Ap 3, 1-6. 14-22; Sal 14, 2-3ab. 3cd-4ab. 5. Lc 19, 1-10.
“Ven Espíritu Santo, abrásanos con tu amor”
El pecado nos va alejando del Reino de los cielos –nos hace bajos de estatura– y nos separa de los demás –nos tachan de publicanos y pecadores–.
El amor de Dios es como el amor de una mamá. Pensemos en aquella mamá que trae a su bebito de 3 meses y todo el mundo lo quiere cargar pasándolo de mano en mano. De repente hay un olor extraño; y sí… ¡se hizo el niño! Ahí, todo cambia. La multitud se deshace buscando a la madre para que tome a su bebé, y aquel que aún lo tiene, lo sostiene con los brazos extendidos hacia afuera, con los ojos bien cerrados, tratando de no respirar. El bebé llora a gritos. Ya nadie lo soporta. Y ahí viene la mamá corriendo, con una mirada de preocupación por su hijo. Ello lo toma, así como está, lo abraza fuerte, le da un beso largo y suave, y le dice cuanto lo ama. Así es Dios
Cuando nadie quiere estar con nosotros, cuando nadie cree en nosotros, cuando ni nosotros mismos nos aguantamos, cuando estamos solos, adoloridos, heridos en el corazón y apestamos a pecado… Ahí está Jesús con los brazos abiertos, con una sonrisa amorosa que nos dice: ¿acaso olvidaste cuánto te amo? “Hoy voy a hospedarme en tu casa”. “¿Quién será grato a tus ojos, Señor?” (Sal 14).
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Arturo García Fonseca, CM
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