Un huerto que nos recuerda el huerto del Edén. El Edén, el jardín donde se da la primera alianza entre Dios y el hombre, Adán, a quien Dios encarga que lo guarde y lo trabaje como jardinero. El Edén era la casa de la humanidad, la casa del amor humano entre el primer hombre y la primera mujer, donde la mujer se da al hombre y el hombre a la mujer y los dos se reconocen en la unidad. Pero el Edén es también el jardín donde Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza por amor, y le invita a descubrir el amor divino. Sin embargo, el hombre ha fallado en cultivarlo como casa de Dios a su imagen y semejanza en el amor divino.
La nueva identidad fruto de la resurrección de Jesús
María todavía no ha pasado al amor divino y le dice dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré. Y volvemos al jardín del Edén donde el amor se hace egoísta y quiere alcanzar la divinidad. El amor de María Magdalena es todo lo contrario y llora por la “desgracia” del amado, porque el amor verdadero es participación. Ella ama al Señor y por eso llora y por eso está comenzando a ver.
Asombra que Jesús espere a que se vayan Pedro y Juan para encontrarse con la amada que empieza a creer en un amor nuevo capaz de crear un nuevo Edén. Y ahora, la llama por su nombre, María, la llama a la verdadera identidad. Pues llamar por el nombre es darle su identidad para un nuevo encuentro. Y tú ¿te despiertas para este nuevo encuentro, con Cristo que ha resucitado? Y si Jesús resucita con la carne a la que yo pertenezco, también yo resucitaré.
Ella de nuevo se vuelve, se convierte y le llama Maestro, reconociéndole con su identidad humana en medio de la experiencia de su identidad transformada por la resurrección. Y éste es el esfuerzo que debemos hacer: reconocer la identidad del resucitado que se nos manifiesta a través de la carne de un pobre.
Y Jesús le dice: No me detengas, que todavía no he subido al Padre. Pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios. Seguramente María intentó abrazarlo, como en vida se intenta mostrar el afecto que se siente al volver a encontrar a su Maestro, y Jesús quiere indicarle que con la resurrección el amor humano tiene que ser purificado.
Y al darle a María una nueva identidad, la encarga trasmitir a los hermanos el gran misterio trinitario de la Resurrección de Jesús. Jesús no se desdeña en llamar a los hombres hermanos ni de admitir que su Padre también lo es de todos los hombres, como lo indica la carta a los Hebreos: Pues tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos (Hb 2, 11). Pues tiene la misma carne que ellos y con esa carne sube al Padre; por eso dice no sólo al Padre, sino también al Dios mío y al Dios vuestro.
Y María acude a los hermano y les dice: He visto al Señor. Como ella, nosotros sólo tendremos la experiencia de ver al Señor y anunciarselo a los pobres, cuando nos vaciemos de los elementos caducos de la percepción humana y penetremos en nuestro interior para descubrir a Jesús resucitado.
Benito Martínez, C.M.
0 comentarios