Sin diálogo no hay comunidad

por | Jul 29, 2018 | Benito Martínez, Formación | 0 comentarios

Un día de 1645 santa Luisa de Marillac hizo la oración sobre el futuro de la Compañía cuya aprobación había pedido al arzobispo de Paris. Meditó cómo tres años antes Dios le había dado un aviso, cuando impidió que ella, san Vicente de Paúl y algunas señoras de la Caridad se reunieran en una sala que se desplomó, evitando así la muerte de alguno de ellos (E 53). Ese día se salvó la Compañía. Hasta ese año no aparece que meditara sobre ese aviso ni sobre la Noche mística que tuvo 22 años antes en la que Dios le comunicó que llegaría un tiempo en que estaría en condiciones de hacer voto de pobreza, de castidad y de obediencia en una pequeña comunidad dedicada a servir al prójimo en la que algunas harían lo mismo (E 3).

En 1645 comprende todo y le escribe a san Vicente que Dios le avisa a él que no se oponga a que el Superior General de la Congregación de la Misión lo sea también de la Compañía de las Hijas de la Caridad, pues de lo contrario la Compañía desaparecería. Pero también escribe a sus hijas que, para que la Compañía no desaparezca, deben vivir en una gran unión de corazones que las impida indignarse contra las acciones de las demás y les dé tolerancia y mansedumbre cordial hacia el prójimo; a ello las ayudarían los diálogos familiares que se habían propuesto tener los viernes y las conferencias mensuales (E 53). Hoy el Señor dice a las Hermanas lo mismo que dijo a santa Luisa de Marillac: esforzaos en conservar la comunidad por medio del diálogo.

En la comunidad se dialoga

La comunidad vicenciana necesita alimentarse de actividades que unan, como orar en común, eucaristía comunitaria, intercambios, esparcimiento en común y tareas domésticas realizadas por todas. Pero lo más importante es que la comunidad dialogue, especialmente cuando hay que enfrentarse a los problemas. Sin comunicación no hay comunidad. En la comunidad vicenciana, hay por lo menos, un momento al día, la recreación, en donde el diálogo y la comunicación son los protagonistas. Una comunidad donde las Hermanas viven como desconocidas no sería comunidad.

Jesús llama bienaventurados e hijos de Dios a los que trabajan por la paz, y la paz no se logra con las armas, sino con el diálogo, urgente y necesario en las relaciones internacionales y nacionales, en la solución de los problemas sociales y laborables, y en los vínculos entre las Iglesias. Es un signo de los tiempos. Se habla mucho de inculturación, pero se debiera hablar de diálogo como mediación entre las autonomías y los estados, entre la Compañía y el mundo para trabajar juntos en bien de los pobres.

Porque las Hijas de la Caridad no son religiosas, son seculares. Su secularidad consiste en que las estructuras no las impidan servir a los pobres «con la libertad que les da la ocupación de ir a diversos lugares», decía santa Luisa (E 62) o como se lo grabó san Vicente, teniendo «por monasterio las casas de los enfermos, por celda un cuarto de alquiler, por claustro las calles de la ciudad» (IX, 1172). No pueden estar enclaustradas dentro de un muro, aunque sea de tradiciones o de normas. Cada vez más se relacionan con seglares, asociaciones e instituciones civiles y religiosas. No será raro en los próximos años, que sirvan a los mismos pobres unidas a otras congregaciones y a seglares. Es lo que la Exhortación Apostólica Vida Consagrada, llama “misión o vida compartida”. Para realizarlo necesitan saber dialogar con laicos, sacerdotes, Obispos y con otras Congregaciones. Los fundadores conversaron con la reina, ministros, obispos, con el jansenista Saint-Cyran, con jesuitas y visitandinas en bien de la Iglesia y de los pobres.

También hay que dialogar en comunidad. Así lo consideró la Asamblea General de 2009, cuando propuso que, para “vivir juntas en una gran unión”, había que intensificar la calidad de los intercambios comunitarios en un clima de escucha mutua y de diálogo que forman parte imprescindible de las estructuras de la comunidad vicenciana en estos tiempos en los que las congregaciones religiosas son tachadas de autoritarias.

Si la unión de las Hermanas sólo es posible viviendo unas relaciones fraternales, convencidas de la necesidad de compartir experiencias de Dios, inquietudes apostólicas, gozos y esperanzas, alegrías y tristezas, la base de toda comunicación es el diálogo. Hiere el silencio de una compañera o la imposición de la autoridad sin que medie un diálogo, porque el diálogo es muestra de confianza. Sin diálogo no hay caridad, pues la caridad hoy día se llama diálogo, decía Pablo VI (ES 26). El diálogo es el puente que une a los ciudadanos, y a las Hermanas con los pobres para acogerse como amigos.

¿Qué es el diálogo?

Clara Lubich explicaba en Radio Vaticana (9-02-2001) que dialogar significa “escuchar lo que el otro tiene en el corazón: abrirse del todo. Significa dejar a un lado todos nuestros pensamientos, los afectos de corazón, las ataduras. Dejar a un lado todo para poder «entrar» en el otro. Y esto suscita la escucha recíproca y, en el caso del diálogo, ponernos de acuerdo para vivirlos juntos”.

