Destinada a ser ciudadana de un lugar
La vida moderna es ciudadana, la avalancha humana del campo a las ciudades parece imparable, porque la industria y los servicios administrativos, sanitarios y sociales están en la ciudad. También la migración de otras naciones se asienta en las ciudades, donde hay más medios de sobrevivir y encontrar trabajo. No tardará mucho en que las dos terceras parte de la población española vivirán en centros urbanos de más de 20.000 habitantes. Y las Hijas de la Caridad, aunque vivan en pueblos, están en contacto continuo con la ciudad. Este aumento de la población urbana puede convertirse en un problema, donde desgraciadamente la brecha entre pobres y ricos aumenta.
Las Hermanas deben afrontar esta situación teniendo presente lo que decía san Agustín de sí mismo: soy cristiano y obispo. Lo primero es para mí, lo segundo para vosotros. También ella debe tener en cuenta que es ciudadana, como los demás, para ella, e Hija de la Caridad para los pobres. Ciudadana de un lugar, con los mismos derechos y obligaciones que los demás vecinos, implicándose con ellos en solucionar sus necesidades y en el desarrollo del pueblo. Y es Hija de la Caridad para ayudar a poner la justicia, el amor y la paz del Reino de Dios allí donde vive, para dar la ciudadanía material y espiritual a todos los excluidos de la vida ciudadana, nativos o inmigrantes.
La vida moderna ya no la hace el cristiano ni la Hija de la Caridad; al contrario, ellas reciben la influencia de la sociedad moderna significada en un nuevo lenguaje sobre los pobres (desordenados, vagos, mafias…), en el desafío en buscar a los nuevos pobres, entre incluir a todos o excluir a algunos, entre el servicio tradicional o crear nuevas formas de servicio en una época de crisis global. Los Hechos de los Apóstoles relatan la pastoral de los primeros cristianos en los núcleos urbanos. Las primeras Hermanas lo siguieron de tal modo que santa Luisa decía: Para mí es un consuelo verlas por los caminos y las calles de Paris (c. 692).
Los evangelios dicen que Jesús iba por los centros urbanos “haciendo el bien”. Los evangelios muestran lo que suscitaba Jesús en la gente cuando la encontraba en la calle. Zaqueo, al enterarse de que Jesús entra en su ciudad, se sube a un árbol para verle. La fe hará que Zaqueo deje de ser marginado recaudador de impuestos del imperio invasor y se convierta en un ciudadano de Jericó. Encontrarse con Jesús en la capilla es fácil, lo difícil es encontrarse con Él en la calle.
Implicar a los seglares
Poner su domicilio en los centros urbanos obliga a las Hijas de la Caridad a implicarse en aquella forma de servicio con la que empezaron san Vicente y santa Luisa: colaborando con las señoras de las Caridades. Las Hermanas deben implicar a los seglares, aunque a veces solo puedan animarlos a que amen a los pobres, a que fomenten los vínculos solidaridad, los ayuden y convivan en amistad con ellos, anunciándoles que el ser humano está llamado a caminar al encuentro del necesitado, a convivir con el inmigrante, a aceptarlo y a ser aceptado por él. Ha llegado el tiempo de dar mayor protagonismo a lo “específico vicenciano” de agrupar a los seglares en favor de los nuevos pobres y fomentar la Familia Vicenciana.
Como santa Luisa que visitaba las Caridades enviada por san Vicente para animar a las señoras (E 16, 17, 22), el encuentro con Jesús en la ciudad debe hacernos salir a la calle para un servicio corporal, buscando el desarrollo material, y para un servicio espiritual, hablando de Jesucristo, porque sobre todo en los centros urbanos el hombre adulto no es ni creyente ni incrédulo, sino que se despreocupa de tales cuestiones y orienta su vida prescindiendo de la religión que en poco o en nada afecta a su conducta de ciudadano, (Javier Sádaba), y el único apostolado posible es hacerle ver que implantamos la justicia, el amor y la paz del Reino de Dios, porque somos creyentes.
Acercarse al pobre para verlo y mirarlo
Si solo miramos los centros urbanos desde un punto social, la ciudad es un lugar donde se explota a los pobres. Pero si la miramos desde Cristo la vida ciudadana puede volver a encontrar la fraternidad evangélica, dando a cada pobre su dimensión humana. Necesitamos llevar al corazón de las ciudades aquella solidaridad con los necesitados que solamente los santos pueden proporcionar. La santidad le hizo ver a san Vicente que los pobres de su tiempo eran los campesinos y se empeñó en salvarlos; en el siglo XIX industrial la santidad le hizo ver al beato Ozanam que los obreros eran los pobres y se empeñó en mejorar su situación.