El diálogo lleva a salir de uno mismo y abrirse a los demás. Permite comunicar las inquietudes y escuchar lo que otros piensan y sienten. Ayuda a construir puentes, aceptando los diferentes enfoques para que “la Comunidad sea una comunión en la que cada una da y recibe, poniendo al servicio de todas cuanto es y cuanto tiene” (C. 32).

No conviene ocultar las dificultades del diálogo, pues nadie nace sabiendo dialogar. Dialogar es un arte que exige un aprendizaje, y la comunidad es una escuela de diálogo. Hablar es propio de los hombres, pero dialogar es propio de los sabios. El arte de dialogar se hace difícil; hablamos sin escuchar al otro, decimos nuestras razones sin importarnos las de los demás. Hablar y hablar, pero sin escuchar. ¡Cuántas veces interrumpimos a la Hermana que habla, cuántas veces rechazamos lo que siente, aceptando sólo las opiniones que coinciden con las nuestras y subestimamos sus sentimientos, creyéndonos tan expertos que ya tenemos las respuestas antes de contarnos la mitad! ¡Cuántas veces pensamos que es la otra la que está equivocada!

Espiritualidad del diálogo

El diálogo no es una realidad meramente sociológica, también tiene una dimensión espiritual, desde la misma Trinidad que es un diálogo de relaciones entre las tres divinas Personas, como decía san Vicente: “El Padre y el Hijo no han dejado nunca de dialogar, y ese amor mutuo ha producido eternamente al Espíritu Santo” (XI, 444). Jesús anunció el Reino de Dios dialogando con las gentes, y la Iglesia tiene que proclamar la Buena Noticia a través del diálogo. Quien no transmite el mensaje evangélico dialogando no evangeliza bien, pues el evangelio no se impone, se propone. Hay que aprender a dialogar en la oración, que es diálogo entre el hombre y Dios, como dice santa Luisa: cuando hacemos oración hablamos con Dios que puede indicarnos su bondad rebajándose hasta ese punto y elevándonos de esa forma (IX, 377). 

Y esto hay que tenerlo presente en el servicio a los pobres. Si los fundadores decían que los pobres son tus amos y señores, el servicio con los pobres solo es eficaz si se realiza por medio de un diálogo entre amigos.

Por medio de la conversación las Hermanas se conocen mejor y descubren unas facetas de las compañeras que parecían ocultas: dolores, alegrías, dificultades personales, familiares y de los pobres. ¡Cuántas veces, después de una conversación desaparecen las murmuraciones y las envidias, y nacen la amistad, el perdón y la comunión!

Y esto sucede también cuando conversamos con los pobres como amigos y nos descubren sus miserias y desgracias, las bofetadas que han recibido en la vida y hasta la ilusión que han sentido por el mero hecho de haber conversado con nosotros.

Con un talante dialogante se resuelven muchos problemas comunitarios o relacionados con el servicio. Las Hermanas se sienten con libertad viendo que no se les imponen las soluciones, sino que se dialoga y se aclaran los hechos. Con el diálogo se superan los conflictos, se evitan los enfrentamientos y nos vestimos de humildad, sabiendo ceder en las opiniones que considerábamos intocables. Desaparece el aire de superioridad convencidos de tener la verdad, y dispone a buscarla y a encontrarla, aunque no sea la que yo propongo, pues el amor propio y los intereses personales están controlados por la humildad. Y exige hablar con sinceridad, sin engañar, con la sencillez que forma parte del espíritu vicenciano. Si fingimos o tenemos intenciones ocultas, el diálogo muere. La sencillez o sinceridad se sustentan en la capacidad de creer en el otro.

A estas condiciones personales se añaden unas características objetivas propias de todo diálogo. La primera es que sea un diálogo abierto a todas las Hermanas de la comunidad y cada una se sienta libre para expresarse con total libertad, que su timidez no experimente el peso de otras Hermanas consideradas inteligentes y por su prestigio controlen las decisiones. Ser libre supone la caridad propia del espíritu vicenciano para que ninguna Hermana se sienta cohibida por el carácter impositivo o genio pronto de alguna compañera que involuntariamente impone las conclusiones.

Y no tener prisa por acabar el diálogo. Esto es duro para unas mujeres que tienen tanto que hacer. Pero hay que saber prolongar el diálogo todo lo necesario para no dar soluciones precipitadas o incompletas. Nuestros interlocutores, además de los pobres, suelen ser personas que quieren y saben dialogar: religiosos y Hermanas bien preparados, buscan a Dios y quieren ayudar a los pobres.

De la Virgen Milagrosa podemos aprender una característica del diálogo, conocer los problemas y las necesidades de las personas con las que conversamos, interesarnos por ellos y buscar soluciones. Lo encontramos en el diálogo que mantuvo con santa Catalina Labouré la noche del 18 de julio de 1830. Fue un diálogo humilde, sencillo y empapado de caridad, reflejado en la medalla que nos mandó acuñar.

Autor: Benito Martínez, C.M.

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