También hoy los nuevos pobres urbanos necesitan santos que los incluyan en el Reino de Dios. Si es verdad que las Hijas de la Caridad están inmersas en los centros urbanos y sufren sus influencias, necesitan la santidad, necesitan la vida interior porque si falta la vida interior, falta todo, decía san Vicente (XI, 429). Pero una santidad que sea visible para convencer a la gente de que la justicia, el amor y la paz no se defienden con la violencia ni con armas, sino con la fuerza del Espíritu divino, que pone como base la oración, la solidaridad, la compasión y el perdón. Esta es la santidad que debe testimoniar con su vida la Hija de la Caridad.
La santidad es amor, y la divisa de la Compañía es “La Caridad de Jesucristo crucificado nos apremia”, nos mete prisa. Las mete prisa un Cristo que vive en los centros urbanos, mezclado con todos e incita a comprometerse con la situación del pobre concreto, tal como es, siendo creativa en buscar nuevos caminos. Urge a salir a su encuentro, acercarse a él para descubrirlo y contemplarlo, porque la fe quiere ver para amar y servir. La distancia desdibuja al pobre. La mayor exclusión consiste en no “ver” al excluido, con peligro de ver al que duerme en la calle no como persona, sino como parte normal de la ciudad que estropea el paisaje urbano, mientras que la caridad de Cristo pide verlo como un ser humano, miembro doliente de Jesús. Salir a la calle y mirar a un pobre concreto con deseos de servirle, ayuda a distinguir mejor a Jesucristo. Pues el que dice que cree en Dios y “no lo ve” en su hermano, se engaña (1 Jn 4, 20).
Ver a Cristo en los pobres acrecienta la propia fe, pero también la fe de los que ven la solidaridad de los creyentes, y contemplan atónitos a la Hija de la Caridad como al Padre misericordioso que sale todos los días a ver si vuelve a casa su hijo y apenas lo ve de lejos, se adelanta a su encuentro y lo abraza. Puede ser que este sea el primer anuncio del Evangelio en la ciudad moderna: testimoniar la fe acercándose al pobre.
Mirada que incluye sin discriminar
Dios que vive en todas las aglomeraciones y se involucra en su vida cotidiana no discrimina por la religión, los bienes o el origen. Incluir personas con rostro concreto y nombre propio implica no discriminar y tener fortaleza para acompañar a todas las personas. Tampoco Dios discrimina a nadie, pues a todos los creó él, son hijos suyos y por todos murió, aunque nosotros no les demos ciudadanía. Ni discrimina la Hija de la Caridad compasiva, porque se sabe delegada de Dios, enviada por Él a los pobres. La compasión crea la mayor cercanía, la de acercarse a los pobres concretos convencida de que Dios nos ha dado los bienes, pero también la generosidad para compartir con todos sin distinción alguna. Esta mirada es de fe no solo personal, sino también comunitaria capaz de crear estructuras acogedoras.
La Hija de la Caridad es amiga del pobre, y a los amigos se los acepta como son. Ser amiga de los pobres es la base del respeto a las diferencias económicas y sociales, dejando al pobre ser él mismo, pensar, opinar, elegir y decidir por sí mismo en libertad responsable. Nada anhela más el ser humano, aunque sea pobre, que sentirse aceptado como es, pues significa que los demás están contentos de que sea quien es. Significa que le invitan a ser él mismo. No se puede ayudar al que está excluido si no somos amigos.
Ver a Jesucristo crucificado en los pobres renueva la esperanza. La esperanza nos libra de esa fuerza centrípeta que lleva al ciudadano actual a vivir aislado dentro de la gran urbe. La Hija de la Caridad que mira con la luz de la esperanza combate la tentación de aislarse en la vida espiritual o en la vida de comunidad por miedo, egoísmo, cobardía o desinterés.
La ciudad con sus humos, su tráfico, sus tensiones, su progreso técnico, su masificación y sus gentes es lugar donde vivimos nuestra consagración. Es lugar de encuentro con los demás que no podemos percibirlos como competidores. Dios vive en los centros urbanos y en ellos sirven las Hijas de la Caridad. La misión de servicio no se opone a tener que aprender de sus culturas y cambios. El centro urbano moderno es un desafío a nuestra fe. Desde nuestra fe podemos hablar de amigo o amiga, de hermano o hermana a los compañeros de trabajo, a las personas que nos encontramos en la calle y a nuestros vecinos. Y también a Dios, porque la ciudad también es un lugar de oración.
P. Benito Martínez, C.M.
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